LA GRACIA 2024/09/11 Dios es el dueño de todas las vocaciones

El llamado de Dios tiene que ver con la persona que lo recibe, con la comunidad cristiana en que vive y con el mundo al que va a servir. La vocación perfecta objetivamente hablando es la consagración plenamente a Él, pero lo definitivo es la manera de responder a la llamada que nos hace el Señor.

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LA GRACIA 2023/12/09 Relación entre el llamado vocacional y el amor

El llamado de la misericordia es el llamado de la vocación y allí donde se experimenta y se vive el amor transformante de Dios que nos saca de nuestras miserias florecen las vocaciones.

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LA GRACIA 2023/09/12 Del corazón de Dios salen las nuevas vocaciones

Dios Padre le dio apóstoles a Cristo en respuesta a su oración, Dios Padre le dará apóstoles a la Iglesia de Cristo en respuesta a nuestra oración.

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LA GRACIA 2021/09/02 Pasos para una auténtica vocación

El Señor nos llama a todos a la santidad y lo primero que debemos hacer es recibirlo en nuestra vida, escucharlo, obedecerle, humillarse reconociendo nuestra condición de pecadores, para finalmente dejarlo todo para seguirlo.

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Historia de una vocación

Hace 41 años, el 15 de Agosto de 1980, Dios me mostró por primera vez la hermosura de la vocación sacerdotal, de modo tal que mi corazón quedó fascinado, y orientado de otra manera hacia él.

Todo sucedió en un grupo de oración, en medio de la Eucaristía presidida por el P. Ernesto Mora, con la predicación del P. Francisco Pardo, quienes aún están entre nosotros.

Más de cuatro décadas después, yo reconozco que una homilía y una oración pueden cambiar una vida. Y por eso oro, aunque sea deficiente mi oración, y predico, queriendo hacerlo cada vez mejor.

Y te digo: Dios cambia vidas. Cambió la mía; puede cambiar la tuya.

Apóstol por vocación

Apóstol por vocación

Las palabras de Festo en He. 25,19 («un difunto llamado Jesús, de quien Pablo sostiene que está vivo») las podría haber hecho suyas el propio Pablo antes de su conversión refiriéndose a los cristianos.

En efecto, la experiencia del camino de Damasco consistió esencialmente en esto: ese Jesús a quién Pablo consideraba definitivamente muerto se le presentó repentinamente vivo y lleno de gloria («Yo soy Jesús a quién tú persigues»: He. 9,5). Pablo no le ha buscado, ni se ha preparado a este encuentro; por el contrario, ha luchado ferozmente contra los cristianos y su evangelio. Y sin embargo, el Resucitado irrumpe en su vida y Pablo queda «apresado» por Cristo Jesús (Fil. 3, 12).

Todo su ímpetu y toda su actividad evangelizadora arrancan de este hecho: él tiene conciencia clara de que no es apóstol por voluntad propia, sino «por voluntad de Dios» (1Cor.1,1; 2Cor. 1,1; Ef. 1,1). Sabe muy bien que es «llamado como apóstol» (Rom. 1,1) exactamente como lo habían sido los Doce, porque le ha llamado el mismo Jesús que les llamó a ellos; y -lo mismo que ellos- también Pablo ha sido llamado por su nombre (He. 9,4)…

El hecho de haber sido llamado «por gracia» (Gal. 1,15) no quita fuerza a esta vocación, sino todo lo contrario: pone más de relieve la iniciativa absolutamente gratuita de Dios que llama no en virtud de los méritos contraídos sino por pura benevolencia, que tiene misericordia con quien quiere (Rom. 9,15-18). De hecho Pablo no dejará de maravillarse y sorprenderse a lo largo de toda su vida de que haya sido llamado precisamente él: «a mí, que antes fui un blasfemo, un perseguidor y un insolente» (1Tim. 1,13). Toda su predicación acerca de la gracia brotará de esta experiencia primera y fundante: «Cristo Jesús vino al mundo a salvar a los pecadores, y el primero de ellos soy yo; y si encontré misericordia fue para que en mí primeramente manifestase Jesucristo toda su paciencia y sirviera de ejemplo a los que habían de creer en él» (1Tim. 1,15-16).

