Fray Nelson, sin muchos años de matrimonio, aunque tampoco somos recién casados, me encuentro en una situación de frialdad hacia mi esposa, con la queme casé por la Iglesia. No hay nadie más en mi vida, y mi problema no es de adulterio aunque sí reconozco que a veces sueño con una relación que tenga más ritmo y, no sé, que tenga más sabor, o sea más excitante. No siento que mi esposa haga mucho por revitalizar la relación; ella parece un poco consumida por la rutina del día a día, como que no le hiciera falta ni más cercanía ni más fuego. ¿Qué se hace ahí? ¿Es normal, somos normales? ¿Es esto todo lo que cabe esperar de un matrimonio? – “Dudoso y Preocupado”
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Mi oración te acompaña…
Hace meses leí una interesante noticia que comparaba los matrimonios modelo “occidental” (digamos en Inglaterra) con los modelo “oriental” (digamos, en la India). Decía la noticia que nosotros los occidentales tendemos a sobrevalorar la pasión y el deseo, los cuales, necesariamente disminuyen, o , lo que es peor, cambian de foco y de objetivo.
No quiero idolatrar cómo son las cosas en otros ambientes culturales pero sí que me llamó la atención que el ingrediente pasional, instintivo, definitivamente no es lo primero en muchos lugares de la India o de otros sitios. por lo que vemos en la Biblia, tampoco parece que el pueblo de la Alianza haya considerado como gran valor sentir ese tipo de deseo o de fascinación “mágica.”
¿Qué es entonces lo que hace que esos matrimonios con menos ingrediente pasional duren más? La clave parece estar en aprender a valorar a la persona, y aún más, en “saber estar” cuando esa otra persona nos necesita. Esposos orientales decían que habían sentido dulzura y unión cuando habían encontrado solidaridad y apoyo en los momentos más oscuros o inciertos de su vida laboral o incluso de su salud. La ventaja además es que ayuda necesitaremos toda la vida; conversación y compañía necesitaremos toda la vida; mientras que pasión o deseo ni son de fiar ni duran tanto, ni saben guiar siempre bien.
Un buen consejo entonces es aprender a ser amigo; aprender a interesarse por el otro ser humano; aprender también a abrir el corazón sin pretender presentarnos ni como “hombres de hierro” ni como “dueños del mundo” del otro.
De nuevo, hermano: oro por ti.