CUARTA CARTA A KEJARITOMENE

Amigos míos,

Hoy recuerdo que la primera carta a ustedes la escribí desde un aeropuerto; hoy les escribo en pleno vuelo.

Hace unos minutos hemos sobrevolado la ciudad de Milwaukee, luego cruzamos el río Mississippi y ahora mismo estamos sobre el estado de Iowa, a casi 11 kilómetros de altura. Este avión ofrece a cada pasajero los datos del vuelo; por eso sé que vamos a 10.668 metros sobre el nivel del mar, y que a esta hora y esta altura la temperatura afuera de la nave es de menos 55 °C. Viajamos a 751 Km./h, pero aún a esa velocidad faltan unas tres horas para alcanzar nuestro destino, la ciudad de Los Angeles. El cielo está despejado. Como vamos en dirección Este – Oeste, contraria a la rotación de la Tierra, el efecto es el de un atardecer prolongadísimo. Y aunque el sol incendia de rojo algunas nubes en la distancia, el paisaje en tierra es de un irremediable color blanco: este invierno se ha dejado sentir con toda su nieve en el Nordeste y el Norte de los Estados Unidos, de modo que los campos se ven solemnes y adustos. Es inevitable pensar en las familias que a estas horas disfrutan o padecen tanta nieve. Quiera Dios que tanto frío y tanta blancura no sean motivo de grave enfermedad o muerte para sus hijos.

Amigos, este es unos de los viajes más largos que he hecho en mi vida. Salimos de Dublín hacia las 9 a.m. y llegaremos a Los Angeles, con el favor de Dios, sobre las 2:30 a.m. de Dublín (6:30 p.m. de California). Son más de 17 horas, incluyendo las escalas, que han sido dos: una muy breve en el aeropuerto de Shannon, todavía en Irlanda, y otra un poco más larga en Newark, estado de New Jersey, ya en los Estados Unidos.

Diecisiete horas es bastante tiempo. A ratos uno duerme, a ratos lee, ve un poco de los videos que pasan, oye música, ora. Desde la altura no es difícil ponderar a boca llena la grandeza del Artista por excelencia: Dios, Nuestro Señor, que ha marcado con su sello de belleza y de grandeza todas las cosas. Después la oración se vuelve intercesión. Desde aquí recuerdo a mi familia y todas sus cuitas, y desfilan sin cesar los rostros de los amigos queridos, tan cercanos en el afecto, tan distantes en la geografía de este precioso planeta.

Comprenderán que es fácil sentirse solo.

A mi lado viaja una pareja relativamente joven, con su pequeño bebé. A estas horas, los tres duermen plácidamente y uno se acuerda de la noche de Navidad. Al fin y al cabo, está la nieve, que se asocia con el pesebre, y está una mamá y un papá, y está un lindo niño, que podría muy bien llamarse Jesús. Así que voy aquí con la Sagrada Familia. Estos dos papás se ven llenos de salud, gracias a Dios. Podemos imaginar que vuelven de vacaciones, quizá de visitar a los abuelos, y ya deben reintegrarse a sus trabajos en California. Tienen un proyecto de vida.

Otros a los que se les ve que tienen un proyecto de vida y una dirección clara son los ejecutivos y ejecutivas que van en este mismo vuelo. Abundan los laptop, hermanos o primos de este en que escribo. No es raro ver a jóvenes adultos sacar sus supercomputadores y supercalculadoras, y sus fárragos de papeles y cuadros y tablas llenas de cifras y colores: están aprovechando el tiempo para diseñar nuevas estrategias que seguramente producirán mucho dinero a sus empresas y mucho prestigio a sus autores.

Y así otras personas: una mamá que me habla con orgullo de su único hijo, a quien ahora va a visitar; una muchacha que quizá quiere probar suerte en las agencias de modelaje o de filmación del área de Hollywood; otra mujer, en cambio, muy sola en su expresión, con cara de recién separada –Dios me perdone si imagino demasiado– que lee y lee como ahogando en letras su frustración reciente, mientras ya parece prepararse para seguir adelante a como dé lugar. Todos tienen o parecen tener proyectos, y eso me hace preguntarme por mí mismo y por mi proyecto.

