Un fotón tarda cientos de miles de años en alcanzar la superficie solar; cuando llega su momento, se desplaza a la máxima velocidad concebible para dar su don al mundo.
Piensa lo que eso significa: miles y miles de años para salir del sol, y desde ahí, a vertiginosa velocidad, un poco más de ocho minutos para alcanzar, por ejemplo, el cristal de mi ventana, y luego el recinto de mis ojos, donde entregará toda su energía y su razón de ser.
Uno podría decir que ese fotón está esperando “pacientemente” su hora, su minuto, su instante. Uno puede imaginar que ese fotón se está preparando para la que será su única misión en su larga y a la vez breve existencia.
Ese fotón me obliga a hacerme preguntas. ¿Cómo me estoy preparando para servir? ¿He caído en impaciencia porque no llega “mi hora”? ¿Estoy dispuesto a servir con agilidad? ¿Estoy dispuesto a darlo todo?
¡Qué regalo es la luz! Pero no es fácil ser fotón.