Leyes actuales en muchos países de Occidente apuntan a que admitamos los siguientes cinco enunciados; dos de ellos son clásicos y de gran solidez y los restantes tres son exabruptos de reciente factura:
1. Todos somos iguales delante de la ley.
2. Toda persona es inocente mientras no se demuestre lo contrario.
3. Sin embargo, en casos de agresión, abuso u otros crímenes, se presume culpabilidad por parte del hombre (es decir, del varón).
4. Las discriminaciones deben ser castigadas a menos que se trate de algunas que van específicamente contra los hombres.
5. Pero un hombre puede volverse mujer, o una mujer, hombre, con la sola fuerza de su declaración subjetiva.
Estimo que las evidentes contradicciones entre estos enunciados alcanzan al final un propósito: crear vacíos e inconsistencias legales de facto, que quedan como instrumentos de arbitrariedad para uso de los jueces o para presiones externas sobre los mismos jueces, por ejemplo, por parte de poderosos y bien subsidiados lobbies.
Estamos ante un ejemplo claro y reciente del colapso de la rama judicial, que así sigue de cerca al colapso de la rama legislativa–que ya había caído en el pozo séptico del positivismo jurídico–y al colapso de la rama ejecutiva, que ya se había redefinido a sí misma en términos de pragmatismo social para sostenerse en el poder dando a la gente lo que las encuestas digan que hay que darle.
Presenciamos así, a distintas velocidades y niveles de gravedad, el derrumbe del sistema actual de gobierno, conocido como “democracia” y basado teoricamente en la tripartición de poderes. Ese derrumbre deja en extrema desprotección a todos, empezando por las instancias intermedias, es decir, las formas de asociación que son superiores al individuo pero menores en número frente al Estado.
Lo cual significa que la familia, en primer lugar, y luego los grupos o comunidades nacidos de creencias religiosas o de prácticas académicas, están en situación de creciente vulnerabilidad frente a un sistema que dispone de poderosas herramientas para silenciar a los opositores.
En efecto, he aquí algunas de las mordazas que ya hemos visto entrar en acción: crear leyes ad hoc; utilizar dobles estándares; aplicar multas onerosas pero selectivas; restringir los permisos de existencia jurídica; y sobre todo, reclasificar como “discurso de odio” todo lo que no quepa en el “pensamiento único.”
A este árido panorama deben añadirse algunas herramientas de manipulación masiva como son:
(1) La seducción de la mujer hacia el campo profesional, como si fuera su campo único de verdadera plenitud al margen de la maternidad y la crianza, que quedan redefinidas como explotación. Objetivo: hacer caer la natalidad y destruir la fuerza pedagógica de la familia.
(2) La agresiva intervención en el campo educativo para segurar la docilidad desde los primeros años de vida por medio de un intenso adoctrinamiento del cual quedan excluidos por principio los padres de familia.
(3) La presentación selectiva de la información a través de los canales de noticias u otros medios, de modo que la respuesta emocional de las masas sea controlada dentro de los resultados que se consideran deseables.
(4) La exaltación de estereotipos en los más dversos campos de la cultura y las artes para secuestrar prnta y eficazmente la mente de los jóvenes.
(5) La conquista progresiva de líderes (escritores, sacerdotes, teólogos y algunos obispos) de la Iglesia Católica que van adaptando su discurso de manera que resulte aceptable en el nuevo orden de cosas.
¿Qué experimenta entonces un cristiano que quiere ser fiel a Cristo y a su Iglesia, la que brilla con el rojo escarlata de sus mártires? Experimenta combate espiritual.
¿Cuáles son sus armas? Las mismas de los mártires: oración, penitencia, humildad, paciencia, testimonio coherente, buena formación, sentido de comunidad, evangelización sin cobardía y esperanza sobrenatural centrada en la gloria del Cielo.