Y Pablo sabe que esta llamada, que tan en contra va de sus convicciones anteriores y de su conducta pasada (Gal. 1,13-14), no es algo casual, sino que hunde sus raíces en la eternidad. Tiene conciencia de que en realidad ha sido «separado» por Dios ya «desde el seno materno» (Gal. 1,15). El, tan buen conocedor de las Escrituras, podía aplicarse a sí mismo las palabras dirigidas por Yahveh al profeta Jeremías: «Antes de haberte formado yo en el seno materno, te conocía, y antes de que nacieses te tenía consagrado» (Jer. 1,5).

«Tuvo a bien revelar a su Hijo en mí…»

Con estas palabras tan sintéticas resume San Pablo lo acaecido en el camino de Damasco. Sin entrar en detalles de lo que sucedió por fuera, da a entender que la llamada de Dios ha sido fundamentalmente una llamada interior («en mí», «dentro de mí»), una «iluminación» o «revelación» por la que Pablo «ha visto» a Jesús (1 Cor. 9,1) y le ha conocido como Señor e Hijo de Dios. Es decir, no sólo ha comprobado que Jesús estaba vivo, sino que ha entendido quién era ese Jesús (lo cual sólo es posible por revelación de Dios: Mt. 16, 17; 11, 25-27).

Pablo, aun reconociéndose «indigno del nombre de apóstol por haber perseguido a la Iglesia de Dios» (1Cor. 15,9), no puede dejar de afirmar que se le «apareció» Cristo Resucitado, exactamente igual que se les había aparecido a los Doce y a los demás discípulos (1 Cor. 15,5-8). Y esta «aparición» o «revelación» ha sido un desbordamiento de luz en su corazón: Dios mismo ha hecho brillar en su corazón la luz de Cristo (2 Cor. 4,6).

Y este brillo ha sido de tal intensidad que ha trastocado la vida y los valores de Pablo. Él, que tenía «motivos para confiar en lo humano» por su ascendencia hebrea y que era «intachable» en el cumplimiento de la Ley santa dada por Dios a través de Moisés (Fil. 3,4-6), hace esta confesión sublime: «lo que era para mí ganancia, lo he juzgado una pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por quién perdí todas las cosas, y las tengo por basura para ganar a Cristo» (Fil. 3,7-8).

A partir de ese momento, cuando Pablo se presente en el areópago de Atenas y en los demás «areópagos» del inmenso imperio romano, no será un predicador más de doctrinas nuevas o desconocidas, sino testigo de un Cristo vivo y glorioso que ha transformado su existencia. Lo mismo que Moisés (Ex. 34,29), pero de una manera incomparablemente más perfecta (2Cor. 3,7-11), será testigo de ese Cristo que ha visto «cara a cara» (Cf. Ex. 33,11) y -como un espejo- reflejará su gloria en su rostro y con toda su vida (2Cor. 3,18).

«…para que yo le anunciase entre los gentiles» (Gal, 1,16)

Llama la atención que en San Pablo el encuentro con Cristo y la llamada a ser apóstol y a anunciar el evangelio van inseparablemente unidos. Así aparece en el mencionado texto autobiográfico de Gal. 1,16. Y así aparece también en los tres relatos de su conversión que nos presenta San Lucas en el libro de los Hechos (He. 9, 15; 22,14-15; 26, 16-18).

Da la impresión de que al encontrarse con Cristo, Pablo ha encontrado el tesoro escondido (cf. Mt. 13,44) y como la mujer de la parábola siente la necesidad de contar a todo el mundo que ha encontrado algo de gran valor (cf. Lc. 15, 9).

Evangelizar es eso: llevar a los hombres un anuncio gozoso, entusiasmante y contagioso. La Buena noticia es la palabra misma de Cristo, ese Cristo enviado por el Padre para la salvación del mundo. Y Pablo, que ha experimentado en sí mismo la alegría producida por el encuentro con Cristo, experimenta también el impulso incontenible a transmitir esa dicha a todos. Como Pedro y Juan, podría decir: «No puedo callar lo que he visto y oído» (He. 4,20).

Más aún, siente la llamada a evangelizar a los gentiles, es decir, a aquellos que los judíos consideraban por definición «pecadores» (Gal. 2,15), pues no conociendo la Ley mucho menos podían cumplirla. Pablo, que sabe que todo lo que le ha sucedido es humanamente inexplicable, que ha sido fruto del amor gratuito y misericordioso de Jesucristo, entiende claramente que esa salvación es ofrecida de manera igualmente gratuita e inmerecida a todos, sean quienes sean, pues Cristo murió por los pecadores (1Tim. 1,15), es decir, por todos (2Cor. 5,14).


