El Camino de una Palabra

Hace algo más de cuarenta años, el Papa Juan XXIII echó a rodar una palabra que cobró inmensa importancia y que se convirtió en punto de referencia para la mayor parte de la vida de la Iglesia durante el Concilio Vaticano II y después de él. Estoy hablando, desde luego, del aggiornamento.

El aggiornamento es la “puesta al día” de la Iglesia. Mas será bueno dejar que hable quien convocó este Concilio, porque es interesante ver la distancia entre la mente de Juan XXIII y los hechos que se sucedieron después.

¿Qué era lo que quería Juan XXIII?

Decía el Papa en la sesión inaugural del Concilio Vaticano II, el 11 de octubre de 1962 (Gaudet Mater Ecclesia, n.5):

El supremo interés del Concilio Ecuménico es que el sagrado depósito de la doctrina cristiana sea custodiado y enseñado en forma cada vez más eficaz. Doctrina, que comprende al hombre entero, compuesto de alma y cuerpo; y que, a nosotros, peregrinos sobre esta tierra, nos manda dirigirnos hacia la patria celestial. Esto demuestra cómo ha de ordenarse nuestra vida mortal de suerte que cumplamos nuestros deberes de ciudadanos de la tierra y del cielo, y así consigamos el fin establecido por Dios.

Y más adelante:

Para que tal doctrina alcance a las múltiples estructuras de la actividad humana, que atañen a los individuos, a las familias y a la vida social, ante todo es necesario que la Iglesia no se aparte del sacro patrimonio de la verdad, recibido de los padres; pero, al mismo tiempo, debe mirar a lo presente, a las nuevas condiciones y formas de vida introducidas en el mundo actual, que han abierto nuevos caminos para el apostolado católico.

razón la Iglesia no ha asistido indiferente al admirable progreso de los descubrimientos del ingenio humano, y nunca ha dejado de significar su justa estimación: mas, aun siguiendo estos desarrollos, no deja de amonestar a los hombres para que, por encima de las cosas sensibles, vuelvan sus ojos a Dios, fuente de toda sabiduría y de toda belleza; y les recuerda que, así como se les dijo ‘poblad la tierra y dominadla’ (Gén 1,28), nunca olviden que a ellos mismos les fue dado el gravísimo precepto: ‘Adorarás al Señor tu Dios y a El sólo servirás” (Mt 4,10), no sea que suceda que la fascinadora atracción de las cosas visibles impida el verdadero progreso.”

Notemos que el Papa parte de un supuesto, que no es difícil confirmar en otros escritos suyos: la Iglesia tiene una verdad que ofrecer al mundo. La razón por la que habla de un Concilio que no tendrá que discernir cuestiones de doctrina es porque el Papa siente que la doctrina está clara, y que lo que hace falta es un corazón compasivo y avisado, a la vez, que sepa aprovechar los adelantos en el orden de las comunicaciones para brindar al mundo de modo nuevo la noticia siempre nueva de la fe que nos salva.

Por eso decía ya en la Constitución Apostólica Humanae Salutis, n. 6, cuando promulgaba la realización del Concilio:

Ante este doble espectáculo, la humanidad, sometida a un estado de grave indigencia espiritual, y la Iglesia de Cristo, pletórica de vitalidad, ya desde el comienzo de nuestro pontificado – al que subimos, a pesar de nuestra indignidad, por designio de la divina Providencia – juzgamos que formaba parte de nuestro deber apostólico el llamar la atención de todos nuestros hijos para que, con su colaboración a la Iglesia, se capacite ésta cada vez más para solucionar los problemas del hombre contemporáneo.

Tenemos aquí, no la mirada angustiada de un hombre que ve que el mundo se fue delante y “el tren de la historia dejó a la Iglesia”, sino un pastor compasivo que sabe que la esencia del mensaje de salvación está a buen recaudo en la Iglesia pero que esta Iglesia necesita aprender, por así decirlo, el “lenguaje” del mundo, como acto de compasión hacia el mundo.

Esto queda claro también en las palabras de apertura del Vaticano II, en la misma Gaudet Mater Ecclesia, n.7:

La Iglesia Católica, al elevar por medio de este Concilio Ecuménico la antorcha de la verdad religiosa, quiere mostrarse madre amable de todos, benigna, paciente, llena de misericordia y de bondad para con los hijos separados de ella. Así como Pedro un día, al pobre que le pedía limosna, dice ahora ella al género humano oprimido por tantas dificultades: ‘No tengo oro ni plata, pero te doy lo que tengo. En nombre de Jesús de Nazareth, levántate y anda’ (Hch 3,6). La Iglesia, pues, no ofrece riquezas caducas a los hombres de hoy, ni les promete una felicidad sólo terrenal; los hace participantes de la gracia divina que, elevando a los hombres a la dignidad de hijos de Dios, se convierte en poderosísima tutela y ayuda para una vida más humana; abre la fuente de su doctrina vivificadora que permite a los hombres, iluminados por la luz de Cristo, comprender bien lo que son realmente, su excelsa dignidad, su fin.

El tren de la historia

Todo esto es bien interesante, porque luego ha habido muchos que, nombrándose voceros del espíritu renovador de Juan XXIII, sí han presentado a la Iglesia en jadeante y fatigosa carrera por alcanzar al mundo, como si fuera ella la necesitada y el mundo su salvador.

