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Hacer verdaderamente el bien siempre afecta nuestros intereses, nuestra agenda, incluso nuestro cuerpo. Cristo Crucificado muestra en la extensión de su ser lo que significa “dejarse afectar” por hacer bien el bien.
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El mal es como una piedra muy pesada que va rebotando cuesta abajo por la montaña y con cada golpe cobra más fuerza. Es lo que sucede con el egoísmo, la violencia o la mentira. Y a medida que el mal va rebotando entre nosotros su recorrido siempre termina aplastando al final a los más débiles: el niño que no puede defenderse en el vientre materno; el adulto mayor, enfermo y solo, empujado a suicidarse; el discapacitado, que no tiene cómo argumentar que es útil a la sociedad; el desplazado por la fuerza del hambre o de la guerra. Cristo en la Cruz es aquel que escogió el último lugar, con la clara decisión de no pasar a otros el impacto que habría de recibir: Él es quien detiene el poder del mal, que parecía universal en su arrogancia.
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La Biblia nos enseña claramente quién está detrás de todo el odio contra Jesús. No hay duda de que hay factores políticos e incluso económicos pero detrás de todo ello está la acción siniestra del espíritu del mal, que detesta en Cristo particularmente la inocencia y la obediencia. Detrás de las espantosas torturas a que fue sometido el Señor está la formidable presión del demonio, que intenta romper el cristal de la inocencia inmaculada de Cristo, salpicándolo de odio, y sobre todo: romper el lazo de amor y obediencia que le une a Dios Padre. Como hemos dicho en otras ocasiones, lo que buscaba el diablo en Cristo es lo mismo que busca en nosotros: secuestrar y corromper su corazón. Tal es la batalla que fue librada en la Cruz, y por eso, la muerte de Cristo, en medio de oración y amor a Dios y a nosotros, es el gran exorcismo, es la gran victoria sobre el poder del demonio.
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En la Cruz de Cristo vemos el fracaso o por lo menos los límites de nuestras instituciones humanas: el Sanedrín, senado del pueblo escogido por Dios, condena a Dios a muerte; el Imperio Romano, que en otro tiempo dio al mundo una compilación maravillosa de leyes, ahora en cambio, a través de Pilato, el Procurador, comete la más flagrante injusticia; el valor de la amistad, que todos tenemos en tanta estima, muestra su límite en la cobardía de los discípulos; la opinión pública, y con ella toda forma de democracia, se revela impotente frente a las manipulaciones de los altos adversarios de Cristo… en síntesis, la Cruz nos enseña una sana desconfianza del hombre que solo se apoya en sí mismo, y por lo tanto: desconfianza de todo humanismo que le dé la espalda a Dios. El ser humano solo alcanza su plenitud volviendo a Quien es su Fuente, es decir, a su Creador y Redentor.
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Cristo, en el mismo Evangelio según San Juan, se llamó a sí mismo “la Puerta”. Y es bello ver al Crucificado precisamente como una Puerta: cercano a nuestros dolores, Cristo se ha hecho próximo y prójimo de todo aquel que sufre, incluyéndo, por supuesto, a quienes padecemos las consecuencias de nuestras propias culpas. Pero ya que Él se ha acercado a nosotros, acerquémonos nosotros a Él, y entremos por sus Llagas. Pasado el primer impacto de horror, encontraremos pronto su Corazón limpio, generoso, auténtico manantial de misericordia y bondad. Él nos ayudará a ver nuestros dolores o angustias de un modo diferente, en clave de ofrenda de amor. Y bautizados por ese amor, que tiene sabor de Cielo y de eternidad, podremos de un modo nuevo amar y servir a nuestros hermanos.