Son tan grandes y evidentes las muestras de cercanía con que has querido iniciar tu pontificado que parece casi natural escribirte y tratarte de “tú,” o de “vos,” como se usa en Argentina. Permite entonces que de modo fraterno, como es tu estilo, y con el corazón lleno de afecto, como se deja sentir el tuyo, te dirija estas palabras.
Me motiva el amor; así de sencillo. De joven novicio dominico pude acercarme por primera vez a la vida y los escritos de Santa Catalina de Siena. Pronto quedé contagiado del fuego de su amor por la Iglesia, así como de su certeza inconmovible en la presencia del Señor Jesús en su Vicario, a quien raramente llamaba de otra manera que no fuera el “Dulce Cristo en la Tierra.” Mi vida religiosa, toda ella, y mi servicio sacerdotal, todo él, han estado siempre impregnados de ese amor por el Papa, en la certeza de que “confirmar en la fe” es ministerio que toca, levanta y santifica todos y cada uno de los aspectos de la vida de la Iglesia. Nada hay en el Cuerpo de Cristo que no tenga su sustento último y su razón de ser en el misterio de la fe, y por eso, nada hay que sea ajeno al Sucesor de Pedro.
Mas no pretendo desarrollar, ni en bosquejo, la teología del papado. Mi propósito es solamente señalar algunas amenazas que veo cernirse, ya desde tempranas horas, sobre el servicio que el Espíritu Santo te ha pedido y encomendado desde el día 13 de Marzo de 2013. Bien sé que te rodean muchos consejeros de abundante luz y sincero afecto a la Iglesia. Quizás por ello mis palabras sobren. Pero aún si sobraran en el Vaticano creo que no harán daño sino algún bien en otros lugares, a otros hermanos y hermanas que puedan leerlas, porque así seremos más los que tendremos renovados motivos para rodearte con nuestra oración, amistad, obediencia y apoyo.
Mencionaré cinco amenazas.
1. Algunos grupos de presión (“lobbies”) van a querer usar tu lenguaje sobre una Iglesia humilde y pobre como arma en contra de la enseñanza moral y ministerial propia de la Iglesia.
Estrategia conocida del demonio es usar lo bueno y lo verdadero, retorciéndolo para sus propios intereses. Por ejemplo, en el pasaje de las tentaciones el diablo se muestra buen conocedor de la Biblia. O también, para crear desconcierto o burla, urge a los posesos a que proclamen que Jesús es el Mesías, o a que señalen al apóstol Pablo y sus compañeros como verdaderos siervos de Dios, que muestran el camino de la salvación. Gritar con fuerza algo que es verdad para usar ese mismo grito como modo sutil de descrédito o mofa revela un intelecto portentoso y a la vez perverso en grado sumo.
No es de extrañar entonces que las palabras que con cariño de padre espiritual has pronunciado, manifestando tu amor por una Iglesia pobre que sirve a los pobres, tengan pronto una prolongación perversa en aquellos que pretendan ponerse entre los excluidos y marginados para luego preguntar con ironía, como quien te extorsiona sin obedecerte, si en realidad vas a hacer algo por ellos.
Estoy pensando, por ejemplo, en algunos grupos feministas que dirán con sorna: “Más de la mitad de la humanidad ha sido violentada y excluida, y este Papa, aparte de su retórica, al fin no ha hecho nada por las mujeres.” Por supuesto, según esos grupos, “hacer algo” por la mujer es reconocerle un alegado derecho al ministerio sacerdotal; o es volverse cómplice de la ideología de los “derechos reproductivos;” o es dar “cargos de poder” a laicas que sean bien visibles y ojalá mayoritarias en la curia vaticana. Tales son las señales que ellos quieren producir por vía de presión sobre la persona del Papa. Y ante el hecho de que es imposible conceder tales demandas, lo que seguirá es una oleada de descrédito hacia ti.
Otro grupos presumiblemente se arroparán con la misma bandera de “pobreza” y “exclusión.” Hay que prepararse para la eventualidad de que el lobby gay lo intente. Colectivos que representan o dicen representar a los sacerdotes casados, los indígenas, o las víctimas del VIH, alzarán también su voz, con bastante probabilidad.