El autor de esta obra es el sacerdote español Julio Alonso Ampuero, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Necesitamos buenos pastores

La insistencia de los medios de comunicación en presentar lo más oscuro de la Iglesia es uno de los factores que ha frenado o desanimado muchas vocaciones al sacerdocio y la vida religiosa.

No es fácil vencer una dificultad que alcanza niveles de rasgo cultural permanente en algunos lugares. Y sin embargo, sí es posible, y cada uno de nosotros tiene algo que puede aportar en sanar ese sesgo anticatólico.

Nos corresponde a los sacerdotes y a los religiosos ser un testimonio más claro pero también más alegre de la novedad que trae el Evangelio.

Corresponde a los laicos, particularmente a los papás y a los educadores, detener la carga de mentira, es decir, ayudar a balancear las versiones exageradas y mostrar en cambio la bondad e incluso el heroísmo que han tenido tantos consagrados a lo largo de los siglos.

Nuestras oraciones, ejemplos y palabras pueden hacer una diferencia, y esa diferencia hay que hacerla AHORA.

De ingeniero a seminarista

Lo cuenta Religión en Libertad:

David Benito es uno de los muchos seminaristas de Madrid que estudia en la Universidad Eclesiástica de San Dámaso. Pero como cada vez ocurre con más frecuencia este joven ingresó en el seminario una vez que había acabado sus estudios universitarios y había hecho una pequeña incursión en el mundo laboral.

Concretamente, se graduó en Ingeniería Forestal en la Universidad Politécnica y durante unos meses estuvo en el Instituto Nacional de Investigaciones Agrarias y Alimentarias. Pero Dios lo quería para otra cosa: quería que fuera sacerdote y fue entonces cuando ingresó en el seminario.

La vida parroquial que hizo florecer la vocación

En una entrevista con la Universidad de San Dámaso, David Benito explica que “si lo hubiese visto claro con 18 años pues quizá no habría estudiado antes nada. Pero cuando terminé el colegio me gustaba mucho todo lo que tenía que ver con el entorno natural, con el monte, con el campo… Y me gusta mucho la historia, la literatura, se me daban bien las matemáticas, el dibujo, la física… y encontré esta carrera que me parecía muy bonita. Era un mundo que conocía un poco y por eso estudié ingeniería de montes. Y al ir descubriendo que el Señor me pedía otra cosa pues terminé entrando en el seminario y estudiando Teología”.

Sobre su llamada al sacerdocio, Benito asegura que siendo adolescente conoció a un grupo de jóvenes de su edad que tenían algo que él echaba de menos: que era conocer a Dios. “Empecé a participar en la parroquia de San Germán, en el barrio de Cuzco, que es donde viven mis padres. A partir de eso empecé a conocer más al Señor, teniendo vida de oración; y fue en una experiencia de ejercicios espirituales donde supe dar nombre a esa inquietud que tenía desde hace tiempo. No sin mis más y mis menos fui diciendo a Dios que sí hasta que hice el curso introductorio y luego ya los años de seminario”.

“No me enteraba de nada”

Su llegada al seminario no fue sencilla pues pasó de un perfil técnico a tener que estudiar materias como Teología o Filosofía. De hecho, recuerda que cuando llegó “no me enteraba de nada. Solo me gustaba ‘lógica’ porque los silogismos me recordaban a las matemáticas. Pero metafísica u otras asignaturas con mucha carga filosófica como teoría del conocimiento o fenomenología sobre todo, no me enteraba de nada”.

“Pero poco a poco vas descubriendo que esto tiene más de tu vida que otras cosas que quizá de primeras me gustaban más o me resultaban más fáciles pero que con mi vida tenían poco que ver. Y esto al final va poniendo las bases para luego poder comprender mejor la teología y también les he terminado cogiendo mucho gusto. De hecho ahora preferiría leerme un libro de teología que volver a los ‘tochos’ de cálculo o de estructuras. Aunque suene un poco a comentario de seminarista o de cura, profundizar más en nuestra fe nos ayuda también en nuestra relación con el Señor y luego el día de mañana en el ejercicio del ministerio”, agrega este joven seminarista.

