LA GRACIA del Martes 11 de Julio de 2017

La persecución está a las puertas pero este también es el tiempo para Dios ¡Es tiempo para vocaciones valientes, tiempo para héroes, tiempo para profetas, tiempo para santos!.

[REPRODUCCIÓN PERMITIDA – Ayúdanos a divulgar este archivo de audio en las redes sociales, blogs, emisoras de radio, y otros medios.]

Así muere un santo

Muerte del Hermano Pedro

En 1667, a los 41 años, después de 15 en Guatemala, el Hermano Rodrigo conoció que iba a morir. Ya en marzo le dio por escribir su nombre entre las cedulillas de los difuntos, para encomendarse así a los sufragios de los fieles. En ese tiempo, visitó a la señora Nicolasa González, abnegada colaboradora del Hospital, y le dijo: «Vengo a despedirme. Es posible que ya no volvamos a vernos». Y añadió: «No llores, porque mejor hermano te seré allá que no he sido acá».

Poco después tuvo que guardar cama, y cuando el médico y los Hermanos le anunciaban la muerte, se alegraba tanto que parecía recobrar ánimos y salud. Pasó días de grandes dolores, aunque éstos desaparecieron al final: «Ya no siento nada, dijo. El Señor que conoce mi gran miseria, no quiere que yo me inquiete por el dolor».

Un día fray Rodrigo de la Cruz se atrevió a pedirle una bendición. Y el Hermano Pedro, incorporándose, le puso al cuello un emblema del nacimiento del Niño Jesús, para que lo llevasen siempre los Hermanos mayores de la fraternidad. Y después le bendijo: «Con la humildad que puedo, aunque indigno pecador, te bendigo en el nombre de la Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Dios te haga humilde».

A su celda de moribundo acudió su querido obispo, fray Payo, y el gobernador don Sebastián Alvarez Alfonso, buen cristiano, que hizo muchas obras de caridad. Y también acudió la comunidad franciscana, que le cantó a coro los himnos religiosos que él más apreciaba. Y los Hermanos terceros, también en coro, con músicos de arpa, vihuela y violón… Y a sus Hermanos del Hospital, entristecidos, que se lamentaban de su muerte tan temprana, les animaba diciendo: «Antes por eso he de morir, porque conviene saber, hermanitos, que a Dios nadie le hace falta».

También, cómo no, acudió en esos días finales el Demonio para acosarle. En vida le había hostigado más de una vez, tomando en ocasiones la forma de gato o de perros rabiosos o de globo de fuego amenazante. Ahora se ve que venía con argumentos contra la fe, pues el Hermano Pedro, que para despreciarle le llamaba el Calcillas, le rechazaba diciéndole: «Yo que soy un ignorante ¿qué entiendo de argumentos? A los maestros y confesores con ellos». Y cuando unos Hermanos, para consolarle, le aseguraron que ya estaba próximo a la muerte, el Hermano Pedro, se rió con alegría, y haciendo castañetas con los dedos, comentó: «¡Me huelgo por el Calcillas!»…

Guardó entera su conciencia hasta un cuarto de hora antes de morir. Solía en sus últimos días apretar en las manos un crucifijo, y mantener sus ojos fijos en una imagen de San José, a quien ya desde el bautismo estaba encomendado. «Me parece que vivo más en el aire que en la tierra», confesó con voz débil. Murió el 25 de abril de abril de 1667. Un siglo después, en 1771, declaró Clemente XIV que sus virtudes habían sido heroicas. Y dos siglos más tarde, el 22 de junio de 1980, fue beatificado por Juan Pablo II.

En El genio del cristianismo (1802), Chateaubriand se hace eco de lo que fue el entierro del santo Hermano Pedro: Todos, especialmente los pobres, indios y negros, «besaban sus pies, cortaban pedazos de sus vestidos, y le hubieran mutilado para llevarse alguna reliquia a no rodear de guardias el féretro. A primera vista parecía un tirano presa del furor del pueblo, y era tan sólo un obscuro religioso a quien se defendía del amor y de la gratitud de los pobres».

