Civilizar y evangelizar, en el pensamiento de Don Vasco de Quiroga

Pueblos-hospitales

El 14 de agosto de 1531, a los seis meses de su llegada, Vasco de Quiroga escribe al Consejo de Indias pidiendo licencia para organizar pueblos de indios. En esos meses, escuchando tantas quejas de los indios, había conocido su mala situación, y «teniendo siempre en cuenta la dignidad humana de los indios», escribe al Consejo proponiendo la creación de unos pueblos indígenas, una institución original que educaba al indígena dentro de una convivencia humana y cristiana.

No debe engañarnos hoy el sentido moderno del término hospital, ya que estos hospitales de indios fundados por Quiroga eran a un tiempo pueblo para vivir, hospital y escuela, centros de instrucción misional, artesanal y agraria, y también albergue para viajeros.

Deseoso Quiroga de llevar sus proyectos a la práctica cuanto antes, sin esperar la respuesta a su carta, busca dos docenas de indios cristianos y de vida honesta, compra en 1532 unas tierras a dos leguas de la capital, hace acopio de bastimentos para los indios que habían de dedicarse un tiempo a la construcción de casas, levanta una gran cruz y funda así su primer población indígena, dándole el nombre de Santa Fe.

Frente al pueblo, construye Quiroga un pequeño oratorio, para poder estar cerca de los indios. Allí ora, hace largas lecturas meditativas, estudia el náhuatl, y escribe los sermones que se habían de leer en la iglesia. La original experiencia de Santa Fe va adelante con gran prosperidad, llega a contar 30.000 habitantes, y da ocasión a que miles de indios reciban el bautismo, constituyan cristianamente sus matrimonios, se hagan ordenados y laboriosos, practiquen con gran devoción oraciones y penitencias, obras de caridad y cultos litúrgicos, al tiempo que en el hospital acogen a indios que a veces vienen de lejos, y ya convertidos, llevan lejos noticia de aquel pueblo admirable.

Escribiendo Zumárraga al Consejo de Indias (8-2-1537), trata de Vasco de Quiroga, todavía oidor, y habla del «amor visceral que este buen hombre les muestra a los indios»; en efecto, «siendo oidor, gasta cuanto S. M. le manda dar de salario a no tener un real y vender sus vestidos para proveer a las congregaciones cristianas que tiene…, haciéndoles casas repartidas en familias y comprándoles tierras y ovejas con que se puedan sustentar».

Conviene señalar, por otra parte, como lo hace Paulino Castañeda, que «para cuando Quiroga exponía su punto de vista, la idea de las reducciones era un clima de opinión y abundaban las Cédulas reales». Concretamente en Nueva España, nos consta la solicitud de fray Juan de Zumárraga para que «los pueblos se junten y estén en policía y no derramados por las sierras y montes en chozas, como bestias fieras, porque así se mueren sin tener quien les cure cuerpo ni alma, ni hay número de religiosos que baste a administrar sacramentos ni doctrinas a gente tan derramada y distante» (108-109). Y las disposiciones de la Corona española, ya desde un comienzo, sobre la conveniencia de agrupar a los indios en poblados -1501, 1503, 1509, 1512, 1516, etc.- fueron continuas (P. Borges, Misión 80-88).

Una utopía cristiana

El mayor mérito de Vasco de Quiroga está en haber soñado y realizado un alto ideal evangélico de vida comunitaria entre los indios. Acierta Marcel Bataillon, el historiador francés, cuando dice que «más que a una sociedad económicamente feliz y justa, aspira Quiroga a una sociedad que viva conforme a la bienaventuranza cristiana. O mejor dicho, no hace distinción entre los dos ideales.

Para él, como para otros, se trata de cristianizar a los naturales de América, de incorporarlos al cuerpo místico de Cristo, sin echar a perder sus buenas cualidades. Así se fundará en el Nuevo Mundo una «Iglesia nueva y primitiva», mientras los cristianos de Europa se empeñan, como dice Erasmo, en «meter un mundo en el cristianismo y torcer la Escritura divina hasta conformarla con las costumbres del tiempo», en vez de «enmendar las costumbres y enderezarlas con la regla de las Escrituras»» (Erasmo y España 821).