LA GRACIA del Viernes 7 de Febrero de 2020

Dios llama a las distintas vocaciones desde los hogares católicos por lo que es importante el testimonio, consejo y apoyo de los padres; la oración en familia y abrirse al servicio.

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Decir sí a Dios es ganar, no perder

«Desde la primera vez que se me pasó por la cabeza la idea de la llamada de Dios hasta que entré en el seminario pasaron diez años: con eso te haces una idea de las ganas que tenía de ser sacerdote», cuenta con humor Alejandro Ruiz-Mateos, un seminarista de sexto curso de Madrid, que este miércoles ha dado su testimonio en la presentación de la Jornada de Oración por las Vocaciones y la Jornada de Vocaciones Nativas, organizada por la Conferencia Episcopal, Obras Misionales Pontificias, Confer y Cedis.

LA GRACIA del Domingo 10 de Febrero de 2019

DOMINGO V DEL TIEMPO ORDINARIO, CICLO C

La fascinación por Dios que me impulsa se convierte en deseo de servir a su plan, a su camino de salvación en favor de todos.

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LA GRACIA del Domingo 27 de Enero de 2019

DOMINGO III DEL TIEMPO ORDINARIO, CICLO C

Jesucristo trae a nuestras vidas la unción, el poder, la bendición, la fuerza del Espíritu Santo quien impregna nuestra existencia de luz, de salud, de reconciliación y de alegría.

https://youtu.be/GIaZl13jwr

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Historia de una vocación contemplativa

Todo empezó cuando tenía 15 años. En aquellos momentos ser cristiana para mí consistía en ir a misa los domingos y en rezar un Padrenuestro o un Avemaría cuando me veía en algún aprieto. Me estaba preparando para recibir el sacramento de la Confirmación en mi parroquia. No sentía demasiada ilusión e interés por las catequesis, y me fastidiaba mucho tener que perder una hora, la tarde de los sábados, pero no quería disgustar a mi familia y, además, alguna amiga mía iba también. En el segundo año, animada por el catequista encargado de mi grupo, empecé a integrarme más en la parroquia.

Un día alguien me invitó a asistir a la oración que, una vez a la semana, tenía un grupo de jóvenes. No sabía muy bien qué era aquello de hacer oración. Sin embargo, salí de allí con dos sentimientos en mi corazón: alegría y paz. Sin darme cuenta, ni ser consciente, Dios había salido a mi encuentro. Desde entonces iba todas las semanas a la oración de los jóvenes. Había nacido en mí un deseo de tener momentos de silencio, una gran atracción por la oración. Me encantaba ir a la iglesia y pasarme ratos largos delante del sagrario hablando con ese Alguien que de pronto había aparecido en mi vida. En pocos meses, mi vida había dado un giro grande: el cristianismo no era ya para mí una serie de normas que cumplir, sino una persona viva: Jesucristo; y la Eucaristía, a la que yo antes asistía con cierta desgana e indiferencia, era ahora un encuentro gozoso con Dios. Al año siguiente, me confirmé y empecé a dar catequesis a niños.
Con oración y sin oración

Dios era el amigo cercano que me hacía feliz y me llenaba. En COU conocí a tres religiosas de una Congregación de vida activa. Al ser jóvenes como yo, pronto nos hicimos amigas. Ante mí se abría un mundo del cual yo lo ignoraba casi todo: la vida religiosa. En nuestras conversaciones ellas me hablaban de su vocación, de su alegría por seguir a Jesús…, y entonces empezó a surgir en mi interior un interrogante: ¿No querrá el Señor que también yo le entregue mi vida por completo? La idea, lejos de repugnarme o asustarme, llenaba mi corazón de alegría. Y así, en ese verano del año 92, decidí que sería religiosa. Fui a compartir la noticia con uno de los sacerdotes de mi parroquia, que me aconsejó no precipitarme para madurar más mi vocación. Mientras tanto podría estudiar.