Los Bethlemitas

Unos días después de la muerte del Hermano Pedro, el 2 de mayo, llegaban a Guatemala licencias reales para el Hospital de Belén. Fray Rodrigo de la Cruz, por deseo del Hermano Pedro, le sucedió al frente de la incipiente Orden. Después de algunas tensiones, con la ayuda del buen obispo fray Payo y con el prudente consejo del provincial franciscano fray Cristóbal de Xerez Serrano, natural de Guatemala, fray Rodrigo y los suyos tomaron hábito propio en octubre de 1667, el día de Santa Teresa.

En 1673, Clemente X aprobó la congregación nueva y sus constituciones. Y en 1710, Clemente XI erigió la «Congregación de los Betlemitas de las Indias Occidentales en verdadera religión con votos solemnes».

Por esos años se extendió la Orden en América con gran rapidez. Llegó a Lima en 1671, donde se formó el Hospital más célebre de las Indias. Apenas cincuenta años después de la muerte del Hermano Pedro, la Orden tenía ya 21 Hospitales, como los de Cajamarca, Trujillo, Cuzco, Potosí, Quito, La Habana, Buenos Aires, Piura, Payta y también Canarias. En México, de cuya capital había sido nombrado arzobispo el obispo fray Payo Enríquez de Rivera, primer Protector de los bethlemitas, hubo 11 casas, como las de Oaxaca, Puebla y Guanajuato. Esta primera expansión de la Orden, fue propiciada por fray Rodrigo, que después de presidirla casi cincuenta años, murió en México en 1716, a los 80 años de edad.

A principios del siglo XIX, la Orden tenía cinco noviciados -Guatemala, México, La Habana, Quito y Cuzco-, y atendía más de 30 Hospitales. Precisamente por estos años la Orden, muy enriquecida con donativos y propiedades, se vio envuelta en graves problemas, con ocasión de los movimientos americanos independentistas. En la casa de Guatemala se fraguó en 1813 la conspiración que preparó la independencia, cosa que ganó para la Orden la hostilidad de España. Y por esos años, el bethlemita fray Antonio de San Alberto acompañó a Bolívar en sus campañas militares, y éste le nombró su médico de cámara con rango de teniente coronel. Por el contrario, en Argentina, el prior bethlemita fray José de las Animas fue en 1812 el segundo jefe de la conspiración de Alzaga, y una vez descubierta ésta, fue juzgado y ahorcado. Finalmente la Orden fue suprimida en 1820 por un decreto de las Cortes de Cádiz.

A poco de morir el Beato Pedro, dos viudas piadosas, Agustina Delgado y su hija Mariana de Jesús, se ofrecieron para servir el Hospital de Belén, y aceptadas por fray Rodrigo, comenzaron a vivir en una casita contigua bajo la misma regla. Un Breve pontificio de 1674 aprobó esta hermandad. Muchos años después, la guatemalteca Encarnación Rosal, natural de Quezaltenango (1820-1886), hizo su profesión religiosa en manos del último bethlemita, y fue reformadora de la rama femenina de la Orden de Belén, orientándola principalmente hacia la educación.

En la actualidad, las Hermanas Bethlemitas son unas 800, distribuidas, en más de 80 casas, por América y por otras regiones del mundo.

En cuanto a la Orden masculina, en 1984, cuando sólo faltaban seis años para su total extinción canónica -que ocurre a los cien años de la muerte del último religioso-, el tinerfeño don Luis Alvarez García, entonces Secretario-Canciller de su diócesis natal, logró con varios jóvenes guatemaltecos la restauración canónica de la Orden bethlemita, abriendo casa primero en La Laguna, y después en Guatemala.


