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Te

ngo una gran esperanza en todo lo que significa el pesebre: ese abandono que padeció Cristo y la sencillez y amor infinitos con que asumió todo sin echar nada en cara a nadie. Yo leo y leo los evangelios y veo que nuestro Divino Redentor nunca recriminó nada, como si él se mereciera todo lo que le pasó.

Y si es verdad que María guardaba todo en su corazón, Dios Santo: ¡cuántos tesoros tendrá el Corazón de Cristo, que vio todo, sintió todo, escuchó todo, y todo supo iluminarlo, entenderlo, perdonarlo!

El Niño del Portal, el Niño de nuestras esperanzas, el Niño de nuestras canciones, el Niño de nuestros dolores… todo mira hacia ese Niño, que fue recibido con un diluvio de indiferencia y de odio, y fue despedido con una lluvia de azotes y de insultos.

Pero ese Niño es nuestro Niño, es el que nos conoce bien por dentro y que ha dejado en sus llagas lindas, y en sus lágrimas lindas toda la poesía del amor que Dios nos tiene.

Fr. Nelson Medina, O.P.

Mi Cristo Roto

A mi Cristo roto, lo encontré en Sevilla. Dentro del arte me subyuga el tema de Cristo en la cruz. Se llevan mi preferencia los cristos barrocos
españoles. La última vez, fui de compras en compañía de un buen amigo mío.

Al Cristo, ¡Qué elección! Se le puede encontrar entre tuercas y clavos, chatarra oxidada, ropa vieja, zapatos, libros, muñecas rotas o litografías románticas. La cosa, es saber buscarlo. Porque Cristo anda y está entre
todas las cosas de éste revuelto e inverosímil rastro (bazar) que es la Vida.

Pero aquella mañana nos aventuramos por la casa del artista, es más fácil encontrar ahí al Cristo, ¡Pero mucho más caro!, es zona ya de anticuarios.
Es el Cristo con impuesto de lujo, el Cristo que han encarecido los turistas, porque desde que se intensificó el turismo, también Cristo es más caro. Visitamos únicamente dos o tres tiendas y andábamos por la tercera o cuarta.

– Ehhmm ¿Quiere algo padre?
– Dar una vuelta nada más por la tienda, mirar, ver.

¡De pronto! frente a mí, acostado sobre una mesa, vi un Cristo sin cruz, iba a lanzarme sobre él, pero frené mis ímpetus. Miré al Cristo de reojo, me conquistó desde el primer instante. Claro que no era precisamente lo que yo buscaba, era un Cristo roto. Pero esta misma circunstancia, me encadenó a él, no sé por qué. Fingí interés primero por los objetos que me rodeaban hasta que mis manos se apoderaron del Cristo, ¡Dominé mis dedos para no acariciarlo! No me habían engañado los ojos! ¡No!. Debió ser un Cristo muy bello, era un impresionante despojo mutilado. Por supuesto, no tenía cruz, le faltaba media pierna, un brazo entero, y aunque conservaba la cabeza, había perdido la cara.

Se acercó el anticuario, tomó el Cristo roto en sus manos y…
-¡Ohhh, es una magnífica pieza, se ve que tiene usted gusto padre, fíjese que espléndida talla, qué buena factura!
– ¡Pero! está tan rota, tan mutilada!
– No tiene importancia padre, aquí al lado hay un magnífico restaurador amigo mío y se lo va a dejar a usted, ¡Nuevo!

Volvió a ponderarlo, a alabarlo, lo acariciaba entre sus manos; pero no acariciaba al Cristo, acariciaba la mercancía que se le iba a convertir en
dinero.

Insistí; dudó, hizo una pausa, miró por última vez al Cristo fingiendo que le costaba separarse de él y me lo alargó en un arranque de generosidad ficticia, diciéndome resignado y dolorido:
– Tenga padre, lléveselo, por ser para usted y conste que no gano nada 3000 pesetas nada más, ¡Se lleva usted una joya!.

El vendedor exaltaba las cualidades para mantener el precio. Yo, sacerdote, le mermaba méritos para rebajarlo. Me estremecí de pronto. ¡Disputábamos el precio de Cristo, como si fuera una simple mercancía!. ¡Y me acordé de Judas! ¿No era aquella también una compraventa de Cristo?

¡Pero cuántas veces vendemos y compramos a Cristo, no de madera, de carne, y en él a nuestros prójimos! Nuestra vida es muchas veces una compraventa de cristos.

¡Bien! cedimos los dos, lo rebajó a 800 pesetas. Antes de despedirme, le pregunté si sabía la procedencia del Cristo y la razón de aquellas terribles mutilaciones. En información vaga e incompleta me dijo que creía procedía de la sierra de Arasena, y que las mutilaciones se debían a una profanación en tiempo de guerra.

