Cumples un plan de vida exigente: madrugas, haces oración, frecuentas los Sacramentos, trabajas o estudias mucho, eres sobrio, te mortificas…, ¡pero notas que te falta algo! Lleva a tu diálogo con Dios esta consideración: como la santidad -la lucha para alcanzarla- es la plenitud de la caridad, has de revisar tu amor a Dios y, por El, a los demás. Quizá descubrirás entonces, escondidos en tu alma, grandes defectos, contra los que ni siquiera luchabas: no eres buen hijo, buen hermano, buen compañero, buen amigo, buen colega; y, como amas desordenadamente “tu santidad”, eres envidioso. Te “sacrificas” en muchos detalles “personales”: por eso estás apegado a tu yo, a tu persona y, en el fondo, no vives para Dios ni para los demás: sólo para ti.
Te consideras amigo porque no dices una palabra mala. -Es verdad; pero tampoco veo una obra buena de ejemplo, de servicio… -Esos son los peores amigos.
No resulta compatible amar a Dios con perfección, y dejarse dominar por el egoísmo -o por la apatía- en el trato con el prójimo.
La amistad verdadera supone también un esfuerzo cordial por comprender las convicciones de nuestros amigos, aunque no lleguemos a compartirlas, ni a aceptarlas.