El Espíritu Santo restablece en el corazón humano la plena armonía con Dios y, asegurándole la victoria sobre el Maligno, lo abre a la dimensión universal del amor divino. De este modo hace pasar al hombre del amor de sí mismo al amor de la Trinidad, introduciéndole en la experiencia de la libertad interior y de la paz, y encaminándole a vivir toda su existencia como un don. Con el sacro Septenario el Espíritu guía de este modo al bautizado hacia la plena configuración con Cristo y la total sintonía con las perspectivas del Reino de Dios.
Si éste es el camino hacia el que el Espíritu encauza suavemente a todo bautizado, dispensa también una atención especial a los que han sido revestidos del Orden sagrado para que puedan cumplir adecuadamente su exigente ministerio.
Así, con el don de la sabiduría, el Espíritu conduce al sacerdote a valorar cada cosa a la luz del Evangelio, ayudándole a leer en los acontecimientos de su propia vida y de la Iglesia el misterioso y amoroso designio del Padre;
con el don de la inteligencia, favorece en él una mayor profundización en la verdad revelada, impulsándolo a proclamar con fuerza y convicción el gozoso anuncio de la salvación;
con el consejo, el Espíritu ilumina al ministro de Cristo para que sepa orientar su propia conducta según la Providencia, sin dejarse condicionar por los juicios del mundo;
con el don de la fortaleza lo sostiene en las dificultades del ministerio, infundiéndole la necesaria « parresía » en el anuncio del Evangelio (cf. Hch 4, 29.31);
con el don de la ciencia, lo dispone a comprender y aceptar la relación, a veces misteriosa, de las causas segundas con la causa primera en la realidad cósmica;
con el don de piedad, reaviva en él la relación de unión íntima con Dios y la actitud de abandono confiado en su providencia;
finalmente, con el temor de Dios, el último en la jerarquía de los dones, el Espíritu consolida en el sacerdote la conciencia de la propia fragilidad humana y del papel indispensable de la gracia divina, puesto que « ni el que planta es algo, ni el que riega, sino Dios que hace crecer » (1 Co 3,7).
[Carta de Juan Pablo II a los sacerdotes en el año 1998, n. 5]