Cosa que sucede no sólo a laicos o sacerdotes con aire de intelectuales: hace tres años, los Señores Obispos de la Comisión Episcopal de Medios de Comunicación Social de España escribían que “nos queda, sin embargo, todavía un largo camino por recorrer, si queremos estar a la altura del momento y no perder el tren de la historia.“.

Los más enfáticos, sin embargo, suelen ser los teólogos. Para la muestra, Juan J. Tamayo, en un Encuentro Internacional para la Renovación de la Iglesia Católica, en Madrid, septiembre de 2002:

Un Concilio sería una gran oportunidad para retomar el tren de la historia e invertir la actual tendencia hacia la restauración eclesiástica por la de la renovación. Para ello lo primero que hay que cambiar es el escenario de celebración. Los dos últimos Concilios tuvieron lugar en Roma en correspondencia con la centralidad del catolicismo romano en el mundo. Hoy, sin embargo, el catolicismo tiene un rostro multicultural, multiétnico, multirracial y multirreligioso. De ahí que el Vaticano no me parezca el lugar más adecuado para el nuevo Concilio. Me inclino, más bien, por un lugar del Tercer Mundo; América Latina, por ejemplo, que cuenta con un vigoroso cristianismo profético expresado a través del compromiso de los cristianos y cristianas comprometidos con las mayorías populares, el dinamismo de las comunidades de base y la pujanza de la teología de la liberación.

¿Qué entendía Juan XXIII por aggiornamento?

¿Compartiría Juan XXIII el punto de vista de Tamayo? El 13 de Noviembre de 1960, es decir, ya varios meses después del primer anuncio, pero aun faltando mucho en el proceso de preparación, el Papa Juan XXIII explicaba cuál era el sentido de la novedad del Concilio:

Todo lo que habrá de hacer el nuevo Concilio Ecuménico se endereza a restaurar en todo su esplendor las líneas simples y puras que el rostro de la Iglesia de Cristo tuvo en su comienzo, y a presentar este rostro como su Divino Fundador lo plasmó: sine macula et sine ruga. El camino de la Iglesia a través de los siglos aun está lejos de aquel punto en que será llevada a su triunfo eterno. Por ello, el objetivo más alto y noble del Concilio Ecuménico (cuya preparación apenas empieza y por cuyo éxito el mundo entero está orando) es hacer una pausa para estudiar con amor la historia de la Iglesia y para tratar de redescubrir las trazas de su juventud llena de vida, y reconstruirlas de modo que muestren su poder sobre las mentes modernas, que son tentadas y engañadas por las falsas teorías del príncipe de este mundo, el adversario, abierto o escondido del Hijo de Dios, el Redentor y Salvador.

Y en el mismo año de la inauguración, en su Carta Apostólica Oecumenicum Concilium, del 28 de abril de 1962, vuelve sobre el mismo tema, aludiendo expresamente a la actualización o �aggiornamento�:

El esfuerzo de aggiornamento en la vida de la Iglesia, el conjunto de las distintas leyes y disposiciones que serán adoptadas o reexaminadas en las solemnes asambleas [del Concilio Vaticano II], sólo pretenden esto: que Cristo sea conocido, amado, imitado, con generosidad siempre creciente. �Es preciso que él reine� (1 Cor 15,25): sólo él ha de ser la aspiración constante de nuestra vida, hasta en las cosas más pequeñas; sólo como él hemos de vivir, porque sólo él tiene �palabras de vida eterna� (Jn 6,69). La celebración del Concilio no tiene otro objetivo, ni tampoco la renovación espiritual que, por la gracia divina, habrá de seguirle.

* Está claro, pues, que no se trata de perseguir al mundo, ni tampoco de mendigar del mundo lo que sólo Cristo, el Cristo de la Pascua, puede dar a la Iglesia, según aquello de 2 Pe 1,3: “su divino poder nos ha concedido todo cuanto concierne a la vida y a la piedad, mediante el verdadero conocimiento de aquel que nos llamó por su gloria y excelencia.

* Ahora bien, este mundo tiene también sus bienes, y no puede en justicia ser condenado en bloque, ni presentado sólo bajo aspecto de su indigencia o su maldad. La Iglesia ha de aprender, más que de él, de Dios Creador que ha dejado semillas de bondad por doquier, según el criterio de San Pablo: “todo lo que es verdadero, todo lo digno, todo lo justo, todo lo puro, todo lo amable, todo lo honorable, si hay alguna virtud o algo que merece elogio, en esto meditad. Lo que también habéis aprendido y recibido y oído y visto en mí, esto practicad, y el Dios de paz estará con vosotros.” (Flp 4,8-9)

* Por último, queda claro también que la Iglesia, en la mente de Juan XXIII, se siente abundar en una vida que no merece pero que realmente posee, la vida de la gracia, y que es su derecho y su deber, en razón de misericordia, ofrecer esa vida al mundo que la necesita, según escribió Pablo: “puesto que tenemos este ministerio, según hemos recibido misericordia, no desfallecemos; sino que hemos renunciado a lo oculto y vergonzoso, no andando con astucia, ni adulterando la palabra de Dios, sino que, mediante la manifestación de la verdad, nos recomendamos a la conciencia de todo hombre en la presencia de Dios.” (2 Cor 4,1-2)