Apreté a mi Cristo con cariño, y salí con él a la calle. Al fin, ya de noche, cerré la puerta de mi habitación y me encontré sólo, cara a cara con mi Cristo. Que ensangrentado despojo mutilado, viéndolo así me decidí a preguntarle:

– Cristo, ¿Quién fue el que se atrevió contigo?! ¿No le temblaron las manos cuando astilló las tuyas arrancándote de la cruz?! ¿Vive todavía? ¿Dónde?
¿Qué haría hoy si te viera en mis manos? ¿Se arrepintió?
– ¡CÁLLATE! Me cortó una voz tajante.
-¡CÁLLATE, preguntas demasiado! ¿Crees que tengo un corazón tan pequeño y mezquino como el tuyo?! ¡CÁLLATE! No me preguntes ni pienses más en el que me mutiló, déjalo, ¿Qué sabes tú? ¡Respétalo!, yo ya lo perdoné. Yo me olvidé instantáneamente y para siempre de sus pecados. Cuando un hombre se arrepiente, Yo perdono de una vez, no por mezquinas entregas como vosotros. ¡Cállate! ¿Por qué ante mis miembros rotos, no se te ocurre recordar a seres que ofenden, hieren, explotan y mutilan a sus hermanos los hombres?. ¿Qué es mayor pecado? Mutilar una imagen de madera o mutilar una imagen mía viva, de carne, en la que palpito Yo por la gracia del bautismo. ¡Ohh hipócritas! Os rasgáis las vestiduras ante el recuerdo del que mutiló mi imagen de madera, mientras le estrecháis la mano o le rendís honores al que mutila física o moralmente a los cristos vivos que son sus hermanos.

Yo contesté:
– No puedo verte así, destrozado, aunque el restaurador me cobre lo que
quiera ¡Todo te lo mereces! Me duele verte así. Mañana mismo te llevaré al taller. ¿Verdad que apruebas mi plan? ¿Verdad que te gusta?
– ¡NO, NO ME GUSTA! Contestó el Cristo, seca y duramente.
– ¡ERES IGUAL QUE TODOS Y HABLAS DEMASIADO!

Hubo una pausa de silencio. Una orden, tajante como un rayo, vino a decapitar el silencio angustioso.
– ¡NO ME RESTAURES, TE LO PROHÍBO! ¿LO OYES?!
– Si Señor, te lo prometo, no te restauraré.
– Gracias. Me contestó el Cristo. Su tono volvió a darme confianza.
-¿Por qué no quieres que te restaure? No te comprendo. ¿No comprendes Señor, que va a ser para mí un continuo dolor cada vez que te mire roto y mutilado?
¿No comprendes que me duele?

– Eso es lo que quiero, que al verme roto te acuerdes siempre de tantos hermanos tuyos que conviven contigo; rotos, aplastados, indigentes, mutilados. Sin brazos, porque no tienen posibilidades de trabajo. Sin pies, porque les han cerrado los caminos. Sin cara, porque les han quitado la honra. Todos los olvidan y les vuelven la espalda. ¡No me restaures, a ver si viéndome así, te acuerdas de ellos y te duele, a ver si así, roto y mutilado te sirvo de clave para el dolor de los demás! Muchos cristianos se vuelven en devoción, en besos, en luces, en flores sobre un Cristo bello, y se olvidan de sus hermanos los hombres, cristos feos, rotos y sufrientes.
Hay muchos cristianos que tranquilizan su conciencia besando un Cristo bello, obra de arte, mientras ofenden al pequeño Cristo de carne, que es su hermano. Esos besos me repugnan, me dan asco!, Los tolero forzado en mis pies de imagen tallada en madera, pero me hieren el corazón. ¡Tenéis demasiados cristos bellos! Demasiadas obras de arte de mi imagen crucificada. Y estáis en peligro de quedaros en la obra de arte. Un Cristo bello, puede ser un peligroso refugio donde esconderse en la huida del dolor ajeno, tranquilizando al mismo tiempo la conciencia, en un falso cristianismo.

Por eso ¡Debieran tener más cristos rotos, uno a la entrada de cada templo, que gritara siempre con sus miembros partidos y su cara sin forma, el dolor y la tragedia de mi segunda pasión, en mis hermanos los hombres! Por eso te lo suplico, no me restaures, déjame roto junto a ti, aunque amargue un poco tu vida.

– Si Señor, te lo prometo. Contesté.

Y un beso sobre su único pie astillado, fue la firma de mi promesa. Desde hoy viviré con un Cristo roto.

Pan para el camino de Cuaresma

Para nosotros los migrantes creyentes del Siglo XXI, que hemos salido de nuestro país a otros continentes, a otras culturas, que estamos “de camino”, la Sagrada Escritura es el mejor tesoro que podemos llevar con nosotros en nuestro Exodo. Ignorarla es ignorar a Jesucristo y conocerla es poderlo conocer a El. En cada página sagrada Dios Padre viene a nuestro encuentro y se goza dándonos a conocer el misterio de su hijo, y a su vez el Hijo nos va revelando el misterio de su Padre. La palabra de Dios es semejante a la luz que va orientando nuestros pasos:“Tu palabra es una lámpara a mis pies y una luz en mi camino” Salmo 119; o es también esa espada que nos hace vencedores en las luchas: “Que la salvación sea el casco que proteja su cabeza, y que la palabra de Dios sea la espada que les da el Espíritu Santo.” Efesios 6:17; o es ese alimento espiritual que produce exquisito deleite: “Cuando me hablaba, yo devoraba tus palabras; ellas eran la dicha y la alegría de mi corazón, porque yo te pertenezco, Señor y Dios todopoderoso.” Jeremías 15,16.

