2. Visiones clásicas sobre la inteligencia
¿En qué quedamos: Deep Blue es inteligente o no? La respuesta depende de lo que se entienda por inteligencia. En ámbito anglosajón la definición operacional es la que parece prevalecer en la práctica: ser inteligente es resolver un problema. Por penetración de los medios, esta definición está en todas partes y es la responsable de que sea un lugar común decir que animales como los chimpancés o los delfines son inteligentes.
Desde el famoso hito de Daniel Coleman con su obra La Inteligencia Emocional, la noción de lo inteligente se ha enriquecido con perspectivas adicionales y puentes abiertos hacia otras áreas de la vida humana, como son precisamente las emociones, los sentimientos, nuestra relación con el cuerpo o las interacciones sociales. Todo ello sin embargo, sin salir del enfoque inicial: ser inteligente es resolver un problema. Lo que ha cambiado es el espectro de “problemas” a considerar. En este sentido, Coleman y sus escuela son menos revolucionarios de lo que parecen.
En cambio, para la tradición escolástica enraizada en Aristóteles y Santo Tomás, la inteligencia humana está vinculada con una facultad específica, la abstracción, es decir, la capacidad de considerar las cosas ya despojadas de las condiciones específicas de su acceso a nuestros sentidos. A través de la abstracción logramos conceptos, y al ver si son o no compatibles unos conceptos con otros, hacemos proposiciones o juicios. Al examinar la coherencia de unos juicios con otros podemos extraer conclusiones, o sea, razonar.
De un modo similar pero también con distinto acento, Xavier Zubiri afirma que nuestro sentir ya es inteligente. Las cosas llegan a nosotros con una “formalidad” distinta, es decir, no como simples estímulos. La formalidad “estimúlica” agota el campo entero del conocimiento animal, según este filósofo español. Nuestra formalidad es “de realidad.” Es ese modo de recibir las cosas el que hace que nuestras preguntas miren no sólo a lo que las cosas son “para mí” sino a que nos preguntemos qué son “en sí.” A un animal no le importa qué son las cosas; las cosas le importan en cuanto tienen que ver con sus necesidades o placeres. Millones de años no han logrado que ningún animal se pregunte por qué alumbran esas luces en el cielo nocturno o por qué cambian de posición. La vaca no se interesa por la esencia de lo que come; le interesa que es el estímulo que sacia su hambre.
Un tercer enfoque que entronca con esta gran tradición y a la vez la desborda en algunos aspectos, viene de Bernardo Lonergan. Lo que en Zubiri es la formalidad de realidad tiene su equivalente en lo que Lonergan llama “el puro deseo de saber.” La gran pregunta que ocupó muchos años a este filósofo y teólogo jesuita se enuncia con maravillosa sencillez: ¿qué estoy haciendo cuando estoy entendiendo algo?
De esa pregunta surgió su magna obra, Insight, que entre tantas cosas viene sobre todo a decir que la realidad no es un asunto de “ir a mirar.” La realidad no es un dato al principio de nuestro conocer; no es algo que “chequeamos” como quien da una mirada a ver si está lloviendo; lo que llamamos “realidad” va al final de un proceso que involucra varias operaciones: experimentar, entender, razonar, y que culmina, según él, en nuestra capacidad decidir. El motor de todo ese proceso, lo que nos empuja es ese deseo de saber, que no se sacia con otra cosa sino con el “ser.”
Estas tres visiones sobre la inteligencia enfatizan lo que tiene de más propiamente humano y “humanizante,” si podemos hablar así, en el sentido de aquello que nos hace ser humanos, en contraste con otras formas de vida.