San Luis Bertrán (1526-1581) es un santo dominico, nacido en Valencia, cuya obra de misión y predicación dejo profundas huellas en lo que hoy es Colombia. Por tal razón la Orden Dominicana, en mi país, se ha acogido a su patrocinio, y es así que nuestra Provincia lleva su nombre. Su fiesta litúrgica es el 9 de Octubre.
Luis Bertrán es un santo inesperado, extraño o exótico, según se le mire.
Inesperado porque sus rasgos físicos y de carácter parecían apuntar hacia cualquier otro camino y no hacia el servicio de predicación en la misión. Según testimonios de la época, era enfermizo, de voz débil, mala memoria, temperamento apagado y tendencia melancólica. Pero algo en él era más fuerte que todo eso: el amor a Dios y el deseo incontenible de servirle con todo su ser.
Un santo quizás extraño, según la mirada de nuestro tiempo. Un hombre enamorado del silencio, la penitencia, la conciencia viva de que el pecado no es juego sino que hiere de verdad a Cristo y es la causa única de cada gota de su Sangre: verdades estas que no son muy frecuentes en la predicación actual.
Puedes incluso llamarlo un santo exótico: capaz de vivir con pasmosa naturalidad los milagros más asombrosos, y también de vivir con asombrosa profundidad el día a día de la fe. La sencillez acompañó los pasos más trascendentales de su vida–como venir a misionar en tierras de clima, costumbres, comidas y lenguas ajenas a su entorno–y la más alta trascendencia le visitó ante las cosas más elementales, en apariencia–como su oración con el breviario o su mirada atenta a la Cruz.
Esa clase de santos los necesitamos. Nos recuerdan que Dios es realmente, impresionantemente, irreduciblemente grande y majestuoso, y que de ese tamaño son también su bondad y misericordia.