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Las Cruces y la Cruz

Hay cruces casi “inevitables”: Ciertas edades, ciertos climas, ciertos trabajos, ciertos caracteres, ciertas convivencias, ciertas palabras, ciertos silencios, ciertos momentos….y uno debe asumirlas.

Hay cruces que te “endosan”: En forma de calumnia, en forma de contagio, en forma de palmada, en forma de convivencia, en forma de timo, en forma de contrato, en forma de chapuza, en forma de aislamiento…. Evito y soporto este tipo de cruces.

Hay cruces que “te atrapan”: Te atrapa la droga, te atrapa el placer, te atrapa la pasión, te atrapa el dinero, te atrapa el juego, te atrapa el falso amor, te atrapa la envidia, te atrapa el poder, te atrapa la fama….. Huyo de este tipo de cruces.

Hay cruces como “de temporada”: Cruces de adviento, cruces de cuaresma, cruces de Semana Santa, cruces de entierro y funeral, cruces de ayuno y abstinencia, cruces de casa de Ejercicios, cruces de Campaña a favor de…… No me fío de estas cruces.

Hay cruces de “competición”: Trabajo mas que nadie, disimulo más que nadie, aguanto más que nadie, callo más que nadie, sufro más que nadie, doy más que nadie, me mortifico más que nadie, rezo más que nadie…. Me río de estas cruces.

Hay, sin embargo, una cruz que admiro y me causa asombro; y con la que Puedo y debo cargar:

– La de quien procura que el otro no tenga cruz.
– La de quien ayuda al otro a llevar su cruz.
– La de quien se mortifica para no mortificar.
– La del que sufre sencillamente porque… ama.

¡Esta es la Cruz de Jesús!

Carta a un corazón que quiere superarse

Muchas veces he pensado en las contradicciones de la voluntad humana, es decir, en esos tiempos en que uno siente que debe hacer algo y no logra hacerlo. Es una experiencia que consume energía sin producir nada diferente a frustración y rabia contra uno mismo.

Hay muchas causas de un comportamiento así, y por lo tanto muchas posibles soluciones según esas mismas causas. Sin embargo, hay algo de lo que me he convencido: hay cosas que decididamente no van a mejorar la situación.

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¡Jesucristo!

Yo no sé si encontraremos unas palabras sobre Jesucristo tan grandiosas, y tan sencillas a un tiempo, como las que trae el Catecismo de la Iglesia Católica tomándolas del Concilio, cuando nos dice:

El Hijo de Dios trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de nosotros, en todo semejante a nosotros, menos en el pecado.

Todo esto lo sabemos desde siempre y lo confesamos continuamente en el Credo, cuando decimos que el Hijo de Dios se hizo hombre. Es la verdad fundamental de nuestra fe.

Pero, ¿nos hemos puesto a pensar en lo que significa que Dios se haya hecho hombre? Pues significa esto precisamente: que el Hijo de Dios, una de las Tres Personas de la Santísima Trinidad, al hacerse hombre, y quedando Dios verdadero, ahora va a ser uno igual que nosotros.

Nos va a conocer como conocemos nosotros. Nos va a querer como queremos nosotros. Nos va a amar como amamos nosotros. Va a trabajar con manos encallecidas como trabajamos nosotros.

Dios va a hacer todo lo nuestro con manos nuestras, va a entender con cerebro nuestro, va a amar con corazón nuestro…

Si este Dios no se gana nuestra voluntad, nuestro cariño, nuestro amor, nuestra adhesión, y si lo dejamos de lado no haciéndole caso ninguno, entonces Dios ha fracaso del todo con nosotros; pero también nosotros habremos fracasado del todo en la vida, y nos perderíamos sin excusa alguna. Porque Dios no ha podido hacer por nosotros más de lo que ha hecho.

Un científico alemán protestante, aunque lo llamaríamos mejor un descreído, profesor en la universidad, lanza en una reunión de gente sabia esta atrevida pregunta: -¿Que Dios existe? No lo creo, porque, de existir, se cuidaría un poco más de los hombres.

Un caballero católico acepta el desafío y le contesta: -Falso, señor profesor. Es usted quien no se ocupa de Dios, ya que Dios se ha preocupado bien de usted. Porque, para salvar a los hombres, el mismo Dios se ha hecho hombre. El profesor reconoce su atrevimiento y empieza a pensar. No mucho después abrazaba el catolicismo.

Tener con nosotros a Dios hecho hombre, es la condescendencia suma a que Dios ha podido llegar. El Hombre Jesús nos descubre a Dios tal como es Dios con nosotros, porque es Dios quien actúa en Jesús para decirnos cómo Dios nos ama, cómo quiere que seamos, cómo quiere que actuemos en la vida, cómo vamos a ser después para siempre.

Dios ha hecho todas las cosas y en ellas ha dejado la huella de su propio ser, sobre todo de su amor. Por eso la creación entera es una revelación manifiesta de Dios. Dentro de la creación, el hombre es la criatura más excelsa, pues ha sido hecho como varón y como mujer a imagen y semejanza de Dios. Pero en Jesús, Dios ha manifestado toda su gloria en la máxima expresión. El Dios hecho Hombre ha revelado al hombre todo lo que Dios es, lo que ama, lo que promete y lo que va a ser para el hombre glorificado. Si examinamos esas cuatro palabras clave del párrafo del Concilio y del Catecismo, descubrimos en ellas todo el abismo de la bondad de Dios.

