Doble advertencia de entrada: (1) Para el estándar de profundidad y seriedad de temas tratados en este portal, el presente artículo corresponde más a la categoría de un divertimento; sin embargo, las reflexiones finales pueden abrir un diálogo no exento de interés e implicaciones de sorprendente alcance. (2) El estudio de traducciones automáticas implica la presentación sucesiva de textos y por ello este artículo es más largo que mi propio promedio.
Cuando nos hablan de robots o de inteligencia artificial el primer pensamiento puede ser el de las películas de ciencia ficción: androides; máquinas complejísimas que integran un ‘cerebro’ que corresponde a un computador extraordinariamente avanzado, y una serie de dispositivos de alta precisión tecnológica, diseñados para emular manos, pies, o simplemente gestos faciales.
La verdad es que la inteligencia artificial está aquí y la estamos usando muchos de nosotros todos los días. Los algoritmos que producen los resultados en cualquier búsqueda de Google son un ejemplo familiar de un proceso automatizado de increíble complejidad que se basa no sólo en la memoria sino también en tomar decisiones sobre qué resultados deben aparecer primero. El sistema se retroalimenta, de modo que, hasta cierto punto, cada vez que usamos Google lo hacemos más “inteligente.”
Pertenecen también, y cada vez más, al escenario urbano los sistemas de reconocimiento de voz. Aquello de llamar a un número y que nos pidan que digamos la opción que deseamos tomar dentro de una lista de posibilidades implica de hecho un complejo programa que tiene que reconocer, no un archivo de audio específico, sino un perfil de sonido, para saber, por ejemplo, si la persona dijo “Viajes” o dijo “Mi cuenta.”
Un modo de “jugar” un poco con los sistemas de toma de decisión sin entrara en las entrañas de su abstruso código es ver los sistemas automatizados de traducción, como Google Translate. La idea no es mía. Usuarios en Alemania pensaron primero qué sucede si uno toma un texto A1, en alemán, y lo traduce (automáticamente, claro) a un texto I1 en inglés. La cosa se vuelve interesante cuando luego se intenta usar el mismo sistema para retraducir I1 al alemán, con lo cual se obtiene A2. Por supuesto, el ciclo se puede seguir, pero siempre se llega a una situación en la que A(n) y A(n+1) son iguales, con lo cual ya se sabe que de ahí en adelante el sistema no ofrecerá nuevas posibilidades. Es un ejercicio interesante, a veces divertido, que pronto revela cómo es de complejo y rico el lenguaje humano.
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He aquí lo que encuentra un católico en un día cualquiera en Europa, y particularmente en España: el cinismo de un gobierno socialista para el cual el cuerpo es objeto de uso; la avanzada imparable del secularismo, que compite con el renacer de la superchería y la superstición; la presión de los medios de comunicación, vendidos al hedonismo barato y al comercio sin alma; la traición visible de un número de miembros del clero y de los religiosos, unido a la escasez de vocaciones; el laicismo rampante que parece no saciarse en su ansia de extinguir la vida débil, haciendo así de esta tierra un escenario grotesco y cruel; el abandono masivo de la práctica de la fe en los jóvenes; la fractura de la familia, que hace todo más duro, más sordo, más aciago; la complicidad mediocre de la mayoría de los centros de estudio, que a menudo consagran como única fuente de verdad el materialismo cientificista. No es para quedarse tranquilo.
La discusión de temas y problemas intraeclesiales nunca debería ocultar el hecho de que los grandes desafíos siguen estando todavía “afuera.” Ya se quiera hablar de “izquierda” o “derecha” entre creyentes, quizás es signo de cierta vitalidad que haya qué discutir, en la medida en que ello muestra que hay a quién le importe la fe, la Iglesia, el Evangelio, los sacramentos. Mientras llevamos adelante esas conversaciones, que sin duda son importantes, jamás perdamos de vista que podríamos estar en la condición de habitantes de una pequeña isla que se olvida del océano de indiferencia e incredulidad creciente que los rodea y desea devorarlos.
La cacofónica expresión “hábito habitual” destaca en su repetición la paradoja del hábito de los religiosos (y religiosas) en nuestro tiempo. Por su misma designación, el “hábito” debería ser el vestido “habitual.” En el caso, por ejemplo, de nosotros los dominicos, ello implica el uso de la túnica, sujetada con cinturón y con un rosario; más el escapulario y la capucha. Nuestras Constituciones consideran que ese es el vestido natural (o sea, habitual) dentro del convento, mientras que para uso fuera del convento se supone que el Provincial debe decidir qué se hace, “respetando las leyes eclesiásticas.” (véase LCO 50 y 51).