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Impresionante labor pastoral de Fray Juan de Zumárraga (1475-1548)

Dedicado a los indios

Lo mismo que el obispo Garcés, tenía Zumárraga un amor por los indios muy profundo. A él le fue dado en 1531 aquel encuentro maravilloso con el Beato Juan Diego. Y de él dice Mendieta: «Tenía más tierno amor a los indios convertidos, que ningún padre tiene a sus hijos. En sus enfermedades y trabajos lloraba con ellos, y nunca se cansaba de los servir y llevar sobre sus hombros como verdadero pastor». Y al propósito cuenta una buena anécdota: «Dijéronle a este varón de Dios una vez ciertos caballeros que no gustaban de verlo tan familiar para con los indios: “Mire vuestra señoría, señor reverendísimo, que estos indios, como andan tan desarrapados y sucios, dan de sí mal olor. Y como vuestra señoría no es mozo ni robusto, sino viejo y enfermo, le podría hacer mucho mal en tratar tanto con ellos”. El obispo les respondió con gran fervor de espíritu: “Vosotros sois los que oléis mal y me causáis con vuestro mal olor asco y disgusto, pues buscáis tanto la vana curiosidad y vivís en delicadezas como si no fueseis cristianos; que estos pobres indios me huelen a mí al cielo, y me consuelan y dan salud, pues me enseñan la aspereza de la vida y la penitencia que tengo de hacer si me he de salvar”» (V,27).

Hospitales y burros

El obispo Zumárraga, como buen mendicante, fue muy limosnero, y en su casa siempre hallaban de comer los pobres. Particular caridad mostró siempre con los enfermos, y promovió la institución de hospitales. A él se debe personalmente la fundación de un hospital en Veracruz, y sobre todo el establecimiento en 1540, en la ciudad de México, del Hospital del Amor de Dios, para los aquejados de enfermedades venéreas, no pocos entonces, y de todas partes ahuyentados. De este hospital para enfermos de bubas escribe a su sobrino Sancho García: «es la cosa en que más se servirá a Dios, y mejor memoria de toda la ciudad; y bien es que quede algo del primer obispo de México».

También procuró Zumárraga el bien de los indios, sobre todo de los pobres, trayendo burros de España. En 1956, el gran patriota y cristiano mexicano José Vasconcelos propuso levantar en México monumentos al burro, cuya imagen poética, por lo demás, había sido recreada no ha mucho por Juan Ramón Jiménez (Platero y yo, 1914).

«En lugar de tantas estatuas de generales que no han sabido pelear contra el extranjero, en vez de tanto busto de político que ha comprometido los intereses patrios, debería haber en alguna de nuestras plazas y en el sitio más dulce de nuestros parques, el monumento al primer borrico de los que trajo la conquista. Ello sería una manera de reivindicar las fuerzas que han levantado al indio, en vez de los que sólo le aconsejan odio y lo explotan. Enseñaríamos de esta suerte al indio a honrar lo que transformó el ambiente miserable que en nuestra patria prevalecía antes de la conquista. Lea cualquiera las crónicas de la conquista; era costumbre, reconocen todos los cronistas, que cada pueblo, cada parcialidad, cada cacique, dispusiese de uno o varios centenares de tamemes, es decir, indios destinados al oficio de bestias de carga; esclavos que sustituían al burro… El burrito africano, el asno español, llegaron a estas tierras a ofrecer su lomo paciente para alivio de la tamemes indios» (Breve hª 137-138).

Pues bien, fray Juan de Zumárraga fue uno de los impulsores decisivos de la traída a Nueva España de los burros, como animales de carga. El escribió un memorial al Consejo de Indias en el que decía: «Sería cosa muy conveniente que se proveyese a costa de S. M. viniesen cantidad de burras para que se vendiesen a los caciques y principales, y ellos las comprasen por premia, porque demás de haber esta granjería, sería excusar que no se cargasen los indios, y excusar hartas muertes suyas». La petición fue atendida, y el mismo Zumárraga andaba «caballero en su asnillo», según escribía en 1538: «Ando a pie mis cuatro o cinco leguas; el asno del obispo se cansa tan presto como él, y bájome de él y va retozando en el tropel de los indios… Cuando voy en él, salen [los indios] al camino a besar a él [al borrico], no osando llegar a mí».