2. Quienes gustan de un estilo más conservador en materia litúrgica o en protocolo no perderán ocasión de afirmar que tu informalidad bordea la imprecisión teológica o trae daño para la liturgia.
Desde otro flanco muy distinto ya se ve lo que puede suceder. Sobre tus zapatos negros y gastados ya hay todo un género literario en Internet. En su tiempo se criticó a Benedicto que usara zapatos rojos; ha llegado el turno de criticar los zapatos negros del Papa Francisco. Debería quedar todo como una anécdota intrascendente porque ciertamente tienes más que enseñarnos que lo que sugiera un color o material de zapatos. Pero el precio de estar a la vista tantas veces y por tanto tiempo no se limita a asuntos de moda.
¡Son en realidad muchas preguntas! ¿Vas a dar la Sagrada Comunión solamente a personas que serán previamente instruidas para que se arrodillen y comulguen en la boca, o verá el mundo al Papa dando la Comunión en la mano? ¿Celebrarás alguna vez la Santa Misa según el modo extraordinario aprobado por Benedicto o dejarás que quede como práctica aprobada pero más o menos marginal de unos cuantos en unos cuantos lugares? ¿Qué implicaciones tendrá algo así para el diálogo, fracturado pero todavía vivo, con los seguidores de Mons. Lefebvre? ¿Los cantos en la basílica de San Pedro seguirán los estándares de polifonía y gregoriano, o veremos alguna vez o con frecuencia que otros instrumentos musicales y otros ritmos, quizá latinoamericanos, resuenan en la Sede de Pedro? ¿La simplicidad espartana de tu pectoral y de tu Anillo del Pescador se verá en todo lo que rodee tus celebraciones, o quedará sólo para tu propia persona, casi como si fueras extraño a tu propia sede episcopal? Me atrevo a pensar que estas cuestiones ya cruzan tu mente hace días.
Es evidente que cualquier respuesta que se dé a estas preguntas, en uno o en otro sentido, encontrará detractores. Los más airados multiplicarán las comparaciones con otros Papas y otras épocas para presentar tu liturgia poco menos que como una calamidad. Sólo se me ocurre sugerir algo: sean cuales sean las decisiones que se tomen, convendrá acompañarlas de algún elemento catequético u homilético que las haga más comprensibles y que no deje demasiado mucho espacio a interpretaciones libres o abusivas.
3. Al compararte con Juan XXIII, algunos querrán ver en los pontificados de Juan Pablo II y Benedicto XVI sólo un largo paréntesis oscuro. Querrán ver en ti una encarnación del etéreo “espíritu del Concilio.” Vendrán luego las críticas porque eres demasiado—o demasiado poco—liberal.
Con gran sabiduría, como uno de sus dones característicos, el Papa Benedicto mostró, partiendo de su testimonio y conocimiento personal, el camino que ha conducido a la Iglesia desde los tiempos del Concilio Vaticano II hasta las luces y sombras que hoy tenemos. Los tradicionalistas y los progresistas se han afianzado, cada quien en su orilla, en un criterio interpretativo que enfatiza la ruptura. Para aquellos, el Concilio “rompió” con la enseñanza de la Iglesia; para estos otros, el Concilio empezó, felizmente, a “romper” con prácticas e ideas asfixiantes. Frente a todo ello, y como es bien sabido, el Papa Benedicto, ha insistido en una “hermenéutica de la continuidad,” que inscribe al Concilio en el conjunto de la vida y la historia de la Iglesia: es un episodio significativo, tremendamente significativo, pero no una ruptura con el pasado ni tampoco un comienzo absoluto.
Los que quieren ver al Vaticano II como una especie de primer grito de libertad de una Iglesia “nueva,” que sería mucho más cercana al Evangelio y a los pobres, hace rato han enfilado sus baterías contra el magisterio de Benedicto XVI y de Juan Pablo II, en quienes creen detectar una especie de estrategia del “establecimiento” para esquivar las consecuencias más proféticas y liberadoras del Concilio. Según los que así piensan, estos últimos pontífices se las han arreglado para citar y usar los textos conciliares pero de un modo tal que lo que se quería en el Concilio se ha escamoteado. En la imposibilidad de alegar textos que avalen lo que ellos quisieran que el Concilio hubiera dicho, estos críticos apelan a un etéreo “espíritu del Concilio,” que contendría las verdaderas intenciones e intuiciones de Juan XXIII, y en alguna medida, de Pablo VI.
