No sólo cayeron las torres
Más de dos años después, todavía resuenan las palabras del presidente George W. Bush: «O están con nosotros, o están con el terrorismo». Una afirmación esperada �podríamos decir� y muy fuerte, pero ambigua. Porque a lo largo de su histórico discurso ante el Congreso utilizó muchas veces la expresión “nosotros”, aunque con significados distintos en distintos momentos.
Esta ambigüedad tiene una raíz honda. A la pregunta “¿qué o quién fue herido con los atentados de septiembre del 2001?” no cabe dar respuestas sencillas. Más bien lo que encontramos es que, en la medida en que pasaron los días y los meses, los rostros del agredido y del agresor se difuminaron en una vorágine desafiante y compleja.
El discurso de Bush quiso presentar las cosas como en el viejo Hollywood: hay unos buenos, que además son inocentes, y unos malos, que además son crueles. El punto está en que esa raya se hizo prontamente confusa, incapaz de resistir análisis.
La inocencia, sobre todo, es todavía difícil de probar, tratándose de un país con una historia de intervenciones internacionales cuestionables o francamente nefastas; con unas cifras tan altas en producción y comercio de armas; con un sistema económico potente, egoísta e implacable hacia afuera; y con una capacidad sin par de difusión publicitaria de su propia economía del consumo y la trivialización.
Y se dio un fenómeno notable: al estruendo de la caída de las torres siguió pronto el clamor unánime de rechazo al terrorismo; pero menos de dos años después, una unanimidad comparable volvía a los noticieros y páginas web, aunque esta vez no para atacar a los enemigos de los Estados Unidos sino para criticar, con vigor global, su intervención armada en Iraq.
Hecho a subrayar, sobre todo porque debía resultar obvio y natural atacar un régimen de tan clara degradación moral y política como fue el de Hussein.
¿No es cosa notable entonces que una misma nación, predicando unos mismos ideales de libertad y democracia, convoque tanto apoyo y tanto rechazo?
Un cuestionamiento de esta clase obviamente no justifica los ataques terroristas, pero sí anuncia una lista larga de incoherencias del gigante americano, y por ello no extraña que las afirmaciones y acciones de los “malos” (del discurso de Bush) hayan tenido la suficiente perspicacia para sacar abundante provecho de ello.
Un velo se ha rasgado, por así decirlo, y los medios de comunicación no han tenido otra opción que empezar a enseñarnos que en el mundo existen unos cuantos millones de personas que no comparten lo que para Bush o para ese “nosotros” puede ser “obvio”. Lo obvio se ha muerto.
En efecto, con el concreto de las Twin Towers voló en pedazos también una parte importante de lo que podemos llamar nuestra “ingenuidad cultural”. Lo obvio ha quedado roto y no se va a recomponer en mucho tiempo, eventualmente décadas o siglos.
Ingenuidad es el “nosotros” de George W. Bush, porque supone que la libertad, la civilización �y quizá Dios mismo� sólo pueden existir en el conjunto de versiones que a nosotros nos resultan “obvias”. Las cámaras de televisión disconfirman día por día esta suposición, y nos devuelven a la tarea de encontrarnos con otro tipo de lealtades, otro tipo de códigos interpersonales, otro tipo de hombre, de mujer y de sociedad.
La lealtad posible
Me atrae especialmente el concepto de lealtad. Una guerra no es una edición del caos, sino el encuentro de dos lealtades. Y la lealtad implica la capacidad de ir más allá de los intereses individuales en favor de un interés más amplio, por ejemplo el de la patria o el de la fe.
Esto en sí mismo es interesante porque Occidente �todo lo que a veces es caracterizado como “postcristiano”� es hoy por hoy un himno a la gloria, el provecho y el confort del individuo. El consumo, motor indiscutido del progreso de Occidente, depende de la decisión virtualmente libre de gastar dinero para obtener bienes y servicios.
Mas he aquí que una bofetada cruel revela los límites de ese cimiento: para defendernos del terrorismo necesitamos desempolvar unos valores para los que carecemos, como conjunto de naciones, de una justificación única y vinculante. Es decir: estamos compactos en lo que no queremos, pero realmente disgregados en las razones para no quererlo.
Mientras que nosotros los occidentales tenemos sólo la cohesión “virtual” de lo que no debería ser, el Islam, por ejemplo, exhibe una notable cohesión real sobre lo deseable. El Islam tiene un Dios a quien entregarle la tierra; Occidente ya no lo tiene.
Lo que va quedando apenas aruña la superficie: es el estilo de las calcamonías “God bless America”, que, como una burla sutil, aluden sin fuerza a la extraña alianza en la que de hecho agoniza este Occidente postcristiano.
Aquí se supone que Dios es tan grande que puede ser invocado públicamente para que proteja, pero tan poco importante que no merece ser públicamente honrado y alabado. La sociedad que invoca a Dios no lo honra. En este sentido es mucho más lógico el sistema musulmán.
Otro aspecto de la lealtad puede deducirse de los modos de defensa y ataque. Occidente apela a la tecnología; Al-Qaeda al desierto. Y por lo visto, ambos tienen fuerza. Los satélites rastrean a individuos… cuyas ideas y sueños hace rato vuelan impunes y consiguen nuevos adherentes. El ejército de los aliados tal vez logre finalmente eliminar a Bin Laden… para comprobar que ya ha engendrado a decenas o cientos de nuevos Bin Laden.
Una cosa queda clara: el sistema que despide a centenares de miles o los condena a medidas económicas inhumanas necesitará llenarse de muy buenas razones para explicar a un número global de personas que todo ello es lo más civilizado y sano para todos.
Es decir: Bin Laden, e incluso Hussein, o sus simpatizantes, pueden ganar a la larga por vía de “autogol”, a medida que el número de sacrificados llega a constituir una mayoría que se siente hastiada cuando se le pretende enseñar cuáles son sus enemigos.
El sueño individualista, pues, ha quedado sepultado en Manhattan y una pregunta sobre todo nos queda: ¿tiene Occidente el vigor interno necesario para construir un sueño común que congregue a sus hijos adormilados en las mieles del consumismo narcicista?