Me decías: “me veo, no sólo incapaz de ir adelante en el camino, sino incapaz de salvarme -¡pobre alma mía!-, sin un milagro de la gracia. Estoy frío y -peor- como indiferente: igual que si fuera un espectador de «mi caso», a quien nada importara lo que contempla. ¿Serán estériles estos días? Y, sin embargo, mi Madre es mi Madre, y Jesús es -¿me atrevo?- ¡mi Jesús! Y hay almas santas, ahora mismo, pidiendo por mí”. -Sigue andando de la mano de tu Madre, te repliqué, y “atrévete” a decirle a Jesús que es tuyo. Por su bondad, El pondrá luces claras en tu alma.