La justicia es la mayor de las virtudes morales

Si hablamos de la justicia legal, es claro que ésta es la más preclara entre todas las virtudes morales, en cuanto que el bien común es preeminente sobre el bien singular de una persona. Y según esto, el Filósofo, en V Ethic., afirma que la más preclara de las virtudes parece ser la justicia, y no son tan admirables como ella ni el Héspero ni Lucifer.

Pero, aun refiriéndose a la justicia particular, también ésta sobresale entre las otras virtudes morales por doble razón: la primera de las cuales puede tomarse por parte del sujeto, es decir, porque se halla en la parte más noble del alma, en el apetito racional, esto es, en la voluntad, mientras que las otras virtudes morales radican en el apetito sensitivo, al que pertenecen las pasiones, que son materia de las otras virtudes morales. La segunda razón deriva de parte del objeto, pues las otras virtudes son alabadas solamente en atención al bien del hombre virtuoso en sí mismo. En cambio, la justicia es alabada en la medida en que el virtuoso se comporta bien con respecto al otro; y así, la justicia es, en cierto modo, un bien de otro, como se dice en V Ethic. Y por esto el Filósofo, en I Rhet., afirma: Las virtudes más grandes son necesariamente aquellas que son más útiles a otros, ya que la virtud es una potencia bienhechora. Por eso son honrados preferentemente los fuertes y los justos, porque la fortaleza es útil a otros en la guerra; en cambio, la justicia lo es en la guerra y en la paz. (S. Th., II-II, q.58, a.12 resp.)


[Estos fragmentos han sido tomados de la Suma Teológica de Santo Tomás, en la segunda sección de la segunda parte. Pueden leerse en orden los fragmentos publicados haciendo clic aquí.]

Poema “Esperanza” de Alexis Valdés

Cuando la tormenta pase
Y se amansen los caminos
y seamos sobrevivientes
de un naufragio colectivo.

Con el corazón lloroso
y el destino bendecido
nos sentiremos dichosos
tan sólo por estar vivos.

Y le daremos un abrazo
al primer desconocido
y alabaremos la suerte
de conservar un amigo.

Y entonces recordaremos
todo aquello que perdimos
y de una vez aprenderemos
todo lo que no aprendimos.

Ya no tendremos envidia
pues todos habrán sufrido.
Ya no tendremos desidia
Seremos más compasivos.

Valdrá más lo que es de todos
Que lo jamás conseguido
Seremos más generosos
Y mucho más comprometidos

Entenderemos lo frágil
que significa estar vivos
Sudaremos empatía
por quien está y quien se ha ido.

Extrañaremos al viejo
que pedía un peso en el mercado,
que no supimos su nombre
y siempre estuvo a tu lado.

Y quizás el viejo pobre
era tu Dios disfrazado.
Nunca preguntaste el nombre
porque estabas apurado.

Y todo será un milagro
Y todo será un legado
Y se respetará la vida,
la vida que hemos ganado.

Cuando la tormenta pase
te pido Dios, apenado,
que nos devuelvas mejores,
como nos habías soñado.

Misioneros mártires en Norteamérica

Los misioneros mártires del siglo XVII

En este marco inestable y turbulento, desordenado y lleno de violencias y codicias, se hace casi imposible la evangelización, pues con frecuencia los indios están en guerra con los blancos, y éstos, franceses, ingleses, holandeses, también en cualquier momento pelean entre sí. Las misiones católicas dependen siempre de la suerte de Francia en aquella región. Y lo que los misioneros, con enorme esfuerzo y riesgo, siembran hoy en unos indios, mañana es arrasado por otros europeos o por otros indios.

Así pues, puede decirse que los primeros trabajos apostólicos en el Nordeste de América están entre las misiones más heroicas de toda la historia de la Iglesia. Los que iban a misionar allí podían darse por muertos. Y con ese ánimo iban. Entre paisajes de grandiosidad indecible, a través de inmensos bosques y lagos, perdidos en una geografía apenas conocida, en un clima a veces extremadamente frío, lejos de los colonos europeos, entre indios generalmente hostiles, los misioneros fueron estableciendo en gran pobreza sus puestos misionales, preferentemente en los márgenes de los ríos, por donde transcurría el comercio de las pieles, el principal de entonces.

Como ya vimos, en 1632 comienza de nuevo la heroica acción misionera de la Iglesia en el Nordeste americano. Recuperado Quebec para Francia, después de muchas negociaciones de Champlain en Londres, se reinician las misiones, esta vez con jesuitas, franciscanos y capuchinos. Todos ellos dieron pruebas de un gran impulso misionero.

Entre los jesuitas ingleses que en 1633 acompañaron a Lord Baltimor en la fundación de una colonia en Chesapeake Bay, cabe destacar al padre Andrés White, que «compuso un catecismo en piscataway, una gramática y un diccionario. Los misioneros obtuvieron un gran éxito ante los anacostianos y los piscataway, a pesar de la persecución de los misioneros católicos por los protestantes» (Herencia 527).


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.