También por lo que calla

Lo que más he disfrutado de la reciente encíclica del Papa Benedicto XVI es lo que no dice.

Cuando el Papa predicó al iniciar su pontificado, el 24 de abril del año pasado, los medios de comunicación esperaban que el Papa presentara su plan de gobierno; esperaban que aclarara de una vez por todas si iba a ser un continuista o un reformador; si palpitaba sólo con la Derecha o el Espíritu Santo le había devuelto algo del vigor y la audacia que se le atribuye como teólogo joven; si, en fin, estaba organizando cosas para una transición relativamente breve o si es que pensaba gobernar para largo tiempo y dejar su impronta personal marcada por muchos años.

A toda esta algarabía mediática Benedicto respondió con una frase críptica que los mismos medios no tuvieron otro remedio sino retransmitir: “Mi verdadero programa de gobierno es no hacer mi voluntad, no seguir mis propias ideas, sino de ponerme, junto con toda la Iglesia, a la escucha de la palabra y de la voluntad del Señor y dejarme conducir por Él, de tal modo que sea él mismo quien conduzca a la Iglesia en esta hora de nuestra historia.”

Mucho se ha dicho que Redemptor Hominisla primera encíclica de Juan Pablo II era una encíclica “programática.” Es natural pensar que Benedicto hará otro tanto. Pero, ¿qué clase de programa de gobierno es eso que dice él: “Mi deseo es insistir sobre algunos elementos fundamentales, para suscitar en el mundo un renovado dinamismo de compromiso en la respuesta humana al amor divino”? Sonrío pensando el despiste y desazón de los que esperaban que el Papa dijera si hay limbo, si los homosexuales pueden adoptar o si va a ser obligatorio el latín en la misa.

En realidad, el Papa está obrando con admirable sabiduría. Su agenda no se la tienen que hacer las expectativas del mundo ni los vaivenes de la llamada política eclesial. El Papa no tiene que hablar de lo que hoy se habla, sino más bien: hoy tendrá que hablarse de lo que el Papa predica. Por supuesto, esto requiere que su predicación tenga altura, hondura, amplitud, y, por qué no decirlo, belleza. De lo que le hemos oído, cabe esperar que esta primera encíclica cumple sobradamente con tales requerimientos.

Es sabio también levantar la mirada. Frente a los tres terribles “ismos” de nuestro mundo: pragmatismo, inmediatismo y consumismo, se saluda con gozo un discurso que brota con originalidad y frescura, a la vez que con calado y vigor. Aquello de mostrar que el eros no puede ser ni absolutizado ni condenado, introduce una distinción fundamental y marca un camino: purificar el amor. Quede eso dicho como abreboca mientras todos vamos leyendo y degustando las páginas que nos ha dado el Papa.