Como resulta que tu bondad, Papa Francisco, te muestra cercano al Papa Bueno, y tu informalidad parece tan próxima a la suya, es de temer que quienes hablan, usando el tono ya explicado, del “espíritu del Concilio” quieran encontrar en ti una especie de encarnación de sus ideas. Tus señales de amor a los pobres, tu propósito de reforma de la Curia, y tu gusto por un lenguaje llano, son para ellos el preámbulo de lo que están en realidad esperando: que enfatices más y más todo lo que cambió con el Concilio, de modo que se instale en todas partes la hermenéutica de la ruptura, y quedemos todos autorizados a pensar que con unas cuantas consignas de humanismo y justicia social ya somos la Iglesia de Jesús y la genuina semilla del Reino de Dios.
4. Muchos obispos y sacerdotes serán criticados por no seguir exactamente tu estilo. Con ello se buscará crear tensiones de gran daño para la Iglesia en su conjunto.
En los breves días que lleva tu pontificado son ya sensibles algunos cambios. Este es un Papa que sube al bus con los cardenales; uno que paga su cuenta del hotel; uno que claramente rechaza el boato y que vigila sobre sí mismo para que la vanidad no tenga dónde echar raíz. Son actitudes deseadas desde hace mucho tiempo por muchos, en muchas partes. Parecen señalar el comienzo de una etapa distinta en la Iglesia, etapa señalada por una nota distintiva de sobriedad, autenticidad y proximidad más visible con el Evangelio. De inmediato muchos comparan con lo que han visto en jerarcas de otros tiempos, o con lo que ven ahora mismo en sus propios obispos y prelados.
Por supuesto, hay algo muy saludable que puede venir de esa comparación, sobre todo si son estos eclesiásticos los primeros en tomar el ejemplo y ponerlo por obra en sus propias jurisdicciones. Tal sería una situación ideal: el Obispo de Roma lidera con su propio testimonio y los demás van aprendiendo y aplicando, de modo que la Iglesia entera se renueva y rejuvenece.
Y sin embargo, cabe recordar que los modos de argumentación en esto de la sencillez son múltiples, o en todo caso, menos lineales de lo que parece a primera vista. Uno puede decir que un crucifijo sencillo habla de la pobreza del Nazareno pero también existe el argumento de que el mejor y más bello arte lo merece Dios más que cualquier persona o institución humana. Los ropajes litúrgicos muy adornados pueden leerse como signo de despilfarro pero hay que tener cuidado, porque el Iscariote vio despilfarro en aquel costosísimo perfume derramado sobre Cristo antes de padecer. No todo en la Iglesia ha de regirse por un criterio de ahorro y funcionalidad.
Por lo mismo, es posible y legítimo que otros obispos privilegien en buena conciencia perspectivas litúrgicas o artísticas que no se guían simplemente por las razones de la economía sino, por ejemplo, por el esplendor del culto o por el simple hecho de que hay un ligero tinte de falsedad en abstenerse de usar ornamentos hermosos, dado que tampoco se pueden vender porque son patrimonio histórico irreemplazable, por ejemplo, de una diócesis. El hecho de que la gente no los vea no significa que no existan sino sólo quiere decir que están en riesgo de deteriorarse en alguna sacristía sin prestar el servicio litúrgico para el que fueron hechos y sin prestar en realidad ningún otro servicio.
Ahora bien, si un obispo u otro ministro consagrado no guía su vida o su liturgia por el estilo del Papa Francisco puede verse atacado o juzgado a priori. En esto intervendrá, con seguridad, el espíritu perverso, que quiere sembrar cizaña y despertar división sobre cualquier base, por exigua que parezca. En un escenario así, en que se pretende criticar a unos ministros a causa de otros, el lenguaje de comunión sufre. Y por supuesto, es este lenguaje lo que más interesa cultivar y afianzar pues es más costoso perderlo que perder cualquier tesoro material.
5. Los medios laicistas intentarán amarrarte al tema de la dictadura militar en Argentina. El deseo de plantear demasiado pronto o con demasiada firmeza un nuevo punto de referencia puede llevar a gestos ambiguos o incluso contraproducentes.
