Al abortuario de la ciudad XYZ llega Laura*, una mujer adulta pero no demasiado mayor. Tendrá unos 40 años. Con voz resuelta pide hablar con uno de los doctores, que ella sabe que trabaja ahí. Al fin le conducen al consultorio donde él atiende. Es el mismo lugar donde años atrás ella abortó a su primer hijo.
– Doctor Martínez*, es imposible que usted se acuerde de mí. Han pasado muchos años. En aquella ocasión, usted realizó un…
– Realicé lo que aquí se hace, estimada señora–interrumpe él, con gentil firmeza: interrupción voluntaria del embarazo. En nuestros archivos debe reposar la documentación que en su momento usted firmó con plena libertad.
– No vengo por eso. Vengo porque necesito otro aborto.
Él la mira con extrañeza. No hay la menor señal externa de embarazo en su cuerpo. Entonces le pregunta:
– ¿Está usted segura?
– ¿Segura de que quiero este otro aborto? Por supuesto, doctor. Pero es un aborto distinto…
– ¿Qué quiere decir? ¿Por el tamaño del feto?
– No. Yo quiero que me ayude a matar una voz.
– Disculpe, señora, pero no estoy para perder tiempo. ¿Quiere o no quiere un aborto?
Ella, como si no entendiera la pregunta, prosigue:
– La semana pasada fui con mi hermana al grado de secundaria de su hijo. ¿Sabe? Si mi hijo hubiera nacido, habría tenido la misma edad que mi sobrino. Si hubiera nacido, ese día se hubiera graduado. Si hubiera nacido, hubiera podido abrazarle, como hizo mi hermana con su hijo. No me hubiera quedado yo abrazando el aire, y oyendo esta voz que ahora usted escucha, y que me repite muchas veces: “Si tu hijo hubiera nacido… Si tu hijo hubiera nacido…”
El doctor se quedó mirándola, perplejo y muy incómodo. Ella terminó:
– Usted, que sabe mucho de abortos, ¿no sabe cómo se mata esa voz, para que yo pueda dormir tranquila? ¿Sabe matar esas voces, de miles y miles de mujeres, que no pueden impedir hacer sumas y restas todos los días? ¿O es que para que muera esa voz tengo que morir yo?
El doctor miró su reloj, y comentó fríamente:
– Su tiempo de consulta ha terminado, señora. Debo atender a otra persona.
Laura se levantó de su silla, y añadió con ademán de despedida:
– Entiendo. Es mi deber entonces advertir a esa otra mujer, joven, nerviosa, y confundida, como yo lo estuve un día, que nadie podrá matarle nunca esa voz. Ojalá usted un día la escuche, doctor. Adiós.
* Nombres ficticios.