No voy a decir que siento pesar por el hundimiento de la Constitución Europea porque no lo siento. El domingo pasado Francia ha dicho “NO” y eso significa que por ahora no hay Constitución. Si bien, como proyecto, es de lo más grande e interesante que se ha gestado en Occidente en las últimas décadas, es claro que no es suficiente ser grande para ser bueno, así que no haré luto.
Además, el proyecto de Constitución cuyo destino parece ya sellado, y que con su deceso deja las cosas como estaban en el Tratado de Niza (2001), ha sido criticado con fuerza por varias razones.
En primer lugar, se trata de un documento muy largo y complejo, de difícil lectura, lleno de términos técnicos y precisiones de detalle que escapan a la comprensión del común de los europeos. Sin embargo, se quería que los ciudadanos la acogieran. Los españoles lo han hecho; los franceses no. Cosa que en sí misma suscita preguntas: ¿fueron más estudiosos los españoles, más aplicados en la lectura y análisis de los cientos de páginas de la Constitución? Habrá que volver luego a ese punto.
En segundo lugar, este largo texto parecía demasiado preocupado por los asuntos económicos en desmedro de otras facetas de la vida, la tradición y el futuro de Europa. Crear un bloque inmenso es crear también apetitos inmensos de poder, y los diversos intentos de balancear ese poder tienen más o menos acogida de acuerdo con lo que cada quien desea. La Constitución trató a su manera de equilibrar tres lenguajes: (1) sostener una cierta igualdad entre los miembros de la Unión; (2) darle más representación al que tiene más habitantes; (3) respetar los privilegios de los grandes, es decir, ante todo: Alemania, Francia, Italia y Reino Unido. Un texto tan económico y político que a la vez quiere asegurar cómo se reparte el poder entre tantos no podía ser ni fácil de redactar ni fácil de digerir.
En tercer lugar, y relacionado con lo anterior, la Constitución quiso presentarse con vestido laico, o mejor laicista, hasta el punto de negar lo que es un hecho histórico: el papel del cristianismo en la construcción de lo que hoy es Europa. De esa manera pretendía Giscard d’Estaing, su principal arquitecto, que la religión no tuviera baza en el concierto de opiniones de la nueva Europa. No es maquiavélico suponer que la masonería sentía que por fin echaba a la Iglesia por la puerta de atrás, reducida a pasatiempo privado de mentes atrasadas y supersticiosas.
Las cosas no les salieron del todo bien. No porque llegara una oleada de fervor católico sino porque llegó Turquía y tocó a la puerta. Y antes de ella, millones de musulmanes han tocado a la puerta. Si a los cristianos se les puede olvidar quién es Cristo, a estos musulmanes no se les olvida tan fácilmente quién es Alá ni quién es su profeta. La neutralidad religiosa de la masonería y de Giscard d’Estaing es algo que lo entiende un cristiano pero no un musulmán. Para ser ateo práctico o agnóstico de corte masón, hay que haber sido cristiano, y los turcos no tienen esa tradición en su pasado.
Vino así a resultar esto: el texto propuesto hiere sin necesidad a una minoría de cristianos conscientes de su fe en Europa y a la vez deja sin resolver el tema de la integración cultural con los que llegan de otras religiones, y particularmente del Islam.
Y sin embargo no creo que la Constitución haya perdido en Francia debido a esas razones. El refrán dice que uno debe pensar globalmente y actuar localmente pero la verdad es que el ciudadano de a pie piensa y obra localmente: a los franceses les interesa Francia y a Chirac le interesaba gobernar y pasar con honores a la Historia.
La Constitución, dijo él en su alocución apasionada del viernes pasado, no es cosa de izquierdas o de derechas; es algo que implica “el futuro del país y de nuestros hijos.” Eso dijo el viernes, pero la Izquierda de su país no vio las cosas así en todo el proceso anterior. La Constitución era un proyecto del gobierno y por eso atacar a la Constitución se volvió un sinónimo de atacar al gobierno. El NO de la Izquierda no es un SÍ a una Europa más consciente de sus raíces y de las dimensiones supraeconómicas; es sencillamente un NO a Chirac, presupuesto ineludible para buscar espacio en el próximo reparto de poder.
Puede criticarse de miopía y parroquianismo a la Izquierda francesa, que se ha salido con la suya. O puede pensarse que es simplemente el resultado natural de las reglas de juego que el mismo Giscard d’Estaing y sus amigos han planteado: olvidémonos de la historia y saquemos a la religión de este tablero, han dicho ellos. El NO de la Francia muestra lo que se seguiría o se seguirá para Europa en ese escenario: pugna de poderes, campaña sucia, supervivencia del más fuerte, predominio de las emociones y egoísmos sobre la búsqueda del bien común. De hecho, si no hay un Dios o Dios no importa, lo único que importa es mi apetito y que cada quien se las apañe como pueda.
¿Y del SÍ español, qué decir? El tema en España fue abordado por sus obispos, empezando por el anterior presidente de la Conferencia Episcopal, Monseñor Rouco Varela. Mi teoría, que por supuesto no puedo probar, es que en ese país rechazar la Constitución se convirtió en un sinónimo de apoyar a la Derecha y a la Iglesia. El momento político español, con su rabiosa liberalización y ansias de vanguardia, no daba para ello. Triunfó, pues la abstención; pero dentro de los que votaron, ganó el SÍ.
¿Y ahora qué sigue para Europa? Debería seguir reflexión, reflexión serena. Y si somos creyentes, oración. La fe cristiana como la conocemos no puede darle la espalda a Europa, del mismo modo que Europa no puede o no debe darle la espalda a la fe cristiana. Es tiempo para orar y orientar fuerzas, de modo que nuevos líderes ayuden a encaminar los anhelos lícitos de integración europea, pero en un ambiente más sano y mucho más abierto a la vida y a la fe.