Fray, me hicieron una pregunta: ¿Está bien que una señora que vive sola con un perrito y este se enferma, puede cancelar el estipendio de una Eucaristía por la salud del perrito? Dios te guarde y te traiga con salud. – M.C. (Ibagué).
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No debe celebrarse esa misa con esa intención, aunque tal vez haya algún lugar donde reciban el estipendio.
Una mascota supone un modo de amar que puede ser educativo pero que es incompleto. La mascota no configura un “tú” real sino que es más bien una prolongación del propio “yo.” A pesar de sus rasgos de “personalidad,” y de otros factores que nos hacen ver a las mascotas como semejantes a nosotros, es ante todo nuestra propia observación, y el lenguaje con que conectamos su comportamiento, lo que hace que los veamos tan humanos.
La realidad es que estos animales (y lo mismo vale para las plantas) son sólo espejos de aumento que nos permiten ver con detenimiento aspectos de nuestro propio ser. Por ejemplo: la delicadeza y destreza con que un ave hace su nido nos ayuda a reconocer el rasgo humano que lleva a cuidar de los niños, o por extensión, de otros seres desvalidos. La alegría con que el perro bate su cola al recibirnos en casa nos hace reflexionar sobre lo que significa acoger y ser acogido. Mas esos comportamientos animales (o incluso vegetales) no provienen propiamente de deliberación ni por eso son fruto de voluntad, sino de instinto: están “programados” en las condiciones genéticas y de maduración del animal. Al descubrirlos estamos descubriendo la naturaleza animal en la riqueza que le dio el Creador; no estamos descubriendo un genuino “tú.”
Por eso el amor a las mascotas (que tiene su valor y significado, por ejemplo, como recurso pedagógico) es, desde el punto de vista ético, una variación del amor a uno mismo. Ahora bien, el amor a sí mismo, dentro de ciertos límites, es razonable y hace bien. Si una persona tiene una vivienda en pésima condición, y ora pidiendo al Señor que le conceda un lugar más digno para habitar, creo que nadie criticará esa plegaria. Pero a la vez uno se da cuenta que una oración que no sale del ámbito de lo inmediato de mi necesidad de compañía o afecto tiene una cierta contradicción con el espíritu propio de ser comunidad, y de celebrar la liturgia. Imaginemos una eucaristía dominical, y el sacerdote anunciando la intención de la misa de 12: “En esta eucaristía vamos a orar para que nuestro estimado Jaime pueda mejorar su automóvil…” Aunque uno ve que es entendible que Jaime rece por ese auto de sus sueños, hay algo contradictorio o insuficiente en ese tipo de petición. Es lo mismo que sucede en el caso de las mascotas.
¿Cómo debería orar entonces la persona que, de manera muy explicable, sufre al ver la mala condición de salud o de vejez de su mascota? Desde la humildad, y con un corazón abierto a un bien mayor, podría decir palabras como estas: “Señor, tú me conoces. Tú conoces mi necesidad y circunstancias, y sabes cuánto bien, compañía y alegría ha traído este [animal]. reconozco que tu providencia me ha guiado en todo y que es un don tuyo experimentar que eres bueno en tus creaturas. Si es tu voluntad, yo recibo con agradecimiento que este [animal] mejore en su salud, como una expresión de tu consuelo. Haz también, te suplico, que mi corazón esté atento a todos los signos de tu misericordia y haz misericordioso mi corazón con mi prójimo y con toda creatura tuya. Por Jesucristo, Nuestro Señor. Amén.”