“¿Qué podemos esperar de un Dios que mata a su propio Hijo para salvar a otros hijos a los que no les llegará esa salvación porque no creerán o no les importará que Dios mató a su Hijo por ellos? ¿Dios tiene que entregar a su Hijo para salvar a sus hijos? En verdad que racionalmente, el cristianismo es la religión más absurda que existe, ¿no cree?”
¿Qué podemos esperar? Eso te lo responde san Pablo:
El que no eximió ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos concederá también con El todas las cosas? ¿Quién acusará a los escogidos de Dios? Dios es el que justifica. ¿Quién es el que condena? Cristo Jesús es el que murió, sí, más aún, el que resucitó, el que además está a la diestra de Dios, el que también intercede por nosotros. ¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿Tribulación, o angustia, o persecución, o hambre, o desnudez, o peligro, o espada? (Rom 8,32-35)
¿Que suena absurdo? Seguramente. Antiguos predicadores y escritores cristianos, que llamamos “Padres de la Iglesia” gustaban de decir que la “locura” del amor vino a curar la locura del pecado. El “absurdo” de amarnos tanto vino a subsanar el absurdo de que le amemos tan poquito.
“Luego, ese Hijo muere para salvar el mundo y resulta que casi nadie se salva, el mundo cada día sigue peor de lo que estaba antes, y esa salvación entonces, ¿en qué consiste? ¿Podría alguien explicármelo? El Hijo muere para restituir todas las cosas con Dios, pero, ¿podría explicarme alguien cuáles son esas cosas que están restituidas con Dios? ¿Alguien lo puede ver en este mundo? El Hijo es el Príncipe de la Paz, ¿de cuál paz? ¿Cuándo ha reinado la paz en el mundo con Mesías o sin Él? Todo ha sido sometido a sus pies, ¿podría alguien definirme que es todo? Porque no veo mucho que esté sometido a sus pies este mundo.”
Tu pregunta o intervención me hace acordar de lo que dijeron los discípulos apenas se convencieron de verdad que Cristo sí había resucitado y estaba revestido de poder. Animosos y fortalecidos le preguntaron: “Señor, ¿restaurarás en este tiempo el reino a Israel?” (Hch 1,6). Ahí está la prueba, si hiciera falta, de la necesidad que todos tenemos de eso que expresas con vehemencia: ¿En dónde se ve la salvación realizada? ¿En dónde se ve que las cosas hayan sido restituidas en Dios?
Quisiéramos VER, constatar, comprobar. Tal vez nos gustaría tener pruebas de que nuestra opción de fe es la correcta; estar seguros de que no nos estamos equivocando. O tal vez nos agrada sentir que tenemos algo que mostrar a quienes pretendan denigrar de nuestras creencias. ¿Te imaginas lo maravilloso que sería decir “Aquí está el Reino de Dios. Ya veo que no hay razón para dudar y el que tenga dudas, ¡que vea cómo funciona de bien todo aquí!” ?
Sin embargo, el mismo Cristo nos enseñó algo importante con respecto a esa postura, según cuenta Lucas:
Habiéndole preguntado los fariseos cuándo vendría el reino de Dios, Jesús les respondió, y dijo: El reino de Dios no viene con señales visibles, ni dirán: “¡Mirad, aquí está!” o: “¡Allí está!” Porque he aquí, el reino de Dios entre vosotros está. (Lc 17,20-21)
¡Qué cosa tan extraña! Es el Rey de Reyes, y su reino “no tendrá fin,” según la expresión del credo, y sin embargo, ese reino no viene “con señales visibles.” Es una gran paradoja, pero también tiene su sentido, si lo pensamos bien.
El Reino de Dios es el de Dios, es Dios reinando. Y Dios reina allí donde se le sirve a Él como quiere ser servido, “en Espíritu y verdad” (Jn 4,24), según Él mismo dijo. ¿En qué consiste esa “verdad”? Hay muchas respuestas posibles y válidas. Una es esta: servir a Dios “en verdad” es servirlo no por lo que sacamos de ese servicio sino porque Él merece ser amado; no por los beneficios sino porque Él en sí mismo es bueno y digno de ser servido.
Es decir: en el Reino de Dios quien reina es Dios y ello se muestra sobre todo en preferirlo a Él, cumpliendo en realidad de verdad lo que pide y ordena el primer mandamiento de la Ley de Dios: “Ama al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas” (Dt 6,5), el mandamiento que también Jesús enseñó que era el más importante (Mt 22,37).
Preferir a Dios y ponerlo en primer lugar es sencillo cuando eso trae beneficios; es difícil en cambio cuando conlleva persecuciones, soledad, ataques o dificultades. Por eso, mientras estemos en esta tierra el Reino de Dios ha de permanecer un poco en penumbra y recubierto por el misterio.