¿Qué hago yo aquí, 17 horas en avión, en un día a la vez tan largo y tan solitario? Estoy aquí por amor. Si le busco una explicación última al rumbo de mi vida lo que encuentro –y me alegra encontrarlo– es solamente eso: el amor. Fue el amor quien me trajo hasta aquí; será el amor quien me guíe ahora mismo y quien me conduzca a mi destino final.

En realidad, amigos míos, a cada uno lo mueve un amor. Esa pareja está junta porque se ha amado –y quiera Dios que se amen bien y para siempre–. Los ejecutivos aquellos son movidos por el amor del éxito, del ascenso, o qué se yo. A mí el amor de Jesús me puso en movimiento. Lo más bello, quizá lo único realmente bello que encuentro en la historia de mi vida es que Jesús me ha amado y que en su amor me ha dado la gracia de reconocerlo como Señor de mi vida para amarlo con lo que soy, imperfecto y todo.

Realmente, la paz que hay en mi alma es solamente esa: saber que su amor ha triunfado sobre mí. Todo lo demás que veo en mi vida, creo que materialmente todo, es cuestionable, es dudoso, es borroso, es inestable. Pero que Él me ha amado y que me ha concedido saber de su amor, eso permanece como una roca firmísima y como un manantial muy lindo de esperanza y de mucha paz.

Así que lo que quiero contarles y lo quiero cantar a estas nubes es que Dios nos ha amado; que no tomó en cuenta lo que éramos, sino lo que podríamos llegar a ser con su ayuda. Como un rebaño que se recoge a última hora de la tarde, un manto de nubes nos saluda en el estado de Nebraska. Son muchas, pequeñas y muy juntas, como ovejas que vuelven cansadas y contentas. A lo lejos, el sol parece saludarlas, o quizá las está llamando, a cada una por su nombre, como dijo Jesucristo.

Es la hora del ocaso. El cielo sobre nosotros toma un aspecto grave y profundo, como una palabra inmensa que no debemos dejar de oír. Ya no es el azul jubiloso que tuvimos a mediodía, sino este otro azul, muy oscuro y muy serio, que quiere que no olvidemos que el día se acaba y que la noche llega: la vida pasa y la muerte viene. Viene sin prisa, o no lo sabemos, pero digamos que viene sin prisa, porque sabe que ha de llegar. Cualquier cita podrá incumplirse menos la cita con la muerte. Y las ovejas se recogen a la voz del pastor, como nuestras vidas un día tendrán que dejar este sol y asomarse a la claridad infinita de la mirada de Cristo, el Sol que nace de lo alto, como lo llamó Zacarías.

Ya casi no se ve nieve. Las condiciones por esta parte del país son distintas a las que teníamos antes, por lo visto. El desierto de nieve no aparece pero otros desiertos se ven a lo lejos. La faz de la tierra se arropa en su cobija de oscuridades y así olvidamos que padece sequedad o que carece de vida. Pero Dios todo lo sabe y ya encontrará manera de bendecir lo que se ve y lo que no se ve, porque así es él con nosotros.

Hermanos y amigos, estaré unos quince días en este país y luego volveré a Irlanda. Me parece un poco duro salir de una misión y no tener el consuelo que siempre recibo al regresar, cuando los veo, cuando compartimos una plegaria, cuando cantamos juntos la alabanza divina o cuando retomamos el hilo de nuestros cursos. ¡Cuánta falta me hacen todos! En Irlanda no he podido predicar como quisiera, pero es que tal vez el Señor quería que yo aprendiera muchas cosas que si no es así no las aprendo. Que sea para gloria suya.

Espero enviarles pronto material de videos que de alguna manera nos ayudan a acercarnos entre nosotros pero sobretodo a buscar la dulce y bendita compañía de Nuestro Señor y Salvador. María, la Kejaritomene, la primera y perfecta discípula de Cristo, nos alcance bendición con su oración virginal y materna. A esta hora el horizonte se borra a lo lejos, mientras la tarde parece agonizar. Ya no se sabe dónde acaba la tierra y dónde empieza el cielo. Entonces es la hora de María, es la hora de Kejaritomene: en el vientre de María, cielo y tierra se fundieron un abrazo de amores.

Gracias por sus oraciones, mis hermanos; gracias por su amistad y sus expresiones de cariño.

¡Hasta pronto, con el favor de Dios!

Fr. Nelson Medina, O.P.