Siempre que entro en el oratorio, le digo al Señor -he vuelto a ser niño- que le quiero más que nadie.
Si aquellos hombres, por un trozo de pan -aun cuando el milagro de la multiplicación sea muy grande-, se entusiasman y te aclaman, ¿qué deberemos hacer nosotros por los muchos dones que nos has concedido, y especialmente porque te nos entregas sin reserva en la Eucaristía?
Asoma muchas veces la cabeza al oratorio, para decirle a Jesús: …me abandono en tus brazos. -Deja a sus pies lo que tienes: ¡tus miserias! -De este modo, a pesar de la turbamulta de cosas que llevas detrás de ti, nunca me perderás la paz.
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