Sigue el relato de la vida de San Junípero Serra

Hacia México

A fines de agosto de 1749, a los treinta y cinco años, fray Junípero se embarcó para las Indias en Cádiz. Iban en la nave veinte franciscanos y siete dominicos. A mediados de octubre llegaron a San Juan de Puerto Rico, donde varios padres predicaron una misión. «Cuando predicaba yo -escribe humildemente el padre Serra- no se oía ni un suspiro, por más que tratase asuntos horrorosos y me desgañitase gritando. Con lo que se hizo público para todo el pueblo, para confusión de mi soberbia, que yo era el único en quien no residía aquel fuego interior que inflama las palabras para mover el corazón de los oyentes».

Cuando a fin de mes reanudaron la navegación, les esperaba una terrible tormenta, y el único de los religiosos que no se mareó fue fray Junípero. Sin embargo, no estaba muy contento de sí mismo: En el viaje, escribía, «no hemos tenido más que unos pocos trabajillos, y para mí el mayor de todos ha sido el no saberlos llevar con paciencia».

Llegados a Veracruz, aunque la Corona costeaba los gastos de caballerías y carros para los misioneros, fray Junípero y otro religioso, con el permiso debido, partieron hacia México a pie y mendigando, según la mejor tradición evangélica y franciscana. Cerca ya de la meta, notó fray Junípero que se le hinchaba un pie, quizá por las picaduras de mosquitos, restregadas por la noche, en sueños, e infectadas. El caso es que la herida abierta de su pie acompañaría ya para siempre los itinerarios apostólicos del padre Serra, que nunca dio al asunto la menor importancia.

Una vez en la ciudad de México, el 31 de diciembre, fueron antes de nada a venerar a la dulce Señora de Guadalupe, y de allí al Colegio misional de San Fernando. Cuando llegaron a éste, la comunidad rezaba la Hora litúrgica con toda devoción, y fray Junípero le comentó a su compañero: «Padre, verdaderamente podemos dar por bien empleado el venir de tan lejos, con los trabajos que se han ofrecido, sólo por lograr la dicha de ser miembros de una Comunidad que con tanta pausa y devoción paga la deuda del Oficio Divino».

Al día siguiente de llegar, solicitó del superior un director espiritual, y le fue asignado un santo y veterano misionero, fray Bernardo Puneda.

En Sierra Gorda con los pame

Los indios pame, de la familia de los otomíes, vivían en Sierra Gorda, en el centro de la Sierra Madre Oriental, a más de 150 kilómetros de Querétaro, y el Colegio de San Fernando tenía a su cargo sostener allí las cinco misiones fundadas en 1744, Xalpán, la Purísima Concepción, San Miguel, San Francisco y Nuestra Señora de la Luz.

Estas misiones llegaron a reunir unos 3.500 indios, y estaban protegidas por un capitán al frente de una compañía. El padre Pérez de Mezquía, colaborador en Texas del venerable fray Margil, fue quien organizó la estructura catequética y laboral de aquellas misiones, y lo hizo en forma tan perfecta que el modelo fue copiado en otras misiones.

El clima cálido, húmedo, muy insalubre, de Sierra Gorda producía frecuentes bajas entre los misioneros, y cuando el Guardián de San Fernando pidió voluntarios para aquellas misiones, se ofrecieron ocho, y los primeros fray Junípero y fray Francisco Palou. Algunos padres sugirieron que varón tan docto como fray Junípero no fuera enviado a un rincón tan bárbaro.

Pero en junio de 1750 los dos amigos mallorquines salieron a pie hacia su destino, y un año después el padre Serra era elegido presidente de aquellas cinco misiones franciscanas. Se empeñó ante todo en aprender la lengua indígena, en perfeccionar la catequesis, y en sus nueve años de misión, no quedó indio de la zona sin bautizar. Conociendo las disposiciones del indio y los modos peculiares de la religiosidad popular, daba a las festividades religiosas el mayor colorido posible, con representaciones plásticas, procesiones con cruces, diálogos entre niños indios, echando mano de todos los recursos posibles, capaces de expresar de alguna manera la belleza del mundo de la gracia.

