Cascada de alabanzas
Nada parecería más liberador que una sana y rotunda declaración de igualdad entre los seres humanos.
El próximo 10 de diciembre se cumplen 55 años de un hecho histórico. La entonces naciente Organización de las Naciones Unidas emitía su «Carta Magna» con aquella Declaración de los Derechos Humanos, básicamente una afirmación de “igualdades”.
¡Qué descanso leer por fin que no caben las discriminaciones por razón de la raza o la religión! ¡Qué alegría presentir el abrazo de los hermanos humanos que, más allá de las fronteras, se reconocen como iguales en su dignidad y sus derechos! Todo indicaría que la vida nos concedió asistir a un gran momento y que los países por fin le han dado una oportunidad al sentido común.
Por el contrario, ¡qué torpes y crueles se nos antojan ahora esos tiempos y esos lugares en que aún no se habían o no se han reconocido estos Derechos Fundamentales! ¡Con cuánto desprecio podemos reconstruir ahora los tiempos oscuros de otras eras que no conocieron el resplandor de racionalidad que nos ha tocado en suerte!
Podríamos continuar así: cantando alabanzas y lanzando invectivas. Pero hay algo que no funciona. Algo grave que no funciona en todo esto, y quisiera aportar algo para hacer ver eso que no funciona.
No tan iguales
Ante todo preguntémonos una cosa obvia, una de esas cosas que sólo preguntan los niños: ¿qué es una “declaración”?
Entre sus muchos significados podemos destacar dos: declarar es hacer ver algo que está, o declarar es formular un propósito, una política o criterio de acción. Lo primero es ontología; lo segundo, axiología.
Evidentemente la Declaración de la ONU tiene de ambas cosas: enuncia unos asertos que se supone que brotan del ser mismo del hombre, y esto es “ontología”, pero al enunciarlos establece unas prioridades de valor que limitan y encauzan el modo de actuar, y esto es “axiología”. Evidentemente, también, lo axiológico y vinculante depende de lo ontológico: porque afirmamos una dignidad del hombre en cuanto hombre, exigimos un respeto a esa dignidad en términos de economía, salubridad, justicia, etc.
Sobre esa base de conceptos, preguntémonos ahora por el género de igualdad enunciado en la Declaración de la ONU en 1948. La pregunta cabe porque nuestra experiencia más directa no es que «todos los seres humanos nacen iguales…». No se nace “igual” en un hospital de Berlín que en un barrial de Sao Paulo.
Se puede responder así: “hemos declarado sencillamente que el bebé de Berlín y el de Sao Paulo son iguales en su dignidad de seres humanos, y precisamente esa declaración nos hace ver la indignidad del barrial en que ha nacido aquel que se ve rodeado de una miseria que va a limitar todo su desarrollo posterior. De este modo nuestra Declaración se convierte en un instrumento incluso político de humanización”.
De acuerdo. Sigamos con nuestras preguntas infantiles: ¿Quiénes y por qué hacen esta Declaración? La respuesta está en el nombre de la Organización: se trata de las Naciones. Las Naciones se han unido para declarar los derechos de los seres humanos, con lo cual se han obligado también a hacer respetar esos mismos derechos en sus propios territorios y por sus propios gobiernos.
¿Gozan las naciones de la infraestructura, la soberanía y la autonomía necesarias para cumplir su propia palabra, empeñada ante la Asamblea de las demás Naciones Unidas? Esta pregunta también cabe porque es claro que toda declaración de derechos conlleva, por lo menos implícitamente, una formulación vinculante de deberes.
El problema en el caso presente es que los derechos son de los seres humanos y los deberes son de las naciones. No es obvio en absoluto que las naciones gocen de los derechos suficientes y estén suficientemente vinculadas a los deberes que les permitan reconocer y hacer respetar la dignidad ontológica afirmada en la Declaración que ellas mismas han suscrito.
Dicho con otras palabras: así como no son iguales el nacimiento del bebé de Berlín y el de Sao Paulo, tampoco son iguales las promesas de igualdad o de dignidad que pueden hacer los jefes de gobierno de Alemania y de Brasil, de Suecia o de Colombia. En realidad es muy probable que haya un vínculo entre las desigualdades de los bebés y las de los presidentes, ¿o no? No podemos suponer que por el hecho de estar sentados uno junto a otro en un gran salón de la ONU en Nueva York estos dos mandatarios se encuentran en condiciones realmente comparables en cuanto a lo que pueden prometer y “declarar”.
Una definición operacional de humanidad
Ahora bien, la Declaración hasta ahora vigente prescinde de estas diferencias que atañen a las posibilidades efectivas de reconocer la vulnerabilidad y/o deficiencia en los derechos de los individuos, así como los recursos reales, económicos o de otro género, con los que puedan subsanarse las eventuales contravenciones. El efecto final es lo que hemos visto en este último medio siglo: una declaración nominalmente halagadora pero espantosamente ineficiente. El balance es cruel.
Y lo de “espantosamente” no es exageración. Es que no es asunto únicamente de algún dictadorzuelo aquí o de un sátrapa allá. A través de los sofismas de la salud reproductiva, y de los así llamados derechos de la mujer o del niño, las Naciones Unidas se han ido convirtiendo en aliadas de una cultura que afianza cada vez más la comodidad egoísta de aquellos países que pueden darse el “lujo” de ser más iguales que el resto de la humanidad.
En concreto esto significa que las políticas de reproducción humana están o pretenden estar gobernadas por los criterios de conservación de las condiciones en que acceden las distintas naciones al foro de la ONU.
Este es quizá el núcleo del problema: una declaración de igualdad firmada en condiciones de desigualdad.
La consecuencia es que la �humanitas�, es decir, el hecho mismo de �ser humano� recibe su definición no de una elaboración filosófica sino de una definición �operacional�, como suele decirse hoy. Y la �operación� que indica qué significa humanidad es la mostración de la humanidad tal como acontece en aquellas naciones que tienen más derechos.
Porque en realidad es interesante ver que las mismas naciones que declararon la igualdad de los individuos declararon la desigualdad entre ellas mismas. Si un individuo dice que su voto pesa más que el de otro individuo, eso va contra la ONU, pero si una nación dice que su voto (por vía de veto) pesa por encima del voto de otra nación, eso sí es aceptable.
Con esto estamos admitiendo que hay unas naciones que tienen de facto el poder de definir qué quiere decir ser humano y por consiguiente hacia dónde debe dirigirse la humanidad. Viéndolo bien, entonces, no tiene nada de extraño que un modelo así haga colisión, tarde o temprano, con cualquier instancia que pretenda hablar sobre el ser del hombre y su destino último en la tierra.
¿Será que va a resultar que es imposible creer a fondo en las Naciones Unidas, tal como se autodefinieron en su origen, y creer a fondo en Jesucristo?