¿Que Dios, en Jesús, trabaja con manos de hombre?… Entonces nosotros amamos nuestra fatiga, nuestro esfuerzo, nuestro deber diario. Si Dios ha hecho lo que hago yo, ¿por qué no voy a hacer yo lo que ha hecho Dios?…

¿Que Dios, en Jesús, piensa con inteligencia de hombre?… Entonces, ¿no veo cómo mis pensamientos pueden ser un cielo límpio, bello, que refleje toda la hermosura del alma preciosa de Jesús?

¿Que Dios, en Jesús, quiso y se determinó con voluntad de hombre?… Entonces, ¿cómo debo yo abrazarme con todo el querer de Dios, si Dios mismo me enseña a hacerlo como Él? ¿Que Dios, en Jesús, amó y ama con corazón de hombre?… Entonces, ¿no veo cómo el amor mío es un amor como el del mismo Dios?…

El hecho de la Encarnación del Hijo de Dios no ha podido ser invento nuestro. No hay hombre que pueda imaginarse algo semejante. Lo sabemos por revelación de Dios, y no es extraño que esta verdad cristiana tan fundamental haya sido objeto, desde la antigüedad hasta hoy, de discusiones acaloradas. Antiguamente se decían algunos herejes: – ¿Dios unido a la materia? ¡Imposible!… Hoy se han dicho algunos: – ¿El hombre necesita a Dios? ¡No nos hace falta!…

Pero la verdad cristiana se mantiene firme: Dios, en Jesús, se hace hombre; y el hombre, en Jesús, llega a ser Dios. Dios no ha podido descender más abajo, y el hombre no ha podido subir más arriba.

Todo ha sido obra del amor de Dios para ganarse el amor del hombre y darle la salvación. ¿Cabe ahora en el hombre negar a Dios el amor y no aceptar la salvación que Dios le ofrece?… Algunos, harán lo que quieran. Otros, nos apegamos a ese Dios, que, en Jesús, lo es todo para nosotros…

La Fuerza del Amor

El núcleo del amor es la fuerza, el valor que mostramos para luchar por lo que amamos, la fortaleza para defender lo que más apreciamos, enfrentar desafíos, superar barreras, derribar obstáculos.

Cuando el amor es auténtico surge con la fuerza de la audacia, el atrevimiento, la osadía que nos lanza a correr riesgos para conquistar lo que amamos; es en esa entrega sin condiciones donde surgen fortalezas donde antes no las había.

El amor nos da el valor de:

– Luchar por nuestros sueños.
– Dar la vida por los que llevamos en el corazón.
– Modificar nuestra propia existencia.
– Cambiar nuestro ser.
– Rebasar el límite de nuestras potencialidades.

El amor nos da la fuerza:

– Para respetar a los seres que amamos.
– Para sonreír a pesar de las adversidades.
– De la humildad para pedir perdón.
– La grandeza de la comprensión.
– La nobleza de perdonar.

El amor nos da el poder:

– Para manifestar nuestras emociones.
– Para alcanzar estrellas.
– Para convertir nuestros sueños en realidades.
– Entregar nuestra vida por un ideal.

El amor nos transforma en seres superiores, nos despierta nuestra capacidad de asombro, nos da la sensibilidad de la contemplación, nos impulsa a niveles infinitos, nos da la fuerza para recorrer nuestra vida con un espíritu invencible y nos impulsa a alcanzar lo imposible.

El amor es la fuerza que Dios deposita en el corazón de todos los seres humanos, a cada uno corresponde decidir vivir como un paladín o un cobarde, como un conquistador o un conformista, como un ser excelente o un mediocre, como un ser lleno de luz o quien permanece por siempre en la oscuridad, el amor hace nacer la fuerza para atrevernos a ser auténticos colaboradores en la grandeza de la creación.

Pregúntate:

Si de verdad amas, ¿Estás luchando con todas tus fuerzas para conquistar lo que deseas?

– El valor para luchar por tus hijos.
– Cuidar de tus padres.
– Conceder el perdón a tu enemigo.
– Pedir humildemente perdón a quien ofendiste.

Pregúntate:

¿Tienes la fuerza para amarte a ti mismo, de convertirte en el ser que estás llamado a ser?

¿Te atreverías a hacer de tu vida una obra magistral digna de las manos que te crearon?

¿Tendrás el valor de ser un auténtico hijo de Dios?

¿Tienes la fuerza del amor?

Disfruta la vida inmensamente, y sé feliz.

Contrición (dolor de los pecados)

Dolor de los pecados es arrepentirse de haber pecado y de haber ofendido a Dios. Arrepentirse de haber hecho una cosa es querer no haberla hecho, comprender que está mal hecha, y dolerse de haberla hecho. El arrepentimiento es un aborrecimiento del pecado cometido; un detestar el pecado.

No basta dolerse de haber pecado por un motivo meramente humano. Por ejemplo, en cuanto que el pecado es una falta de educación (irreverencia a los padres), o en cuanto que es una cosa mal vista (adulterio), o que puede traer consecuencias perjudiciales para la salud (prostitución), etc. El arrepentimiento profundo, que mira la aborrece la ofensa a Dios, precisamente porque Dios ha sido ofendido, y que se propone no volver a ofenderlo, es exactamente la contrición.

