“Es como cargar una mochila. La mayor parte de los días simplemente eres consciente de que está ahí. Pero hay otros en los que se convierte en un peso enorme que te hunde”: es como describe Tony Perry, de 39 años, de Berkshire, ejecutivo del sistema nacional de salud británico, su convivencia cotidiana con el aborto que permitió.
“Dejó cicatrices profundas, siempre hay una sombra como fondo”, añade. Hoy es padre de dos hijos, pero nunca ha olvidado al tercero.
Lo tuvo con su novia cuando ambos eran veinteañeros. Ambos habían hablao de la posibilidad de un embarazo imprevisto. Jenny, la chica, le habría dicho que de haberse quedado encinta con 16 años habría abortado, pero ya pasados los 20 optaría por tenerlo. Sin embargo, cuando eso ocurrió, la joven reaccionó de otra manera y optó por un aborto que Tony no quería.
Intentó convencerla, pero Jenny llegó a espetarle que no le quería lo suficiente como para seguir adelante con el embarazo. Él, aunque “devastado”, decidió apoyarla en su decisión. Acudieron juntos a la primera cita en el abortorio. El día de la intervención, quien acompañó a Jenny fue su madre.
“Nuestra relación nunca se recompuso”, recuerda Tony, quien tuvo que acudir a un terapeuta para que le ayudase a convivir con su dolor y su rabia. Todavía hoy, feliz padre de dos chicos, vive los meses de noviembre -fecha de aquel trágico acontecimiento- con una tristeza especial: “Hay barrios de la ciudad que todavía hoy evito, como el del abortorio, porque me vienen imágenes de aquello”.