El tema de la denuncia pública de los pecados exige una distinción, ya que los pecados pueden ser públicos u ocultos. Si son públicos, no hay que preocuparse solamente del remedio de quien pecó para que se haga mejor, sino también de todos aquellos que pudieran conocer la falta, para evitar que sufran escándalo. Por ello, este tipo de pecados debe ser recriminado públicamente, a tenor de lo que escribe el Apóstol en 1 Tim 5,20: Increpa delante de todos al que peca, para que los otros conciban temor. Esto se entiende de los pecados públicos, según el parecer de San Agustín en el libro De verb. Dom.
En cambio, si se trata de pecados ocultos, parece que debe tenerse en cuenta lo que dice el Señor: Si tu hermano te ofendiere (Mt 18,15). En verdad, cuando te ofende en presencia de otros, no sólo peca contra ti, sino también contra los otros a quienes ha causado perturbación. Mas dado que incluso en los pecados ocultos se puede ofender al prójimo, es preciso establecer una distinción. Hay, en efecto, pecados ocultos que redundan en perjuicio corporal o espiritual del prójimo. Por ejemplo, si uno maquina la manera de entregar la ciudad al enemigo, o si el hereje privadamente aparta a los hombres de la fe. En esos casos, como quien peca ocultamente, peca no sólo contra ti, sino también contra otros, se debe proceder inmediatamente a la denuncia para impedir tal daño, a no ser que alguien tuviera buenas razones para creer que se podría alejar ese mal con la recriminación secreta. Pero hay también pecados secretos que solamente redundan en perjuicio de quien peca y de ti contra quien peca, porque resultas dañado por quien comete el pecado o simplemente por conocimiento de ello. Entonces solamente hay que buscar el remedio del hermano delincuente. Como el médico del cuerpo intenta la salud corporal, si puede, sin cortar ningún miembro, y, si no puede, corta el miembro menos necesario para conservar la vida de todo el cuerpo, así también, quien tiene interés por la corrección del hermano, debe, si puede, enmendarlo en su conciencia, salvaguardando su reputación. Esta, en verdad, es útil, en primer lugar para el mismo que peca, no solamente en el plano temporal, en el que la pérdida de la buena reputación conlleva múltiples perjuicios, sino también en el plano espiritual, ya que el temor a la infamia aleja a muchos del pecado, de suerte que, cuando se sienten difamados, pecan sin freno. Por eso escribe San Jerónimo: Ha de ser corregido el hermano a solas, no suceda que, al perder una vez el pudor y la vergüenza, se quede en el pecado. En segundo lugar se debe guardar la fama del hermano que ha pecado, ya que su deshonor repercute en los demás, como advierte San Agustín en la epístola Ad Plebem Hipponensem: Cuando de alguno que profesa el santo nombre se deja oír falso crimen o se pone de manifiesto el verdadero, se insiste, se remueve, se intriga, para hacer creer que todos están en el mismo caso. Además, sucede también que, hecho público el pecado de uno, otros se sienten inducidos a pecar. Pero como la conciencia debe ser preferida a la fama, ha querido Dios que, incluso con dispendio de la fama, la conciencia del hermano se librara del pecado por pública denuncia.
Es, pues, evidente que es de necesidad de precepto que la amonestación secreta preceda a la denuncia pública. (S. Th., II-II, q.33, a.7, resp.)
[Estos fragmentos han sido tomados de la Suma Teológica de Santo Tomás, en la segunda sección de la segunda parte. Pueden leerse en orden los fragmentos publicados haciendo clic aquí.]