Una presencia “vigorosa” o “clara” de la salvación significaría una terrible ambigüedad: ¿escogemos servir a Dios por ser quien es o porque es un “buen negocio”? La experiencia ha mostrado que cuando las cosas marchan “demasiado” bien en las filas de los creyentes –por ejemplo, cuando ser creyente trae visibles privilegios, porque la Iglesia tiene posturas de poder en la sociedad– la fe verdadera se marchita y decae. Por el contrario, en tiempos de persecución, cuando parece casi una locura creer, la fe se purifica y ofrece testimonios altísimos de santidad.
De modo que no deberíamos esperar que después de Cristo las cosas se volvieran mágicamente pacíficas y maravillosas, porque la conversión de cada persona sucede en su propio momento y el proceso de llegar a amar a Dios no puede darse por descontado. La única señal –y es eso: una señal, que a veces se lee bien y otras veces no se alcanza a leer– es aquello que dijo el Señor a sus discípulos:
Un mandamiento nuevo os doy: que os améis los unos a los otros; que como yo os he amado, así también os améis los unos a los otros. En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si os tenéis amor los unos a los otros. (Jn 13,34-35)
De modo que es tarea nuestra, en cuanto creyentes, hacer patentes las señales del amor, aunque sin olvidar lo que advirtió el mismo Cristo:
Si el mundo os odia, sabéis que me ha odiado a mí antes que a vosotros. Si fuerais del mundo, el mundo amaría lo suyo; pero como no sois del mundo, sino que yo os escogí de entre el mundo, por eso el mundo os odia. Acordaos de la palabra que yo os dije: “Un siervo no es mayor que su señor.” Si me persiguieron a mí, también os perseguirán a vosotros; si guardaron mi palabra, también guardarán la vuestra. Pero todo esto os harán por causa de mi nombre, porque no conocen al que me envió. (Jn 15,18-21)
Sobre la expresión “Príncipe de la Paz,” me gustaría comentar dos cosas. Primera: la paz no significa ausencia de conflicto; más bien, Cristo era muy consciente de que su presencia causaría divisiones, y lo dijo abiertamente (Mt 10,34-36). En segundo lugar, la paz no está ausente de la vida del cristiano, ni aún en los momentos de más grave conflicto. No es una paz exterior, porque conflicto implica contradicción y enfrentamiento, pero sí es una paz heredada de la serenidad con que el mismo Cristo afrontó su propia pasión y oró por los que le crucificaban.