Diversos autores, y uno de los primeros Silvio A. Zavala, en La «Utopía» de Tomás Moro en la Nueva España, han estudiado la inspiración utópica de la gran obra de Vasco de Quiroga. Este tuvo, en efecto, y anotó profusamente la obra de Moro en la edición de Lovaina de 1516. Si lo tópico (de topos, lugar) es lo que existe de hecho en la realidad presente, lo utópico es aquello que no tiene lugar en la realidad existente, aunque sería deseable que lo tuviera. Quiroga cita a Moro, y hay sin duda numerosos puntos de contacto entre los planteamientos de uno y otro.

Pero en tanto que en la Utopía de Moro sólo hay una fantasía de ideales apenas realizables, de inspiración renacentista y sin huellas cristianas del mundo de la gracia -el único mundo en el que los más altos sueños pueden hacerse realidades-, los pueblos-hospitales de Quiroga tienen planteamientos muy realistas y netamente cristianos. La Utopía de Moro nunca se realizó, pero la de Quiroga, como veremos, tuvo numerosas y durables realizaciones, especialmente en Michoacán.

Por lo demás, la inspiración primaria del utopismo de Quiroga no viene de Moro, sino del Evangelio. No es un sueño impracticable, sino históricamente realizado. No se fundamenta sólo en las fuerzas de la naturaleza humana, sino principalmente en el don de la gracia de Cristo. En efecto, Vasco de Quiroga, ya en la primera exposición de su proyecto, en la carta del 14 de agosto de 1531, dice que una vez fundados los pueblos «yo me ofrezco con la ayuda de Dios a plantar un género de cristianos a las derechas, como todos debíamos ser y Dios manda que seamos, y por ventura como los de la primitiva Iglesia, pues poderoso es Dios tanto agora para hacer cumplir todo aquello que sea servido y fuere conforme a su voluntad».

Muchos de los misioneros que pasaron al Nuevo Mundo tenían estos mismos sueños, pero es probable que, al menos en sus formas de realización comunitaria, la más altas realizaciones históricas del utopismo evangélico fueron en las Indias los pueblos-hospitales de Vasco de Quiroga y las reducciones jesuitas del Paraguay, de las que en otra parte trataremos.

La región rebelde de Michoacán

En cuanto la segunda Audiencia fue arreglando las cuestiones más urgentes, pensó en afrontar otras que estaban pendientes de solución, y entre ellas la pacificación de Michoacán, región próxima a la capital, al oeste. La Real Audiencia eligió enviar como Visitador a don Vasco de Quiroga, que en Santa Fe y en otras ocasiones había mostrado grandes cualidades en su trato con los indios. Aún así, la empresa se presentaba como algo sumamente difícil.

En efecto, poco después de la caída del poder azteca, el rey Caltzontzin reconoció en Michoacán, sin resistencia armada, la autoridad de la Corona española, y pidió el bautismo, seguido de muchos de los suyos. Todo hacía pensar que la obra de la Corona y de la Iglesia en la región de los tarascos no iba a encontrar especiales dificultades. Pero en seguida se vinieron abajo tan buenas esperanzas, cuando Nuño de Guzmán, en los años terribles de su Audiencia, queriendo quizá emular las obras de Cortés, o deseando más bien destrozarlas, hizo incursión armada en aquella región, cometiendo toda clase de abusos y atropellos, apresando a Caltzontzin y a sus nobles, y exigiendo siempre oro y más tributos.

En el Proceso de residencia instruido contra Nuño de Guzmán en averiguación del tormento y muerte que mandó dar a Caltzontzin, rey de Michoacán, se recogen testimonios que narran en términos macabros cómo Guzmán, por su avidez de riquezas, mandó atarlo a un palo y quemarle los pies a fuego lento, en tanto que el rey repetía que «lo mataban con injusticia. Con lágrimas llamaba a Dios y a Santa María. Llamó a un indio, don Alonso, y le habló un poco», disponiendo que «después de quemado, cogiese los polvos y cenizas de él que quedasen, y los llevase a Michoacán… y que lo contase todo, y que viesen el galardón que le daban los cristianos, y que les mostrase su ceniza, y que las guardasen y tuviesen en memoria» (+Callens 35).