Otra tarea misionera fundamental era despertar en aquellos indios la tendencia natural humana hacia el trabajo, inclinación que en ellos estaba secularmente dormida por el desorden y la desidia. Los indios pame, en efecto, fueron aprendiendo labores y oficios, nuevos modos de criar ganados y cultivar los campos, y crecían así de día en día en humanidad y cristianismo. Pasado un trienio, en 1754, quedó fray Junípero libre de su cargo, y como simple misionero, en Xalpán, pudo dedicarse todo y solo a sus indios. En 1759, los padres Serra y Palou fueron llamados a San Fernando para ser enviados a los indios apaches.

Predicador desde San Fernando de México

Junto al río San Sabá, afluente del Colorado, los franciscanos habían establecido en 1757 una misión muy peligrosa entre los apaches. Un año después, los padres Alonso Giraldo de Terreros, José Santisteban y Miguel de Molina se vieron un día rodeados de unos dos mil indios, que esgrimían arcos y armas de fuego. Terraldo fue abatido de un disparo, Santisteban fue decapitado, y Molina logró escapar de noche con la mujer de un soldado -que también fue muerto- y con su niño.

Al conocerse la noticia en San Fernando, el guardián estimó que los dos mallorquines amigos eran los más indicados para ir a aquella misión tan peligrosa. En una carta del padre Pérez de Mezquía, de marzo de 1759, se dice que para aquella misión eran ambos muy dispuestos e idóneos: «Lo primero son doctos, de manera que el principal, que se llama fray Junípero, era Catedrático de Prima de la Universidad de Mallorca; el otro, que se llama fray Francisco Palou, discípulo del primero, era en su Provincia Lector de Filosofía». Ya se ve, pues, que tan doctos frailes eran los más indicados para tratar de evangelizar a los apaches.

Pero a última hora, el Virrey de Nueva España prohibió el envío de estos misioneros, en tanto no estuviera pacificada la región. Fray Junípero entonces, desde 1759 hasta 1768, vivió como conventual en San Fernando, en México, desempeñando diversas funciones, como la de maestro de novicios, Comisario de la Inquisición, o consejero del superior. Pero se dedicó sobre todo a las misiones populares, que estaban orientadas a la reanimación espiritual de los ya cristianos.

Tanto el Colegio de Misiones de San Fernando como el de Zacatecas tenían su propio «método de misionar», en el que horarios y temas venían cuidadosamente distribuídos, y que incluía cantos y diversos actos de la religiosidad popular. La muchedumbre de fieles era congregada con cantos religiosos como éste: «Dios toca en esta Misión / las puertas de tu conciencia: / penitencia, penitencia / si quieres tu salvación».

El padre Serra llevó el testimonio de su presencia ascética y de su encendida palabra a Mezquital, Guadalajara, Puebla, Tuxpam, Oaxaca, Huateca, y a tantos lugares más. En Zimapán algún enemigo de Cristo envenenó su vino de misa, y celebrando la eucaristía, cayó desmayado. Quiso un amigo darle a beber una triaca como remedio, pero él la rechazó, y sólo bebió un poco de aceite, con lo que se recuperó en seguida. Y al amigo, que estaba medio ofendido, al ver que había rechazado su brebaje, fray Junípero le dijo: «A la verdad, señor hermano, que no fue por hacerle el desaire…; pero yo acababa de tomar el Pan de los Angeles, que por la consagración dejó de ser pan y se convirtió en el Cuerpo de mi Señor Jesucristo; ¿cómo quería vuestra merced que yo, tras un bocado tan divino, tomase una bebida tan asquerosa?».

Aquel pequeño franciscano mallorquín, en estos nueve años, recorrió predicando buena parte de México, anduvo unos 4.500 kilómetros, casi siempre a pie, y siempre cojo.


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.