La santa pureza la da Dios cuando se pide con humildad.
¿Qué hermosa es la santa pureza! Pero no es santa, ni agradable a Dios, si la separamos de la caridad. La caridad es la semilla que crecerá y dará frutos sabrosísimos con el riego, que es la pureza. Sin caridad, la pureza es infecunda, y sus aguas estériles convierten las almas en un lodazal, en una charca inmunda, de donde salen vaharadas de soberbia.
Hace falta una cruzada de virilidad y de pureza que contrarreste y anule la labor salvaje de quienes creen que el hombre es una bestia. -Y esa cruzada es obra vuestra.
Muchos viven como ángeles en medio del mundo. -Tú… ¿por qué no?
Cuando te decidas con firmeza a llevar vida limpia, para ti la castidad no será carga: será corona triunfal.
Me escribías, médico apóstol: “Todos sabemos por experiencia que podemos ser castos, viviendo vigilantes, frecuentando los Sacramentos y apagando los primeros chispazos de la pasión sin dejar que tome cuerpo la hoguera. Y precisamente entre los castos se cuentan los hombres más íntegros, por todos los aspectos. Y entre los lujuriosos dominan los tímidos, egoístas, falsarios y crueles, que son características de poca virilidad”.
La gula es la vanguardia de la impureza.
No quieras dialogar con la concupiscencia: despréciala.
El pudor y la modestia son hermanos pequeños de la pureza.
Sin la santa pureza no se puede perseverar en el apostolado.