Tras este suceso horrible, muchos de los indios tarascos nada más quisieron oir de cristianismo, volvieron a sus ídolos, se internaron en bosques y montañas, y se mostraron dispuestos a la muerte antes que sujetarse a la Corona española. Y éste era el problema que Quiroga debía solucionar…

Pacificación de Michoacán

Vasco de Quiroga tenía ya 63 años cuando, haciéndose acompañar sólamente por un secretario, un soldado y algunos intérpretes, acomete la empresa de adentrarse en Michoacán, región apenas conocida, para ofrecer la paz y el Evangelio. Una vez en Tzintzuntzan, presentó sus respetos al jefe Pedro Ganca y a sus oficiales, saludándoles en el nombre del Rey de España. En prolongadas conversaciones, Quiroga les hace entender que la Corona deplora profundamente los crímenes hasta entonces cometidos allí, promete dar justo castigo a los culpables, y de nuevo ofrece su amistad. Los indios acogen con sorpresa y agrado aquella embajada tan llena de dignidad y buenos sentimientos. Y escuchan a Quiroga cosas aún más concretas:

«Sólamente tengo amor y afecto para con la nación indígena. Los mexicanos que vienen en mi compañía pueden testificar de esto y deciros cómo miles de personas viven en la actualidad felices en poblaciones que yo he edificado para ellos. Lo que hice en Santa Fe, deseo hacerlo aquí también. Pero necesito vuestra cooperación. Vuestra práctica de tomar varias esposas debe desaparecer. Debéis aprender a vivir felices con una sola mujer que os sea fiel, de la misma manera que vosotros le seáis fieles a ella. Debéis también renunciar a vuestros ídolos y adorar al único verdadero Dios. Esas informes masas que vosotros habéis fabricado con vuestras propias manos no pueden protegeros. No pueden protegerse ni a sí mismas. Traédmelas, de manera que yo pueda destruirlas y al mismo tiempo libertaros de las cadenas con que el demonio, príncipe de la mentira, os tiene atados» (R. Aguayo Spencer, Don Vasco de Quiroga. Documentos 46-47; +Callens 63-65).

Se difundió pronto entre los indios de Michoacán la propuesta pacífica y positiva que aquella alta autoridad hispana les hacía, y muchos la acogieron, empezando por el jefe Don Pedro, que de sus cuatro esposas despidió a tres y se casó con una solemnemente en la Iglesia. La personalidad de Don Vasco les resultaba desconcertantemente atractiva. En una ocasión en que algunos indios conversaban con él, y le contaban las vejaciones que habían sufrido en las incursiones de Guzmán, mostrándoles dibujos hechos en lienzos, quedaron conmovidos no sólo al comprobar que Quiroga entendía aquellos pictogramas, sino al ver que se echaba a llorar…

A los indios resentidos, que no se fiaban, sino que preferían seguir su vida nómada, Don Vasco trataba de persuadirles: «Si rehusáis seguir mi consejo, les decía, e insistís en esconderos en los bosques, muy pronto os vais a asemejar a las bestias salvajes que viven con vosotros. El Dios que hizo los bosques, también hizo los hermosos valles con sus resplandecientes lagos. Con un poco de cuidado y cultivo, vuestro suelo puede convertirse en uno de los más fértiles y proveeros de todo el alimento que necesitéis. Esta tierra es vuestra, es vuestra para que la gocéis bajo mi protección» (ib.).

Con la colaboración que algunos franciscanos y agustinos prestaron, acudiendo a la llamada de Don Vasco, en tres o cuatro años se logra la pacificación completa de Michoacán.

Ya entonces, en setiembre de 1533, antes del obligado regreso de Vasco a la capital, fundó un poblado-hospital con el nombre de Santa Fe de la Laguna, o de Michoacán, al norte de la laguna de Páztcuaro, quedando Rector de él Francisco de Castilleja, intérprete del tarasco. El poblado prosperó, y «no sólo proporcionaba instrucción y asistencia a los indios tarascos, sino hasta a los chichimecas mismos, tribus nómadas conocidas por su desnudez y agresividad. Acerca de estos últimos afirma Castilleja, tan pronto como en 1536, que hubo día en el que se hicieron cristianos en el hospital más de quinientos de ellos. Quiroga prosiguió atendiendo con especial cuidado a la conversión de los chichimecas, aun con posterioridad a su consagración, en 1538, como obispo de Michoacán» (Warren 34).


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.