¿Es lícito juzgar?

El juicio es lícito en tanto en cuanto es acto de justicia; mas, como se deduce de lo dicho (a.1 ad 1.3), para que el juicio sea acto de justicia se requieren tres condiciones: primera, que proceda de una inclinación de justicia; segunda, que emane de la autoridad del que preside; y tercera, que sea pronunciado según la recta razón de la prudencia. Si faltare cualquiera de estas condiciones, el juicio será vicioso e ilícito. Así, en primer lugar, cuando es contrario a la rectitud de la justicia, se llama, de este modo, juicio vicioso o injusto. En segundo lugar, cuando el hombre juzga de cosas sobre las que no tiene autoridad, y entonces se denomina juicio usurpado. Y tercero, cuando falta la certeza racional, como cuando alguien juzga de las cosas que son dudosas u ocultas por algunas ligeras conjeturas, y en este caso se llama juicio suspicaz o temerario. (S. Th., II-II, q.60, a.2 resp.)


[Estos fragmentos han sido tomados de la Suma Teológica de Santo Tomás, en la segunda sección de la segunda parte. Pueden leerse en orden los fragmentos publicados haciendo clic aquí.]

Vivir el Mes de María

Propuesta de catholic.net:

Mayo es el mes de las flores, de la primavera. Muchas familias esperan este mes para celebrar la fiesta por la recepción de algún sacramento de un familiar. También, Mayo es el mes en el que todos recuerdan a su mamá y las flores son el regalo más frecuente de los hijos para agasajar a quien les dio la vida.

Por otro lado, todos saben que este mes es el ideal para estar al aire libre, rodeado de la belleza natural de nuestros campos. Precisamente por esto, porque todo lo que nos rodea nos debe recordar a nuestro Creador, este mes se lo dedicamos a la más delicada de todas sus creaturas: la santísima Virgen María, alma delicada que ofreció su vida al cuidado y servicio de Jesucristo, nuestro redentor.

Celebremos, invitando a nuestras fiestas a María, nuestra dulce madre del Cielo.

¿Qué se acostumbra hacer este mes?

Recordar las apariciones de la Virgen. En Fátima, Portugal; en Lourdes, Francia y en el Tepeyac, México (La Guadalupe) la Virgen entrega diversos mensajes, todos relacionados con el amor que Ella nos tiene a nosotros, sus hijos.

Meditar en los cuatro dogmas acerca de la Virgen María que son:

Su inmaculada concepción: A la única mujer que Dios le permitió ser concebida y nacer sin pecado original fue a la Virgen María porque iba a ser madre de Cristo.

Su maternidad divina: La Virgen María es verdadera madre humana de Jesucristo, el hijo de Dios.

Su perpetua virginidad: María concibió por obra del Espíritu Santo, por lo que siempre permaneció virgen.

Su asunción a los cielos: La Virgen María, al final de su vida, fue subida en cuerpo y alma al Cielo.

Recordar y honrar a María como Madre de todos los hombres.

María nos cuida siempre y nos ayuda en todo lo que necesitemos. Ella nos ayuda a vencer la tentación y conservar el estado de gracia y la amistad con Dios para poder llegar al Cielo. María es la Madre de la Iglesia.

Reflexionar en las principales virtudes de la Virgen María.

María era una mujer de profunda vida de oración, vivía siempre cerca de Dios. Era una mujer humilde, es decir, sencilla; era generosa, se olvidaba de sí misma para darse a los demás; tenía gran caridad, amaba y ayudaba a todos por igual; era servicial, atendía a José y a Jesús con amor; vivía con alegría; era paciente con su familia; sabía aceptar la voluntad de Dios en su vida.

Vivir una devoción real y verdadera a María.

Se trata de que nos esforcemos por vivir como hijos suyos. Esto significa:

Mirar a María como a una madre: Platicarle todo lo que nos pasa: lo bueno y lo malo. Saber acudir a ella en todo momento.

Demostrarle nuestro cariño: Hacer lo que ella espera de nosotros y recordarla a lo largo del día.

