Es palabra de moda. Es la frase de todos. Si te atreves a hablar de religión en público, algunos menean la cabeza; otros lo dicen abiertamente: “Soy agnóstico.” La verdad es que yo quisiera conocer a algún agnóstico. No que lo dijera sino que lo fuera. En 43 años de vida–en todos inmerso en la sociedad Occidental–y cinco de ellos en Europa, no he encontrado un agnóstico que de veras lo sea. Me pregunto cómo serán los agnósticos o qué sentirá mi alma cuando encuentre uno.
Ya sé lo que me van a decir: “Sal a la calle, detente en el mercado, entra al aula del cole o de la universidad… ¡no hay sino agnósticos por todas partes!” “No tan rápido,” replico yo.
Pido una cosa. Antes de que me sigan presentando agnósticos por docenas o por miles, pido que imaginemos qué puede ser un agnóstico. No porque alguien lleve el rótulo de católico lo es, ¿no es verdad? Pues apliquemos el mismo principio a todo lo que tenga que ver con credos y creencias o incrédulos. Imaginemos esa especie extraña, singular, de ser humano: alguien de quien hemos de creer que genuinamente no sabe no halla la respuesta a preguntas como si existe un Dios personal. Supongamos que se trata de una joven periodista. Es hermosa, tiene talento, salud, buenos amigos, un salario más que decente, se ha mudado a un piso en un sector de moda. Y aunque se diga agnóstica, “bauticémosla” por ejemplo Juliana.
¿Cómo debería obrar esa persona? ¿Cómo sería lógico que lo hiciera? Una comparación ayuda. Supongamos que a Juliana le gusta comprar tanto en la Supertienda A como en la Supertienda B y que no termina de aclararse si una es mejor que otra. ¿Sería lógico que, como no tiene claridad, fuera solamente a una de las dos? Si su amiga Estela la ve ir a comprar sólo a la Supertienda B, ¿diría que Juliana está “insegura” sobre cuál tienda escoger? ¿Diría que Juliana es “agnóstica” en cuanto a sus tiendas de compra? ¿Se entiende lo que queremos decir?



Alfonso Llano Escobar es un jesuita colombiano, algo más que octogenario, especialista en bioética, escritor asiduo del periódico EL TIEMPO de circulación nacional. Teniendo tan alta tribuna, el ilustre sacerdote ha decidido exponer sus opiniones no tanto sobre bioética, de la que poco escribe, sino sobre teología, pastoral o más o menos lo que quiera. Uno de sus últimos escritos lleva un título rotundo, que tiene carácter de testamento:
Cuando estamos haciendo un trabajo sobre el perdón, puede suceder que descubramos en nuestro interior una herida antigua que aún sigue viva, aunque de manera inconsciente. Esta herida es capaz de bloquear nuestro proceso de perdón. Por eso es necesario hacerla consciente y someterla a un proceso de curación. Un sacerdote psicoterapeuta nos propone hacer la siguiente
¡Gloria a Dios! Según
111.2. Las escalas que llevan a las profundas estancias del alma están hechas de palabras. La palabra es el sentido desgranado, así como el tiempo es la vida en sus migajas. Ningún momento será para ti tan bienaventurado como aquel en que oyes al Verbo: con sus palabras te ofrece escalas y caminos para que ingreses en su misterio y al calor de su fuego descanses tu cuerpo peregrino.