No es lo mismo el dolor de una herida -que se siente en el cuerpo- que el dolor de la muerte de una madre -que se siente en el alma-. El arrepentimiento es “dolor del alma”. Pero el dolor de corazón que se requiere para hacer una buena confesión no es necesario que sea sensible realmente, como se siente un gran disgusto. Basta que se tenga un deseo sincero de tenerlo. El arrepentimiento es cuestión de voluntad. Quien diga sinceramente “quisiera no haber cometido tal pecado” tiene verdadero dolor en el alma. Un dolor de amor.

El dolor es lo más importante de la confesión. Es indispensable: sin dolor no hay perdón de los pecados. Por eso es un disparate esperar a que los enfermos estén muy graves para llamar a un sacerdote. Si el enfermo pierde sus facultades, no podrá “arrepentirse”.

El dolor debe tenerse antes de recibir la absolución; su materia son todos los pecados graves que se hayan cometido. Si sólo hay pecados veniales es necesario dolerse al menos de uno, o confesar algún pecado de la vida pasada.

Conocer, Amar y Servir a Dios

Para llegar a gozar de la vida eterna no basta saber que Dios existe, se necesita amarlo y demostrar ese amor con obras, esforzándonos en cumplir la voluntad del Señor.

Recordemos el ejemplo de aquel joven médico que al leer el periódico descubre la foto de una linda chica y su dirección, se decide a escribirle y cortejarla a distancia, enamorándose cada día más.

¿Qué hubiera ocurrido si a nuestro médico en el país lejano no le hubiera llamado la atención la joven de la fotografía? ¿O, si luego de unas pocas cartas, hubiera perdido el interés por ella y cesado la correspondencia? Aquella muchacha no habría significado nada para él a su regreso. Aunque se toparan en la estación a la llegada del tren, su corazón no se sobresaltaría al verla. Su rostro hubiera sido uno más entre la multitud.

Algo parecido sucederá si no empezamos a amar a Dios en esta vida: no hay modo de unirnos a Él en la eternidad. Si nuestro corazón llega a la eternidad sin amor de Dios, la dicha simplemente, no existirá. Como un hombre sin ojos no puede ver la belleza del firmamento estrellado, un hombre sin amor de Dios no puede ver a Dios; entra en la eternidad ciego; No es que Dios diga al pecador impenitente (el pecado no es más que una negativa al amor de Dios): Si no vienes preparado, no quiero que te me acerques. ¡Largo de aquí para siempre! No. El hombre que muere sin amor de Dios, o sea, sin arrepentirse de su pecado, ha hecho su propia elección. Fue él quien, consciente y lúcidamente, rechazó de un manotazo la amante invitación que Dios le ofrecía.

Lo primero será, pues, conocer todo lo que podamos sobre Dios, para poder amarlo, mantener vivo nuestro amor y hacerlo crecer. Volviendo a nuestro imaginario galeno: si ese joven no hubiera visto el periódico donde aparecía la chica, resulta evidente que nunca habría llegado a amarla. No podría haberse enamorado de quien ni siquiera sospechaba su existencia. E incluso, si después de ver su fotografía, el joven no le hubiera escrito y por la correspondencia conocido sus virtudes y su personalidad, la primera chispa de interés nunca a se habría hecho fuego abrasador.

Ésa es la razón por la cual nosotros estudiamos a Dios y lo que Él nos ha dicho de Sí. Ésa es la razón por la cual recibimos clases de catecismo en la infancia y cursos de religión en la juventud y madurez. Por esa razón atendemos a las homilías los domingos y leemos libros y folletos doctrinales, asistimos a círculos de estudio, seminarios y conferencias. Son parte de lo que podríamos llamar nuestra correspondencia con Dios. Son parte de nuestro esfuerzo por conocerlo mejor para que nuestro amor por Él pueda crecer y fructificar.

Pero no basta conocer para amar. Existe un termómetro infalible para medir nuestro amor por alguien, y es hacer lo que agrada a la persona amada, lo que le gustaría que hiciéramos. Volviendo al ejemplo de nuestro mediquillo: si, a la vez que dice amar a su novia y querer casarse con ella, se dedicara a derrochar su tiempo y dinero en prostitutas y borracheras, sería un hipócrita de cuerpo entero. Su amor no sería veraz si no tratara de ser la clase de persona que ella querría que fuese, si no pusiera en práctica las recomendaciones que ella le sugiere en sus cartas.

Análogamente, hay una sola forma de mostrar nuestro amor a Dios, y que consiste en hacer lo que Él quiere que hagamos, siendo la clase de persona que Él dispuso que fuéramos. El amor a Dios no está sólo en los sentimientos. Amar a Dios no significa que nuestro corazón deba dar brincos cada vez que pensamos en Él; eso no es esencial. El amor a Dios reside en la voluntad. No es por lo que sentimos sobre Dios, sino lo que estamos dispuestos a hacer por Él, como probamos nuestro amor a Dios.

Mientras más amemos a Dios aquí, tanto mayor será nuestra dicha en el cielo. Aquel que ama a su prometida sólo un poco, será dichoso al casarse con ella. Pero otro que ame más a la suya será más dichoso que el primero en la consumación de su amor. Del mismo modo, al aumentar nuestro amor a Dios (y nuestra obediencia a su voluntad) aumenta ! nuestra capacidad de ser felices en Dios.