Confiar plenamente en ella: Todas las gracias que Jesús nos da, pasan por las manos de María, y es ella quien intercede ante su Hijo por nuestras dificultades.

Imitar sus virtudes: Esta es la mejor manera de demostrarle nuestro amor.

Rezar en familia las oraciones especialmente dedicadas a María.

La Iglesia nos ofrece bellas oraciones como la del Ángelus (que se acostumbra a rezar a mediodía), el Regina Caeli, la Consagración a María y el Rosario.

Un filólogo marxista confirma la autenticidad del más importante testimonio no cristiano sobre Jesús

“Recientemente, la autenticidad del testimonio de Flavio Josefo ha recibido una confirmación doblemente valiosa, porque viene de un experto pero no precisamente de un apologista del cristianismo. Se trata de Luciano Canfora, profesor de filología griega y latina en la Universidad de Bari. Es además miembro del comité científico de la Fundación Instituto Gramsci, que estudia la obra del filósofo comunista Antonio Gramsci (1891-1937), padre de las modernas estrategias leninistas de toma del poder a través de la cultura…”

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Qué y para qué se canta en la liturgia

“Cantar en la liturgia lo que pertenece a la liturgia es vida pascual: sumemos nuestra voz con amor de Dios; cantemos con fuerza, cantemos todos, cantemos con entusiasmo: ¡nunca callemos si nos toca cantar! ¡Nunca lo veamos como un estorbo a mi devoción personal o mi recogimiento íntimo!”

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Santos mártires Juan de Brébeuf y Gabriel Lallemant

Santos mártires Juan de Brébeuf y Gabriel Lallemant (+1649)

Nacido en 1593 de familia noble normanda, Juan de Brébeuf ingresó a los veinte años en el noviciado jesuita de Rouen, donde se distinguió por su vida orante, penitente y humilde. Quiso ser Hermano coadjutor, y sólo por obediencia aceptó la ordenación sacerdotal. Ya ordenado, procuraba siempre emplearse en ayudar a los otros en sus trabajos, o en barrer, traer leña, y hacer de criado de todos. Acentuó su consagración religiosa con varios votos privados, como el de evitar toda falta venial, cualquier infracción de las reglas, y sobre todo el de no rehuir el martirio por amor a Cristo, si se daba la ocasión. Agraciado con altísimos dones de oración, tuvo visiones de Jesucristo, del Espíritu Santo, de la Virgen y de San José, y una gran familiaridad con los ángeles.

Muchas veces solicitó a su superiores ir a misiones, y concretamente a Nueva Francia, recuperada por los franceses recientemente. Por fin, como ya vimos, fue incluído en la primera expedición jesuita al Canadá, en 1625. A los 32 años de edad, cambiaba su vida de profesor por la de misionero. Se adaptó inmediatamente a su nueva dedicación, entregándose a ella en cuerpo y alma.

Después de algún tiempo de misión entre los algonquinos, fue destinado a Toanché, aldea de los hurones, pudo experimentar, como San Pablo, que en la extrema debilidad del hombre halla ocasión de expresarse la plenitud del poder de Cristo (2Cor 12,9). Y así escribió: «¡Qué avenidas de consolación endulzan el alma cuando uno se ve abandonado de los salvajes, consumido por la calentura o a punto de morirse de hambre entre las selvas, y allí puede exclamar: Dios mío, por puro amor tuyo, por cumplir tu santa voluntad, me veo en esta situación!».

Expulsado por los ingleses en 1628, con todos los franceses, pidió volver tras la paz de Saint-Germain. Su regreso entre los hurones, cuya lengua había aprendido perfectamente, es descrito por él mismo: «Cuando me rodearon con tumultuosa alegría para darme la bienvenida, todos me saludaban por mi nombre, y uno me decía: ¿Es posible, sobrino mío, hermano mío, primo mío, que otra vez estés con nosotros?»…

Esta segunda misión fue más dura que la primera. La peste asolaba los poblados hurones, y el padre Brébeuf atiende especialmente a las aldeas más afectadas, Ihonatiria, Ossassane y Onerio. Los indios, atemorizados, piden al misionero que su Dios les salve. Él les explica qué han de hacer: «Primero, no debéis creer más en supersticiones; segundo, sólo podéis contraer matrimonio con una esposa; tercero, desterrad de los banquetes borracheras y desenfrenos; cuarto, deberéis dejar de comer carne humana; quinto, dejaréis de acudir a las fiestas que preparan los hechiceros convocando a los espíritus.