Comencé, pues, la carrera de Biblioteconomía y Documentación. El ambiente de la Facultad me gustaba y, además, compaginaba mis estudios con un trabajo que me permitía disponer de una pequeña cantidad de dinero para mis gastos y caprichos. Poco a poco se fue apagando en mí la ilusión por entregar mi vida a Dios. Empecé a pensar que la vocación religiosa, que veía tan clara pocos meses antes, había sido una simple ilusión. Me di cuenta de las renuncias que supondría para mí el seguir a Cristo y empecé a sentir miedo. Yo seguía entregada a mis compromisos en la parroquia, pero en mi interior yo me alejaba cada vez más de Dios. Llegué a dejar prácticamente la oración: pensé que, al abandonar el trato con Dios, la idea de la vocación religiosa se iría apagando hasta desaparecer totalmente. Pero yo cada vez me sentía más insatisfecha y más infeliz; había un gusanillo en mi interior que no me dejaba tranquila, y nada me llenaba…
“No añoraba nada de fuera”

En esta situación me encontraba, cuando una religiosa me invitó a hacer Ejercicios Espirituales. La idea, por un lado, me agradó: quería poner orden en mi vida y en mi relación con Dios. Por otro lado, me aterraba: no sé por qué, en el fondo de mi alma, intuía que el Señor aprovecharía la ocasión para proponerme de nuevo su proyecto sobre mí. Mis temores se confirmaron: otra vez sentí la llamada al seguimiento radical de Cristo, la convicción profunda de que mi vida sólo sería plena si se la entregaba totalmente a Dios. Recuerdo que derramé muchas lágrimas y que me enfadé mucho con Dios. Pero en lo profundo de mi corazón sentía una gran paz: Dios no se había olvidado de mí, ni me había dejado de amar. Al terminar los Ejercicios, le pedí al Señor que me ayudara a darle ese sí que me pedía, pues yo no me sentía con fuerzas.

Quedaba un punto por aclarar, ¿dónde me quería Dios? Un día conocí a dos religiosas de vida contemplativa que estaban en Salamanca, pasando unos días por motivos de salud. Eran clarisas y vivían en Villalpando. Me ofrecieron hacer una experiencia en su monasterio. Y así lo hice. Conviví un mes con las hermanas. La vida sencilla en el monasterio dedicada a la oración, al trabajo escondido…, me encantó. No añoraba nada de fuera. Y las hermanas no eran seres raros, sino personas muy sencillas y normales que irradiaban una gran alegría… Había encontrado mi sitio. Unos meses más tarde, dejé mi familia y mi hogar e ingresé en el monasterio para comenzar una vida nueva entregada a Dios. Había encontrado una perla de infinito valor. Estaba dispuesta a venderlo todo para poseerla plenamente.

María del Carmen de Arriba

Llamados por un amor sin medida

¡Vive junto a Cristo!: debes ser, en el Evangelio, un personaje más, conviviendo con Pedro, con Juan, con Andrés…, porque Cristo también vive ahora: «Iesus Christus, heri et hodie, ipse et in sæcula!» -¡Jesucristo vive!, hoy como ayer: es el mismo, por los siglos de los siglos.

No sé qué te ocurrirá a ti…, pero necesito confiarte mi emoción interior, después de leer las palabras del profeta Isaías: «ego vocavi te nomine tuo, meus es tu!» -Yo te he llamado, te he traído a mi Iglesia, ¡eres mío!: ¡que Dios me diga a mí que soy suyo! ¡Es como para volverse loco de Amor!

Fíjate bien: hay muchos hombres y mujeres en el mundo, y ni a uno solo de ellos deja de llamar el Maestro. Les llama a una vida cristiana, a una vida de santidad, a una vida de elección, a una vida eterna.

Cristo ha padecido por ti y para ti, para arrancarte de la esclavitud del pecado y de la imperfección.

Más pensamientos de San Josemaría.

Cuando es Cristo quien llama…

No tengas miedo, ni te asustes, ni te asombres, ni te dejes llevar por una falsa prudencia. La llamada a cumplir la Voluntad de Dios -también la vocación- es repentina, como la de los Apóstoles: encontrar a Cristo y seguir su llamamiento… -Ninguno dudó: conocer a Cristo y seguirle fue todo uno.

Ha llegado para nosotros un día de salvación, de eternidad. Una vez más se oyen esos silbidos del Pastor Divino, esas palabras cariñosas, «vocavi te nomine tuo» -te he llamado por tu nombre. Como nuestra madre, El nos invita por el nombre. Más: por el apelativo cariñoso, familiar. -Allá, en la intimidad del alma, llama, y hay que contestar: «ecce ego, quia vocasti me» -aquí estoy, porque me has llamado, decidido a que esta vez no pase el tiempo como el agua sobre los cantos rodados, sin dejar rastro.

Más pensamientos de San Josemaría.