Así, pues, aunque es cierto que cada uno de los que están en el cielo es totalmente dichoso, también es verdad que unos poseen mayor capacidad de dicha que otros. Para utilizar un ejemplo antiguo: un pequeño dedal y un barril pueden estar ambos llenos, pero el barril contiene más agua que el dedal. O también, si cinco individuos contemplan una pintura famosa todos están pasmados ante el cuadro, pero cada uno en grado distinto, dependiendo de su conocimiento y sensibilidad pictóricos.

Todo esto es lo que el catecismo enseña al decir: ¿Para qué te ha creado Dios? a lo que contesta diciendo: Para conocerlo, amarlo y servirlo en esta vida. Esa palabra de en medio, amar, es la palabra clave, la esencial. Pero el amor no se da sin previo conocimiento, pues hay que conocer a Dios para poder amarlo. Y no es amor verdadero el que no se traduce en obras: haciendo lo que al amado le complace.

Antes de terminar, interesa mucho tener en cuenta que Dios no nos deja abandonados a nuestra humana debilidad en este asunto de conocerlo, amarlo y servirlo. No se ha limitado a ponernos un instructivo en las manos y dejar que nos arreglemos con su interpretación lo mejor que podamos. Dios ha enviado a Alguien para que nos dé la fuerza interior y para ilustrar lo que debemos saber en orden a nuestro destino eterno. Dios ha enviado ni más ni menos que a su propio Hijo, el Verbo eterno, que vino a la Tierra para darnos la Vida que hace posible nuestra felicidad sobrenatural, y para enseñarnos el Camino y la Verdad con su palabra y ejemplo.

El Hijo de Dios hecho hombre, Jesucristo Nuestro Señor, subió al cielo el jueves de la Ascensión, y no tenemos ya más entre nosotros su presencia física y visible. Sin embargo, ideó el modo de permanecer aquí hasta el final de los tiempos. Con sus doce Apóstoles como núcleo y base, Jesús se modeló un nuevo tipo de Cuerpo. Es un Cuerpo Místico más que físico por el que permanece en la Tierra. Las células de su Cuerpo son personas en vez de protoplasma. Su cabeza es Jesús mismo, y el alma es el Espíritu Santo. La voz de este Cuerpo es el mismo Cristo, quien nos habla íntimamente para enseñarnos y guiarnos. A este cuerpo, el Cuerpo Místico de Cristo, que continuará la misión salvadora por todos los siglos y en todas las partes, lo llamamos Iglesia. La Iglesia enseña la Verdad y muestra el Camino. Pero la Iglesia también tiene -es el mismo Señor que continúa en Ella- la Vida del Redentor. No sólo nos ayuda desde fuera, como un maestro de la Tierra, sino que nos da la nueva vida, vida de Cristo, para poder unirnos con Él algún día.

Cinco sueños

En los dos primeros capítulos de Mateo hay cinco sueños, y cinco mensajes significativos a través de ellos.

En el primero (1:20-24), un ángel del Señor anuncia a José que no repudiase a María, por causa de su embarazo, porque lo que en ella había sido engendrado era del Espíritu Santo. El segundo (2:12) está dirigido a los magos orientales para que no avisasen a Herodes dónde se hallaba el niño Jesús. En el tercero (2:13), un ángel apareció a José para decirle que huyera a Egipto con el niño y su madre, porque Herodes buscaría al Niño para matarlo. En el cuarto (2:19), un ángel se apareció a José para que regresaran de Egipto, porque habían muerto los que procuraban la muerte del Niño. Y en el quinto (2:22), se le avisó a José que se fueran a residir a la región de Galilea.

Cinco sueños providenciales, cinco voces de alerta que dirigieron los personajes en medio de circunstancias adversas, para que el propósito de Dios se cumpliera.

Parecen tan frágiles un hombre, una mujer y un niño, y parecen tan temibles las fuerzas de un Herodes enfurecido. Sin embargo, un solo movimiento de la mano de Dios, un aviso oportuno, un mensaje en un sueño, son suficientes para burlar el mal y poner un escudo alrededor de los que Él ama.

Cuando el propósito de Dios está involucrado, bien pueden gozarse los hombres en su pequeñez e indefensión, que Él es suficientemente poderoso para guardarlos. Cuando el corazón de Dios ha quedado prendado en la tierra por algunos hombres (porque sus delicias son con los hijos de los hombres), no importa que éstos sean débiles en grado sumo, no hay fuerza en el universo, ni de ángel ni de demonio, capaz de herirles, porque Dios mismo les guarda.

Guía para una Buena Confesión.

[1] Yo soy el Señor tu Dios. No tendrás dioses extraños.

Le doy tiempo al Señor diariamente en oración?
Busco amarle con todo mi corazón?
He estado envuelto en prácticas supersticiosas o en algo de ocultismo?
Busco entregarme a la palabra de Dios como lo enseña la Iglesia?
He recibido la Sagrada Comunión en estado de pecado mortal?
He dicho deliberadamente en la confesión alguna mentira o le he omitido algún pecado mortal al sacerdote?

[2] No jurarás el Santo nombre del Señor en vano.

He usado el nombre del Señor en vano, ligeramente o descuidadamente?
He estado enojado con Dios?
Le he deseado maldad a alguna persona?
He insultado una persona consagrada o he abusado de algún objeto sagrado?