Los indios estimaron que las condiciones eran muy duras, y los hechiceros echaron la culpa de todas las calamidades a los misioneros. Algunos hurones, sin embargo, comenzaron a ver en aquellos hombres abnegados y valientes la imagen de Cristo. La misión de Ossossane, especialmente, llamada luego de la Inmaculada Concepción, floreció en el Evangelio. En 1641 unos 60 indios fueron bautizados, y siete años más tarde eran todos cristianos. Un misionero lloraba de alegría, años más tarde, cuando veía a los indios ir de madrugada a comulgar.

De todos modos, la situación de los misioneros, en general, era sumamente precaria en aquellas regiones, como puede apreciarse en las cartas del padre Brébeuf:

En una de 1636 dice: «¿Sería posible que pusiéramos nuestra confianza fuera de Dios en una región en la que, de parte de los hombres, nos falta todo? ¿Podríamos desear mejor ocasión de practicar la caridad que la que tenemos en las asperezas y dificultades de un mundo nuevo, al que ningún arte ni industria humana ha proporcionado comodidad alguna? ¿Y vivir aquí para llevar hacia Dios a hombres tan poco hombres que diariamente esperamos morir a manos de ellos, si se les ocurre, si les da un arrebato, si no los detenemos y no les abrimos el cielo a discreción, dándoles la lluvia y el buen tiempo según lo demanden?…

«Ciertamente, si el que es la Verdad misma no nos hubiera dicho de antemano que no hay amor mayor que morir una vez por los amigos, yo pensaría como igual, o más generoso, lo que decía el apóstol a los corintios: “Diariamente muero por vosotros, hermanos” [+1Cor 15, 31], llevando una vida tan penosa, en peligros tan frecuentes y ordinarios de morir inesperadamente; peligros que os proporcionan los mismos a los que queréis salvar…

«Termino este escrito diciendo lo siguiente: si en esta vida de sufrimientos y cruces que nos están preparadas, alguno se siente con tanta fuerza de lo alto que puede decir que esto es demasiado poco, o pido como san Francisco Javier: “Más, Señor, más”, espero que el Señor le hará decir también, en medio de las consolaciones que le dará, esta otra confesión, que será tanto para él que ya no podrá soportar más alegría: “Basta, Señor, basta”».

Y en 1637 escribe: «Estamos, quizá, ya a punto de derramar nuestra sangre e inmolar nuestra vida en servicio de nuestro buen Maestro Jesucristo… Suceda lo que suceda, le diré que todos los Padres esperan el resultado con gran tranquilidad y alegría de espíritu. En cuento a mí, puedo decir que nunca he tenido el menor miedo a morir por tal motivo. Pero todos sentimos tristeza al ver que estos pobres bárbaros cierran, por su malicia, la puerta al evangelio y a la gracia.

«Sea [el Señor] por siempre bendito por habernos destinado a esta tierra, entre otros mucho mejores que nosotros, para ayudarle a llevar su cruz. Hágase en todo su santa voluntad. Si quiere que muramos ahora, ¡enhorabuena para nosotros! Si quiere reservarnos para otros trabajos, bendito sea.

«Si le llega noticia de que Dios ha querido coronar nuestros pobres trabajos, o más bien nuestros deseos, bendiga al Señor; porque sólamente por Él es por quien deseamos vivir y morir, y es Él quien nos da la gracia para ello». Otros padres firmaron con él este testamento espiritual.

