La noche fue tranquila. Los amigos de Juventud Renovada me han hospedado en un hotel en Ontario. Este hotel pertenece a una cadena que se llama Ramada. La habitación es confortable, pero se nota que es un lugar de paso. Sin un automóvil no hay manera de movilizarse aquí. El transporte público casi no existe y todo queda a distancias muy grandes para ir a pie.
La verdad, uno no sabe si en este país los carros se hacen para facilitar las cosas a los habitantes o si las cosas se hacen para facilitar la vida a los carros. Es un mundo que resulta inconcebible sin automóviles. Uno entiende (que no significa que apruebe) por qué George Bush no podía ni puede aceptar las leyes ambientalistas que parecen cosa tan natural en Europa. Cada persona goza de libertad para moverse, y esa libertad se hace efectiva a través del automóvil. Un norteamericano verá cualquier restricción en el uso de su propio automóvil como una agresión a su libertad.
Ninguna autopista es suficiente. A la ciudad de Los Angeles llegan no sé cuántas autopistas, de cinco y más carriles de ancho, y no basta. Entre las tres de la tarde y las siete de la noche esas autopistas son inmensas procesiones de elegantes y poderosos vehículos, incapaces, sin embargo, de desplegar toda su elegancia o su potencia.
Y ciertamente estos norteamericanos aman los automóviles. No tengo cifras, pero mi impresión es que el volumen más grande de publicidad se lo llevan las fábricas de carros en todas las formas y tamaños, aunque con clara prelación por lo grande, lo cómodo, lo veloz y lo práctico.
Esa cultura del automóvil me deja en mi Ramada –mi hotel Ramada– como si estuviera en una enramada. Sin un auto soy más extranjero que si no hablara nada de inglés. Aunque no me siento mal, ni mucho menos. El clima es fresco, sin ser frío, y hay tiempo para descansar, orar y leer.