(Reflexión de Fr. Erico Macchi, O.P., ante el féretro de Ciríaco, abuelo de uno de nuestros frailes)
La mera mención de la palabra muerte nos provoca temor. Quizá olvidamos que somos algo más que materia y que morir es la última aventura que nos ofrece la existencia, la postrera ocasión de mostrar el amor que une al que parte y a los que continuamos. Aunque ese adiós acaso no sea definitivo, él ha experimentado la paz que procura Dios en su infinito amor y ha adquirido la conciencia de lo que sucede más allá del mundo material que se abandona.
Los acompañamos en el sentimiento. Hemos visto partir a un ser muy querido, muy valioso. Pero es la voluntad de Dios que aun con dolor abandonemos nuestra historia para entrar definitivamente en el seno del Padre. La vida no es más que un estado embrionario, una preparación para la verdadera vida en Cristo, de ahí que se pueda afirmar que el hombre no nace del todo hasta que muere. Entonces ¿Por qué lamentar que haya nacido un nuevo niño entre los inmortales, que un nuevo miembro se haya incorporado a su venturosa sociedad?.
Esencialmente somos un misterio. Un acto de amor y benevolencia de Dios que nos invita a peregrinar, sirviendo, sintiendo, construyendo y especialmente amando. Esas son nuestras tareas en los días de la existencia. Pero no terminan aquí, en la limitación de nuestro frágil y vacilante camino. En algún momento, justamente la muerte nos permitirá hallar plenitud más allá del dolor, la angustia y los temores.
Ciriaco, nuestro amigo, esposo, padre y abuelo y todos nosotros estamos invitados a un banquete en otra parte, una fiesta de gozo que va a durar eternamente. Su silla ya está siendo ocupada, pues, se ha ido antes que nosotros.
No podemos continuar juntos, pero ¿Por qué afligirnos por eso, si pronto vamos a seguirlo, y sabemos dónde encontrarlo, y que él nos está esperando?


Fergal sufría de una artritis deformante desde su juventud. Le fue detectada no mucho después de su ordenación sacerdotal. El dolor casi constante y las limitaciones propias de la enfermedad le acompañaron hasta los 76 años que tenía al momento de partir. Pero la artritis no frenó ni su inteligencia sobresaliente, ni su corazón compasivo, ni su alegría fraterna, ni su voz recia, que a menudo llamaba a reflexión o también a disfrutar de las cosas amables de la vida. Fue profesor universitario muchos años en la Universidad Nacional de Irlanda, en las áreas de filosofía y sociología. Sus exalumnos lo recuerdan como alguien que los hacía pensar. De temperanto vivaz y dialéctico, gustaba de tomar siempre la postura contraria a su interlocutor, fuera quien fuera, no por incomodar, sino por llevar a la gente a compartir su propia pasión por la verdad.