En 1638 llegó a la misión de la Inmaculada el padre Gabriel Lallemant, un hombre de aspecto más bien frágil. Nacido en París, en 1610, ingresó a los 20 años en el noviciado de la Compañía, fue procurador del Colegio de La Flèche, profesor de filosofía en el de Moulins, y prefecto en el de Bourges. En 1640, a los 30 años, se vió al frente de la principal misión jesuita entre los hurones, sustituyendo a Brébeuf que había tenido que retirarse a Quebec con una clavícula rota en un accidente. La vida de la misión fue adelante con paz y trabajo, hasta que en 1644 se produjo la revuelta de los iroqueses.

La violencia iroquesa, recrudecida en 1649, aprisiona a Brébeuf y Lallemant en la misión de San Ignacio, situada en la aldea de San Luis. Y se repite entonces una vez más la pasión de Cristo por su Cuerpo, que es la Iglesia. Los indios les arrancaron las uñas, rompieron sus bocas con piedras, les cortaron pedazos de carne que, asados, comían ante ellos, quemaron sus lenguas, cortaron sus pies, desollaron sus cabezas, dejando el cráneo al descubierto. Y ellos siempre perdonando.

Un hurón renegado, blasfemando y riendo, echó sobre la cabeza del padre Brébeuf agua hirviendo: «Yo te bautizo para que seas feliz en el cielo; agradécemelo». El padre Lallemant, conducido a presenciar ese martirio, le dijo a Brébeuf la frase de San Pablo, tan querida para los antiguos mártires: «Padre, «hemos venido a ser espectáculo para el mundo, para los ángeles y para los hombres»» (1Cor 4,9). El 16 de marzo de 1649 un golpe de hacha consumaba la vida de Brébeuf. Y al día siguiente, después de padecer tormentos semejantes, el padre Lallemant perfeccionaba en Cristo crucificado la ofrenda de su vida.

En Quebec se conservan sus reliquias. Los restos de los demás mártires franco-canadienses no pudieron ser recogidos. De los apuntes espirituales de Jean de Brébeuf se conserva esta página impresionante, que podemos leer en el Oficio de lectura de su fiesta:

«Durante dos años he sentido un continuo e intenso deseo del martirio y de sufrir todos los tormentos por que han pasado los mártires… Mi Señor y Salvador Jesús ¿cómo podría pagarte todos tus beneficios? Recibiré de tu mano el cáliz de tus dolores, invocando tu nombre [Sal 115,4]. Prometo ante tu eterno Padre y el Espíritu Santo, ante tu santísima Madre y su castísimo esposo, ante los ángeles, los apóstoles y los mártires y mi bienaventurado padre Ignacio y el bienaventurado Francisco Javier, y te prometo a ti, mi Salvador Jesús, que nunca me sustraeré, en lo que de mí dependa, a la gracia del martirio, si alguna vez, por tu misericordia infinita, me la ofreces a mí, indignísimo siervo tuyo.

«Me obligo así, por lo que me queda de vida, a no tener por lícito o libre el declinar las ocasiones de morir y derramar por ti mi sangre, a no ser que juzgue en algún caso ser más conveniente para tu gloria lo contrario. Me comprometo además a recibir de tu mano el golpe mortal, cuando llegue el momento, con el máximo contento y alegría; por eso, mi amadísimo Jesús, movido por la vehemencia de mi gozo, te ofrezco ahora mi sangre, mi cuerpo y mi vida, para que no muera sino por ti, si me concedes esta gracia, ya que tú te dignaste morir por mí. Haz que viva de tal modo que merezca alcanzar de ti el don de esta muerte tan deseable. Así, Dios y Salvador mío, recibiré de tu mano la copa de tu pasión, invocando tu nombre: ¡Jesús, Jesús, Jesús!

«Dios mío ¡cuánto me duele el que no seas conocido, el que esta región extranjera no se haya aún convertido enteramente a ti, el hecho de que el pecado no haya sido aún exterminado en ella! Sí, Dios mío, si han de caer sobre mí todos los tormentos que han de sufrir, con toda su ferocidad y crueldad, los cautivos en esta región, de buena gana me ofrezco a soportarlos yo solo».


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.