[3] Asistir a Misa todos los Domingos y fiestas de guardar.

He faltado deliberadamente a la misa los Domingos o Días santos de guardar?
He tratado de observar el Domingo como un día de la familia y como día de descanso?
Hago trabajos innecesarios el día Domingo?

[4] Honrar a Padre y Madre.

Honro y obedezco a mis padres?
He abandonado mis deberes para con mi esposa y mis hijos?
Le he dado a mi familia buen ejemplo religioso?
Trato de traer la paz a mi vida familiar?
Me preocupo por mis parientes de edad avanzada o enfermos?

[5] No matarás.

He tenido algún aborto o le he dado coraje a alguien para que lo tenga?
He herido físicamente a alguien?
He abusado del alcohol o de las drogas?
Le di algún escándalo a alguien, y de esa manera le llevé al pecado?
He estado enojado o resentido?
He llevado odio en mi corazón?
Me he hecho alguna mutilación con algún método de esterilización?
He favorecido o me he puesto a favor de la esterilización?

[6] No cometer adulterio

He sido fiel a los votos de mi matrimonio en pensamiento y en acción?
He tenido alguna actividad sexual fuera de mi matrimonio?
He usado algún método anticonceptivo o algún método de control artificial de nacimiento en mi matrimonio?
Ha estado cada acto sexual de mi matrimonio abierto a la procreación ?
He estado culpable de masturbación?
He buscado controlar mis pensamientos?
He respetado todos los miembros del sexo opuesto, o he pensado de la ellos como si fueran objetos?
He tenido actividades homosexuales?
Busco ser casto en mis pensamientos, palabras y acciones?
Me cuido de vestir modestamente?

[7] No hurtar.

He robado lo que no es mío?
He regresado o he hecho restitución por lo que he robado?
Desperdicio el tiempo en el trabajo, en la escuela o en la casa?
Hago apuestas excesivamente, negándole a mi familia sus necesidades?
Pago mis deudas prontamente?
Busco compartir lo que tengo con los pobres?

[8] No levantar falsos testimonios ni mentir

He mentido?
He chismoseado?
He hablado a las espaldas de alguien?
He sido sincero en mis negocios con otros?
Soy crítico, negativo o falto de caridad en mis pensamientos de los demás?
Mantengo secreto lo que debería ser confidencial?

[9] No desear la mujer del prójimo

He consentido pensamientos impuros?
Los he causado por leyendas impuras, películas, conversaciones o curiosidad?
Busco controlar mi imaginación?
Rezo immediatamente para desvanecer pensamientos impuros o tentaciones?

[10] No desear los bienes ajenos.

Soy envidioso de las pertenencias de los demás?
Siento envidia de otras familias o de las posesiones de otros?
Soy ambicioso o egoísta?
Son las posesiones materiales el propósito de mi vida?
Confío en que Dios cuidará de todas mis necesidades materiales y espirituales?

Aprender a orar – Guía rápida

1. Comienza por saber escuchar. El Cielo emite noche y día.

2. No ores para que Dios realice tus planes, sino para que tú interpretes los planes de Dios.

3. Pero no olvides que la fuerza de tu debilidad es la oración. Cristo dijo: “Pedid y recibiréis”

4. El pedir tiene su técnica. Hazlo atento, humilde, confiado, insistente y unido a Cristo.

5. ¿No sabes qué decirle a Dios? Háblale de lo que interesa a los dos. Muchas veces. Y a solas.

6. No conviertas tu oración en un monólogo, harías a Dios autor de tus propios pensamientos.

7. Cuando ores no seas ni engreído, ni demasiado humilde. Con Dios no valen trucos. Sé cual eres.

8. ¿Y las distracciones involuntarias? Descuida. Dios, y el sol, broncean con solo ponerse delante.

9. Si alguna vez piensas que cuando hablas a Dios Él no te responde… lee la Biblia.

10. No hables más de “ratos de oración”; ten “vida de oración”.

Para Aprender a Meditar

Es necesario escoger un libro cuidadosamente seleccionado, que no disperse sino concentre, y de preferencia absoluta la Biblia. Es conveniente tener conocimiento personal sobre ella, sabiendo dónde están los temas que a ti “te hablan”; por ejemplo, sobre la consolación, la esperanza, la paciencia… para escoger aquella materia que tu alma necesita en ese día. También se puede seguir el orden litúrgico del día.

En principio no es recomendable abrir al azar la Biblia. En todo caso, es conveniente saber, antes de iniciar la lectura meditada, qué temas vas a meditar y en qué capitulo de la Biblia.

Toma posesión adecuada. Pide asistencia al Espíritu Santo y sosiégate. Comienza a leer despacio. En cuanto leas, trata de entender lo leído: el significado directo de la frase, su contexto, y la intención del autor sagrado. Aquí está la diferencia entre la lectura rezada y la lectura meditada: en la lectura rezada se asume y se vive lo leído; en la lectura meditada, se trata de entender.

Si aparece una idea que te llama fuertemente la atención, para ahí mismo; cierra el libro; da muchas vueltas en tu mente a esa idea, ponderándola; aplicándola a tu vida, saca conclusiones.

Si no sucede esto (o después que sucedió), continúa con una lectura reposada, concentrada tranquila.