Gracias a Dios, tan pronto como han surgido los primeros ataques contra la persona de Jorge Mario Bergoglio han aparecido las necesarias y suficientes clarificaciones. Era previsible que también con el nuevo Papa se intentara lo que fue estrategia continua contra Benedicto XVI: remover, de manera parcial, y deshonesta además, hechos del pasado para lanzar un masivo ataque ad hominem que descalifique de entrada al sujeto que habla, de modo que no se escuche lo que habla.
En el caso de Joseph Ratzinger el ataque fue despiadado, incesante y cargado de sevicia: se le trató de “Cardenal Panzer;” se reprodujo hasta el hastío la foto en que sale portando una esvástica nazi; y sobre todo: se buscó asociarlo de todas las maneras posibles, y algunas imposibles, con los escándalos de pederastia. La avalancha de calumnias, triste es decirlo, logró por lo menos una parte de su cometido. No para el pueblo católico bien informado, pero sí para una porción no pequeña de los católicos, y sobre todo, para la opinión pública.
Logrado ese resultado, las huestes de las tinieblas han empezado pronto su ataque contra el recién elegido. Pronto se quiere presentar a Bergoglio como cómplice de la época más oscura de la historia reciente de Argentina: la dictadura de los años setentas. Con un agravante: el actual Papa era provincial de los jesuitas, y según describe la leyenda negra, “abandonó” a dos de los suyos, cuya única falta era trabajar por los más pobres. El plato parece servido: he aquí un Papa que gusta de aliarse con el poder, no importa qué tan inmoral sea éste, y que es capaz de traicionar a sus propios hermanos de comunidad.
Repito: gracias a Dios, y gracias también a que hemos visto caer sobre el Papa Benedicto todo tipo de injurias, esta vez la respuesta del lado católico ha sido más ágil, clara y sana. Los testimonios de los dos jesuitas implicados no dan margen para presentar al que fuera su provincial como un traidor. El lenguaje que ambos han usado, o usaron en su momento, es el de sentirse “en paz” con Bergoglio. Y como eso es prácticamente lo único “sólido” que tiene el enemigo para hablar de una supuesta alianza con la dictadura, no parece que esta historia traída de cuarenta años atrás tenga fuerza para lograr mucho en contra del Papa Francisco.
No debe uno fiarse, sin embargo. Con ira mal contenida el enemigo malo hurgará en archivos recónditos; buscará quién se deje “entrevistar” para dar una versión escandalosa y bien oscura; intentará revisar con lupa otros aspectos de la vida del entonces jesuita, arzobispo y cardenal, para ver si consigue sumar algo contra el Papa. Es responsabilidad de todos estar atentos a renovar la defensa, y sobre todo: es nuestro deber rodear de oración al Vicario de Cristo para que sus enemigos, visibles e invisibles, sean confundidos.
Un cuidado especial hay que tener, creo yo, en el modo de defenderse. Entendiendo la naturaleza sobrenatural del ataque, conviene recordar que, como defensa, ninguna evidencia exterior será suficiente por ella misma. Quiero decir: la lucha actual contra regímenes totalitarios, o la solidaridad actual con la erradicación de la pobreza, son de suyo insuficientes, de modo que una especie de esfuerzo excesivo en esa línea, incluso con la buena intención de dar una imagen distinta, tiene más posibilidades de cometer errores inéditos, por exceso de énfasis, que de corregir o aclarar algo sobre el pasado. La demasiada reivindicación es contraproducente. Como en tantas otras dimensiones del servicio que está llamado a prestar el Sucesor de Pedro, aquí se requiere un auxilio muy patente del Espíritu, de modo que en aquello mismo en que pretenden atacarlo se vean derrotados los que detestan a quien es principio visible de unidad en el pueblo de Dios.
Santo Padre, he hablado mucho; pero espero que no demasiado. El amor que me ha movido, en cuanto venga del Amor que a ti te movió a aceptar la responsabilidad más alta sobre esta tierra, sea quien haga ver lo que haya de utilidad en lo dicho.
Entre tanto, y una vez más, profeso con gusto mi afecto, oración y obediencia.
– Fr. Nelson Medina, O.P.