El cristianismo entró sólo con grandes dificultades a Corea. A comienzos del siglo XIX no había todavía sacerdotes nativos. Muy pronto iba a ordenarse el primero, el padre Andrés Kim, que fue martirizado a sus 27 años de edad, a poco tiempo de volver a su país después de ordenarse en China. Con toda razón el padre Kim es recordado, amado y venerado en la península coreana, que recibió de aquella sangre un impulso prodigioso.
La historia del segundo sacerdote, el padre Tomás Choé, es edificante en grado sumo. Tanto su padre, Francisco, como su madre, María-í, eran católicos, y como tales fueron llevados a prisión. Las legendarias torturas de los orientales eran aplicadas de manera sistemática, con enorme sadismo sobre los cristianos, considerados enemigos del país. Francisco murió después de horrendas torturas. Su esposa, María-í, estaba también en la cárcel y cuidaba como podía del más pequeño de los hijos, de sólo dos años de edad.
Las autoridades coreanas ofrecían a los prisioneros la tentadora posibilidad de librarse de los sufrimientos: bastaba con renegar de a fe cristiana. Decir unas cuantas palabras de apostasía y blasfemia, dejar constancia en los archivos del gobierno, y quedar libre: todo muy sencillo.
María-í se sentía fortalecida por Dios para seguir el camino de su esposo, ya muerto. Pero no se sentía capaz de abandonar a la nada el niño de dos años. Entonces le ganó su corazón de madre. Le pidió perdón a Dios por lo que iba a hacer, y renegó de la fe cristiana. Las autoridades cumplieron su palabra, y, bien satisfechos de comprobar que el binomio tortura-promesas acobardaba a los cristianos recrudecieron los tormentos sobre la población cristiana cautiva.
La pobre mujer salió de la cárcel con su hijo, que en el fondo había sido el motivo de su apostasía. Según cuenta el proceso de canonización, apenas salía de la cárcel se sintió muy mal por lo que había hecho porque había negado a su Redentor, el amor de su alma, Cristo Jesús.
Estuvo mediatndo y orando qué hacer, y al final tomó la decisión que parecía peor: volvió a proclamar su fe cristiana. De inmediato la encarcelaron a ella, sin compasión alguna por su hijo pequeño. Esta madre hizo lo imposible por conservar la vida de su hijo pero al final tuvo que verlo morir de hambre en la prisión en la que a ella le esperaban los peores tormentos. En cierto sentido, su martirio fue doble, porque su corazón se moría de ver morir a su hijo sin poder hacer nada.
Entre burlas e insultos fue maltratada con sevicia, y al final murió por Cristo.
Francisco y María-í Choé, un matrimonio de mártires, fueron los papás del segundo sacerdote de Corea, el padre Tomás Choé. Fue este un hombre de increíble generosidad y una sabiduría enorme. Recorrió decenas de poblaciones llevando la Palabra de Dios y el consuelo del Señor allí donde había católicos. Durante semanas tenía que caminar 35 y 40 kilómetros diarios. Falleció de agotamiento hacia sus cuarenta años de edad. La gente de Corea lo llama “mártir del sudor” porque no se reservó nada para sí, con tal de llevar la gente hacia Jesucristo. Era el ejemplo que había recibido de sus padres.