Si aparece un párrafo que no entiendes, vuelve atrás; haz una amplia relectura para colocarte en el contexto.

Es normal y conveniente que la lectura meditada acabe en oración.

Abecedario para la Navidad

Agradecer a Dios el habernos regalado las personas con las que convivimos.

Buscar el bien común por encima de los intereses personales.

Corregir con esmero a aquel que se equivoca.

Dar lo mejor de uno mismo, poniéndose siempre al servicio de los otros.

Estimar a los otros sabiendo reconocer sus capacidades.

Facilitar las cosas dando soluciones y no creando más problemas.

Ganar la confianza de los otros compartiendo con ellos sus preocupaciones.

Heredar la capacidad de aquellos que saben ser sinceros con valentía y respeto.

Interceder por los otros a Dios, antes de hablarle de nuestras cosas.

Juzgar a los otros por lo que son, no por lo que tienen ni por lo que aparentan.

Limitar las ansias personales frente a las necesidades del grupo.

LLenarse con lo mejor que uno encuentra en el camino de la vida.

Mediar entre los compañeros que no se entienden.

Necesitar de los otros sin ningún prejuicio.

Olvidar el miedo al qué dirán dependiendo de la opinión de los demás.

Preocuparse por los más débiles o más necesitados.

Querer siempre el bien de las personas.

Respetar las opiniones de los demás, los derechos de las personas y de los animales.

Salir al encuentro del otro, no esperando que él dé el primer paso.

Tolerar los defectos y límites propios y ajenos con sentido del humor.

Unirnos todos para vivir en paz y armonía.

Valorarse con realismo sin creerse superior a los demás.

X es una incógnita que invita a la búsqueda constante de la verdad con mayúscula.

Yuxtaponer ilusiones y esperanzas, trabajos y esfuerzos por crear fraternidad.

Zambullirse sin miedo en el nuevo día que Dios regala cada mañana.

Ya Había Cumplido su Sentencia

Miles de millones de personas se hallaban reunidas en una explanada ante el trono de Dios. Algunos grupos que se encontraban en la parte del frente conversaban acaloradamente. No con vergüenza, sino con actitud beligerante.

—¿Cómo puede Dios juzgarnos? —dijo uno.

—¿Qué sabe Él del sufrimiento? —espetó una mujer de pelo castaño mientras se levantaba bruscamente la manga para revelar un número tatuado en un campo de concentración nazi—. ¡Nosotros sufrimos horrores, golpizas, torturas, muerte!

En otro grupo, un negro se bajó el cuello de la camisa.

—¿Y qué les parece esto? —inquirió con aire exigente mientras mostraba la horrorosa quemadura producida por una cuerda—. ¡Me lincharon por el crimen de haber nacido negro! Nos sofocamos en barcos de esclavos, nos arrancaron de los brazos de nuestros seres queridos y nos obligaron a trabajar hasta que la muerte nos libró.

A lo ancho de la planicie se divisaban cientos de grupos similares. Cada uno de ellos tenía una queja que presentar a Dios por la maldad y el sufrimiento que había permitido en el mundo. ¡Qué suerte tenía Dios de vivir en el Cielo, donde no existían el llanto, el temor, el hambre ni la muerte!

En efecto, ¿qué sabía Dios de lo que el hombre había tenido que soportar en el mundo?

—Al fin y al cabo, Dios vive entre algodones —exclamaron.

Cada grupo decidió enviar entonces un representante, para lo cual eligió a la persona de su género que más había sufrido. Fueron seleccionados un judío, un negro, un intocable de la India, un hijo ilegítimo, una víctima de Hiroshima, otra de un gulag siberiano, y así sucesivamente.

En el centro de la llanura celebraron una reunión de consulta. Al fin estuvieron preparados para presentar su causa. Era bastante sencilla: Antes que Dios estuviera en condiciones de juzgarlos, debía sufrir lo que ellos habían sufrido. Su decisión fue que Dios debía ser “sentenciado a vivir en la Tierra como hombre”. Pero dado que era Dios, fijaron ciertas condiciones. Con ello se evitaría que empleara Sus poderes divinos para sortear dificultades. Estas fueron sus exigencias:

Que fuera judío.

Que se pusiera en duda la legitimidad de Su nacimiento, a fin de que nadie supiera quién era Su Padre.

Que defendiera una causa tan justa pero tan radical que le valiera el odio, la condenación y el acoso de las confesiones religiosas tradicionales.

Que tuviera que describir lo que ningún hombre ha visto, sentido, degustado, oído u olido. Que tuviera que comunicar a los hombres cómo es Dios.

Que fuese traicionado por sus amigos más queridos.

Que fuese procesado por cargos falseados, juzgado por un jurado tendencioso y sentenciado por un juez cobarde.

Que tuviese que experimentar lo que es la soledad más terrible y el abandono total por parte de toda criatura viviente.

Que fuese torturado y muerto de la forma más humillante posible, entre delincuentes comunes.

Cada vez que uno de los representantes pronunciaba su parte de la sentencia, surgían de la multitud murmullos de aprobación.

Mas cuando el último terminó de emitir su fallo, se produjo un largo silencio. Nadie volvió a pronunciar palabra. Todos se quedaron inmóviles. Comprendieron que Dios ya había cumplido Su sentencia.