Los hombres mediocres, mediocres en cabeza y en espíritu cristiano, cuando se alzan en autoridad, se rodean de necios: su vanidad les persuade, falsamente, de que así nunca perderán el dominio. Los discretos, en cambio, se rodean de doctos -que añadan al saber la limpieza de vida-, y los transforman en hombres de gobierno.
No es prudente elevar a hombres inéditos hasta una labor importante de dirección, para ver qué sale. -¡Como si el bien común pudiera depender de una caja de sorpresas!
¿Constituido en autoridad, y obras por el qué dirán los hombres? -Primero, te ha de importar el qué dirá Dios; luego -muy en segundo término, y a veces nunca-, habrás de ponderar lo que puedan pensar los demás. “A todo aquél -dice el Señor- que me reconociere delante de los hombres, yo también le reconoceré delante de mi Padre, que está en los cielos. Mas a quien me negare delante de los hombres, yo también le negaré delante de mi Padre, que está en los cielos”.
Una norma fundamental de buen gobierno: repartir responsabilidades, sin que esto signifique buscar comodidad o anonimato. Insisto, repartir responsabilidades: pidiendo a cada uno cuentas de su encargo, para poder “rendir cuentas” a Dios; y a las almas, si es preciso.
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