56. Dios de las Misericordias

56.1. En el Nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo.

56.2. Hubo en los tiempos antiguos palabras de sublime grandeza. A través de la fe y del amor hoy es posible para ti unirte a esos momentos notables que hicieron de la Historia humana lo que hoy conoces.

56.3. Detente un momento, mi niño y amigo, y acompáñame a ese día en que una voz venida de más allá del mundo visible estremeció el corazón de tu padre en la fe, Abraham: «Vete de tu tierra, y de tu patria, y de la casa de tu padre, a la tierra que yo te mostraré» (Gén 12,1). En verdad te digo que ese día empezó, no sólo el recorrido de aquel peregrino, sino el camino de la humanidad entera. Con ese temblor de amor y sobresalto de Abraham empezaban los oídos humanos a acostumbrarse a la voz de Dios.

56.4. «No temas, Abraham,» le dice en otro momento, «Yo soy para ti un escudo. Tu premio será muy grande» (Gén 15,1). Y luego: «Yo soy El Sadday, anda en mi presencia y sé perfecto» (Gén 17,1). ¡Cuánto amó Dios a Abraham! Mira que después, cuando quiso mostrarse y manifestarse a ese pueblo elegido que apenas nacía, quiso llamarse “Dios de Abraham” (Gén 26,24; 28,13; Éx 3,6; 1 Re 18,36; Mt 22,32), ¡como añadiendo a modo de apellido el nombre de su amado peregrino!

56.5. Otro día maravilloso, más brillante que el sol, fue aquel del encuentro con Moisés. Que se deleiten tus oídos y salten de júbilo tus entrañas repasando estas palabras nacidas del poder más grande y de la piedad más tierna: «Habló Dios a Moisés y le dijo: “Yo soy Yahveh. Me aparecí a Abraham, a Isaac y a Jacob como El Sadday; pero mi nombre de Yahveh no se lo di a conocer. También con ellos establecí mi alianza, para darles la tierra de Canaán, la tierra en que peregrinaron y en la que moraron como forasteros. Y ahora, al oír el gemido de los israelitas, reducidos a esclavitud por los egipcios, he recordado mi alianza. Por tanto, di a los hijos de Israel: Yo soy Yahveh; Yo os libertaré de los duros trabajos de los egipcios, os libraré de su esclavitud y os salvaré con brazo tenso y castigos grandes. Yo os haré mi pueblo, y seré vuestro Dios; y sabréis que yo soy Yahveh, vuestro Dios, que os sacaré de la esclavitud de Egipto. Yo os introduciré en la tierra que he jurad o dar a Abraham, a Isaac y a Jacob, y os la daré en herencia. Yo, Yahveh.”» (Éx 6,2-8).

56.6. ¿Qué vivió aquel hombre, Moisés, humilde entre todos (Núm 12,3), cuando la palabra más potente que todo poder se adueñó de su alma y le consumió con ardentísimo fuego? Una palabra acompañada de la imponencia de sus obras, pues así lees que el nombre de Yahveh fue revelado ante todo con las obras de liberación de los israelitas: Éx 7,5.17; 8,18; 10,2; 14,4.18; 15,26; 16,12; 29,46.

56.7. El Nombre de Dios se revela en las obras de liberación de Dios. Por ello, cuando los israelitas son llegados al Sinaí, ya pueden entender los términos de esta alianza en majestad y belleza: «Yo, Yahveh, soy tu Dios, que te he sacado del país de Egipto, de la casa de servidumbre. No habrá para ti otros dioses delante de mí» (Éx 20,2-3).

56.8. Así como antes Dios quiso ponerse de apellido el nombre de su primer amado y elegido en orden a conformar su pueblo, es decir, el nombre de Abraham, ahora su nuevo apelativo es “El que te ha sacado del país de Egipto” (Éx 13,3; 16,6.32; 18,1; 20,2; 29,46; 32,11; Lev 19,36; 22,32-33; 25,38.55; 26,13; 26,44-45; Núm 15,41; Dt 5,6; Jue 2,12; 6,8).

