Han venido nubarrones de falta de ganas, de pérdida de ilusión. Han caído chubascos de tristeza, con la clara sensación de encontrarte atado. Y, como colofón, te acecharon decaimientos, que nacen de una realidad más o menos objetiva: tantos años luchando…, y aún estás tan atrás, tan lejos. Todo esto es necesario, y Dios cuenta con eso: para alcanzar el «gaudium cum pace» -la paz y la alegría verdaderas, hemos de añadir, al convencimiento de nuestra filiación divina, que nos llena de optimismo, el reconocimiento de la propia personal debilidad.
¡Has rejuvenecido! Efectivamente, adviertes que el trato con Dios te ha devuelto en poco tiempo a la época sencilla y feliz de la juventud, incluso a la seguridad y gozo -sin niñadas- de la infancia espiritual… Miras a tu alrededor, y compruebas que a los demás les sucede otro tanto: transcurren los años desde su encuentro con el Señor y, con la madurez, se robustecen una juventud y una alegría indelebles; no están jóvenes: ¡son jóvenes y alegres! Esta realidad de la vida interior atrae, confirma y subyuga a las almas. Agradéceselo diariamente «ad Deum qui lætificat iuventutem» -al Dios que llena de alegría tu juventud.