Una Carta Llena de Preguntas

“¡Ah! ¿Será que Dios ha permitido que todo me suceda porque me lo merezco? Luego, Dios da a cada uno su castigo, ¿entonces, por qué me pide a mí que perdone a mis enemigos cuando me hacen injusticia, si Él no me perdona a mí mis desvaríos si no me arrepiento? ¿Dios perdona a los que no se arrepienten? Tengo entendido que no. ¿Tengo yo que perdonar a los que me hacen daño y no me piden perdón? Tengo entendido que sí. Si Dios no perdona a los que no se arrepienten, ¿por qué tengo que perdonar a los que no me piden perdón? Si yo tengo que perdonar a los que no me piden perdón, y Dios no perdona a los que no se arrepienten, ¿por qué Dios me pide a mí que haga lo que Él no hace?”

Es bueno preguntarnos qué sucede cuando el perdón de Dios no se da. ¿Será porque Dios no quiere darlo? ¿Será porque su afán de castigar es tan grande que a veces se olvida de su compasión y se dedica a cobrarle a cada quien lo que debe?

Muy al contrario, lo que encontramos en la Escritura es que Dios es “tardo a la ira y rico en misericordia” (mirar por ejemplo Ex 34,6; Núm 14,18; Neh 9,17; Sal 86,15; y otros). Así que la experiencia de la gente que escribió la Biblia es que Dios “no nos trata como merecen nuestros delitos.” Ese texto hay que citarlo más completo:

Bendice, alma mía, al Señor, y no olvides ninguno de sus beneficios. El es el que perdona todas tus iniquidades, el que sana todas tus enfermedades; el que rescata de la fosa tu vida, el que te corona de bondad y compasión; el que colma de bienes tus años, para que tu juventud se renueve como el águila. El Señor hace justicia, y juicios a favor de todos los oprimidos. A Moisés dio a conocer sus caminos, y a los hijos de Israel sus obras. Compasivo y clemente es el Señor, lento para la ira y grande en misericordia. No contenderá con nosotros para siempre, ni para siempre guardará su enojo. No nos ha tratado según nuestros pecados, ni nos ha pagado conforme a nuestras iniquidades. Porque como están de altos los cielos sobre la tierra, así es de grande su misericordia para los que le temen. Como está de lejos el oriente del occidente, así alejó de nosotros nuestras transgresiones. Como un padre se compadece de sus hijos, así se compadece el Señor de los que le temen. Porque El sabe de qué estamos hechos, se acuerda de que somos sólo polvo. (Sal 103,2-14)

Es decir que la idea de que Dios anda contando las transgresiones para lanzar el zarpazo de su reproche y su lazo de castigo sobre nosotros no tiene que ver con el Dios en quien nosotros creemos.

Tú preguntas: “¿Por qué me pide a mí que perdone a mis enemigos cuando me hacen injusticia, si Él no me perdona a mí mis desvaríos si no me arrepiento?” Ello nos conduce al tema del perdón en sí mismo. ¿Qué es perdonar? ¿Es lo mismo perdonar nosotros a los enemigos (si no se han arrepentido de lo que nos han hecho) que perdonarnos Dios cuando no nos arrepentimos?

Creo que estamos hablando de dos cosas distintas, como se puede ver a través de una sencilla reflexión. ¿Qué pasa a una persona cuando no perdona? Muchas veces vemos que las consecuencias de no perdonar se vuelven en contra de la persona que no perdona. La amargura que se revuelve en el alma que busca como lograr un mal contra su prójimo termina envenenando al que no logra sacar de su mente el odio. Perdonar, en el caso de los seres humanos, es casi un acto de amor a nosotros mismos. Los psicólogos hablan del perdonar y “dejar atrás” como una higiene del alma. Así como el cuerpo que no se limpia de la mugre se enferma y deteriora, se afea y envilece, así el corazón que no se hace la limpieza del perdón se empobrece y se enferma. No perdonar, en el caso de nosotros los humanos, es hospedar al mal.

Es totalmente distinto el caso en Dios. El Señor no tarda en ofrecer su perdón, no porque necesite de nosotros, sino sencillamente que nos ama. Es extraño oírlo, al principio, pero es verdad: Dios no necesita de nosotros; no nos creó porque nos necesitara. Y esa es la gran diferencia con el caso del perdón humano: nosotros no somos creadores; sólo Dios es Creador. Por eso leemos en el libro de la Sabiduría: “Amas a todos los seres y no aborreces nada de lo que has hecho; si hubieras odiado alguna cosa, no la habrías creado” (Sab 11,24). El odio hacia la creatura, en cuanto creatura suya, es simplemente imposible en Dios.

Dios puede aborrecer nuestras obras, si son perversas, y por eso quiere que nos separemos de ellas, y por eso nos exhorta a través de los profetas:

Lavaos, limpiaos, quitad la maldad de vuestras obras de delante de mis ojos; cesad de hacer el mal, aprended a hacer el bien, buscad la justicia, reprended al opresor, defended al huérfano, abogad por la viuda. Venid ahora, y razonemos –dice el Señor– aunque vuestros pecados sean como la grana, como la nieve serán emblanquecidos; aunque sean rojos como el carmesí, como blanca lana quedarán. (Is 1,16-18)

Por consiguiente, cuando decimos que Dios “no nos perdona” no estamos diciendo que está tan enojado que necesita desquitarse, ni estamos diciendo que ha acumulado odio contra alguien, sino que precisamente porque desea nuestro bien y porque es nuestro único Creador desea separarnos de lo que nos destruye, no para bien suyo sino nuestro. Es normal entonces que, si nosotros escogemos no separarnos de eso que nos hace daño, es decir, si elegimos no arrepentirnos, ese daño permanece y se afianza en nosotros, y eso precisamente es el “castigo.” No es el fruto del odio de Dios hacia alguien que no le hizo caso, sino la consecuencia de la obstinación de alguien que no se separó de lo que le hacía mal.