56.9. Es importante que notes cómo el Deuteronomio da un paso más en este conocimiento del Nombre de Dios: las obras de liberación se convierten en señales de amor: «No porque seáis el más numeroso de todos los pueblos se ha prendado Yahveh de vosotros y os ha elegido, pues sois el menos numeroso de todos los pueblos; sino por el amor que os tiene y por guardar el juramento hecho a vuestros padres, por eso os ha sacado Yahveh con mano fuerte y os ha librado de la casa de servidumbre, del poder de Faraón, rey de Egipto» (Dt 7,7-8). Y este amor, que es vida para el amado, llega a ser el criterio de verdad: «Has de saber, pues, que Yahveh tu Dios es el Dios verdadero, el Dios verdadero, el Dios fiel que guarda la alianza y el amor por mil generaciones a los que le aman y guardan sus mandamientos» (Dt 7,9).

56.10. Y es así como el Nombre Divino, siendo siempre uno y el mismo, va como haciendo el camino del pueblo que ha amado y elegido. «En efecto, mirad que vienen días —oráculo de Yahveh— en que no se dirá más: “¡Por vida de Yahveh, que subió a los hijos de Israel de Egipto!,” sino: “¡Por vida de Yahveh, que subió a los hijos de Israel del país del norte, y de todos los países a donde los arrojara!” Pues yo los devolveré a su solar, que di a sus padres» (Jer 16,14-15; cf. 23,7-8). Así anunciaba Jeremías que las hazañas propias del retorno del Exilio iban a ser mayores incluso que la salida de Egipto.

56.11. Ezequiel, por su parte, muestra que estas proezas tienen su fuente no en las bondades del pueblo sino en la gloria de Dios (Ez 20,8-9.13-14). ¡Qué palabras tan duras hubo de decirles, para anunciar la verdad de la gloria y la gracia: «No hago esto por consideración a vosotros, casa de Israel, sino por mi santo nombre, que vosotros habéis profanado entre las naciones adonde fuisteis» (Ez 36,22)!

56.12. Quedó así bien claro que sólo Dios podía permanecer fiel y que su fidelidad era señal y fruto de misericordia. El Nombre Divino quedó entonces preciosamente ligado a la fidelidad y a la misericordia. Así pudo invocar Tobías: «Bendito seas tú, Dios de misericordias, y bendito sea tu Nombre por los siglos, y que todas tus obras te bendigan por siempre» (Tob 3,11). ¡Y mira cómo llegó a orar Daniel: «No, no nos apoyamos en nuestras obras justas para derramar ante ti nuestras súplicas, sino en tus grandes misericordias» (Dan 9,18)!

56.13. La manifestación última de esta misericordia es Jesucristo. Su Santa Madre lo recuerda, como resumiendo todas las bondades de Dios en la piedad que se muestra en su propio Hijo: «Acogió a Israel, su siervo, acordándose de la misericordia» (Lc 1,54); y Zacarías, el padre del Bautista, vencida la mudez de su incredulidad, lo canta con todas sus fuerzas: «Bendito el Señor Dios de Israel porque ha visitado y redimido a su pueblo, y nos ha suscitado una fuerza salvadora en la casa de David, su siervo, como había prometido desde tiempos antiguos, por boca de sus santos profetas, que nos salvaría de nuestros enemigos y de las manos de todos los que nos odiaban, haciendo misericordia a nuestros padres y recordando su santa alianza» (Lc 1,68-72).

56.14. Por eso la misericordia es como el Nombre definitivo de Dios, según proclama Pablo: «¡Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de los misericordias y Dios de toda consolación!» (2 Cor 1,3), pues «no se trata de querer o de correr, sino de que Dios tenga misericordia» (Rom 9,16), ya que «Dios encerró a todos los hombres en la rebeldía para usar con todos ellos de misericordia» (Rom 11,32), y «cuando se manifestó la bondad de Dios nuestro Salvador y su amor a los hombres, él nos salvó, no por obras de justicia que hubiésemos hecho nosotros, sino según su misericordia, por medio del baño de regeneración y de renovación del Espíritu Santo» (Tit 3,4-5). «Acerquémonos, por tanto, confiadamente al trono de gracia, a fin de alcanzar misericordia y hallar gracia para una ayuda oportuna» (Heb 4,16), «porque tendrá un juicio sin misericordia el que no tuvo misericordia; pero la misericordia se siente superior al juicio» (St 2,13).

56.15. Hoy déjame despedirme con las palabras del Apóstol: «A vosotros, misericordia, paz y amor abundantes; manteneos en la caridad de Dios, aguardando la misericordia de Nuestro Señor Jesucristo para vida eterna» (Judas 2.21)