En una primera impresión, no hay dos cosas más disímiles que la democracia y el terrorismo. La primera es, o se supone que es, la casa de la Razón; el segundo, en cambio, es, o se supone que es, el basurero del odio y la locura.
Sin embargo, hay algo terriblemente irónico, que no podemos excusarnos de reflexionar frente al avance global del terrorismo –porque el terrorismo, para no quedarse atrás, se ha globalizado.
¿Qué predica la democracia? Igualdad. Recuerdo cuando escuché por primera vez a mi padre decir, con tono que caló en mi ánimo: “… y tanto cuenta el voto del más humilde campesino, como el voto del presidente de la república.”
Salvo fraudes electorales que no vienen al caso en esta reflexión, eso es verdad, desde luego; pero, como decía un humorista hace pocos días en algún diario español, “tenemos el poder soberano de votar; pero, aparte de eso, no tenemos nada.” Es una exageración, obviamente, porque sin exageraciones no hay humor, pero apunta a algo muy cierto: el humilde campesino “vale tanto” como el presidente a la hora de las urnas, pero después ya no vale tanto. Después de las elecciones la mayor parte de la gente no puede siquiera hacer oír su voz.
Bueno, en teoría la democracia ofrece los canales para que todas las voces sean escuchadas. Los partidos políticos, las oficinas de fiscalización de dineros y los estamentos mismos de la justicia en sus diversas formas son caminos que en principio están abiertos a todos en una democracia sana. Y hay otros medios: marchas, protestas, acción sindical, recurso a la prensa… incluso el humor mismo.
Pero todos esos canales, consagrados por la legitimidad del establishment, tienen varios obstáculos que en la práctica resultan insalvables. Lo básico aquí es que la democracia, como tal, es un sistema político, pero lleva adosados unos supuestos económicos que en cierto modo neutralizan todo el discurso bello sobre la igualdad (y también sobre la libertad y la fraternidad, por si acaso).
¿Cuánto vale hacer una marcha que tenga incidencia social? Porque yo puedo salir y marchar solo, pero la gente no sabrá si voy al mercado o si es cosa de tiempo para que me metan en una clínica de reposo. Y aun en ese supuesto, ¿quién pagará el sueldo del que salió a marchar solitario en contra de las injusticias de la vida? Así resulta que la consideración económica más elemental frena las expresiones democráticas que podrían quizá ser más originales o más verdaderas. De hecho, la verdad no es lo más interesante ni lo más fuerte en una democracia. El asunto, admitámoslo, no tiene salida fácil, porque tampoco vamos a subsidiar toda protesta o toda marcha.
Se dirá que siempre existe la posibilidad de ir reclutando gente para tu causa. Eso es cierto, y tiene su grado de eficacia, especialmente desde que Internet y el correo electrónico han acelerado la comunicación entre los posibles simpatizantes. Pero en este otro escenario el problema es el tiempo. ¿Cuánto tiempo requiere organizar un partido político? Y de nuevo: ¿quién invertirá su plata en semejante proyecto, sin viciarlo, además?
Por contraste –un contraste detestable pero realísimo– el terrorista se hace oír. Bush dice que el mundo es ahora un lugar más seguro, y una semana de atentados, a una fracción de costo de lo que habría que pagar por un minuto de televisión en los Estados Unidos, lo desmiente. El precio en vidas es espantoso; la ética ha sido pisoteada; ningún racional aprobará la muerte de inocentes, pero… por fin el campesino de Arabia se deja oír al mismo volumen que su Jefe Global.
Debe sobrar que aclare que yo en ningún caso apruebo la muerte de inocentes. Pero la democracia ciertamente lo aprueba. Si una mayoría de congresistas dicen que se puede descabezar a fetos con seis meses de vida para sacarlos a pedazos de la matriz, eso es democracia. Y si así mueren centenares de inocentes, eso es democracia; pero si un grupo político extremista y disidente hace visible la muerte, eso es terrorismo, y es abominable (y claro que sí lo es).
Yo propongo que miremos la violencia de la democracia occidental, esa que supedita las vidas a la tiranía de los números en una votación parlamentaria, y pido que la miremos como contrapartida y abono a otras formas de violencia, incluido el terrorismo.
No es sólo la cuestión de los abortos, que debería bastar para nuestra reflexión. Es el tema también de las políticas económicas internacionales, de los préstamos “amarrados”, de las condiciones de pago en los mercados globales, y de los intereses de deuda entre países o regiones enteras. En el sistema de cosas actual, todo eso puede hacerse “limpiamente”, “democráticamente”… y también catastróficamente. Las decisiones así tomadas a menudo lanzan a millones de personas hacia la pobreza, el hambre, una vida de deudas impagables, un futuro oscuro o infernal. Eso es violencia.
Propongo que descubramos, antes de que sea demasiado tarde, que necesitamos algo mejor que el matrimonio entre liberalismo económico y democracia política. No pido ni deseo que volvamos a ningún pasado, sea “glorioso” o “innoble”. Pido que admitamos con humildad sabia, que este modelo genera muertos, y que no todos los muertos pueden esconderse en las bolsas negras de los hospitales abortistas.