Continuar leyendo “Impresionante labor pastoral de Fray Juan de Zumárraga (1475-1548)”

9 cosas que debes saber sobre la Guerra Cristera

“La Guerra Cristera fue un conflicto armado en México que se prolongó desde 1926 hasta 1929. El Presidente Plutarco Elías Calles promulgó una legislación anticlerical, por la cual los católicos debieron levantarse en armas para defender su fe, siendo miles de ellos encarcelados y ejecutados. Se estima que fueron 250 mil personas las que perdieron la vida en esa guerra en ambos bandos…”

Haz clic aquí!

La muerte de un santo misionero agustino

El sermón de su despedida

En 1563 el padre Roa, estando de prior en Molango, y sintiéndose gravemente enfermo, convocó a los fieles de todos los pueblos vecinos que el había atendido durante años, para despedirse de ellos. Hacía entonces veinticinco años que estaba en la Nueva España, tenía 72 años, y sabía ya con seguridad que pronto le llamaría el Señor.

Cuando ya todos estuvieron reunidos, les hizo una larga prédica, en la que recordó todos los pasos principales de su vida misionera, y les explicó por última vez los artículos fundamentales de la fe cristiana. Ya al final, se acercó a una hoguera que habían encendido cerca, y entrando en las grandes llamaradas, desde allí estuvo exhortando a los fieles, sin quemarse, para que temieran las penas posibles del infierno…

El padre Grijalva comenta: «A mí me acobardara el escribir [estas cosas] si no hubieran sido tan públicas a los ojos de un mundo entero, notorias a todos, y recibidas de todos, sin que ninguno haya puesto duda, ni escrúpulo en ello».

Muchos otros milagros del padre Roa -apenas verificables, por supuesto, al paso de tantos años- quedaron igualmente escritos (Crónica II,22), cuando aún vivían muchos de los informantes y testigos. Y el padre Grijalva añade: «Si las cosas que he escrito [de los santos varones de la Orden] admiraren por muy grandes, demos las gracias a Dios que es poderoso para hacerlas en sujetos tan humildes, y procuremos imitarles fiados en un Dios tan bueno que es para todos, y tan rico que no se agota».

A morir a México

Quiso ir a morir en el convento agustino de México, para ser así enterrado en la Casa matriz de la Orden. Y ya de camino, sin quererlo, iba arrastrando multitud de indios, que llorando a gritos, le pedían su bendición, «afligidos sobre todo por lo que les había dicho de que no volverían a ver su rostro» (Hch 20,38).

En Metztitlán estaba de prior fray Juan de Sevilla, su íntimo amigo, que le acompañó el resto del camino. Llegado a México, se le impuso que no hiciera penitencia alguna y obedeciese en todo a los enfermeros, cosa que obedeció sin dificultad, aunque luego obtuvo licencia para continuar absteniéndose de comer carne. Fue enviado unos días al convento de los dominicos de Coyoacán, pueblo de buen clima y buenas aguas, donde los frailes predicadores le acogieron con gran afecto, y allí hizo confesión general. Pero agravándose su enfermedad, regresó a México.

Recibidos los sacramentos de confortación para la muerte, quedó tres día sin habla, agarrado al crucifijo que le había acompañado en todas sus correrías apostólicas, fijos los ojos en él, y muchas veces llorando. Una hora antes de morir, pudo hablar y dijo: «Mi alma es lavada y purificada en la sangre de Cristo, tan fresca y caliente como cuando salió de su sacratísimo cuerpo». Y añadió: «Padre eterno, en tus manos encomiendo mi espíritu. Y con esto murió a 14 de setiembre [de 1563], día de la Exaltación de la Cruz» (II,23).


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Un misionero orante y contemplativo

«[Fray Antonio de Roa, misionero agustino] era continuo en la oración y contemplación, y todo el tiempo que le sobraba gastaba en esto. De día le sobraba poco tiempo, porque lo gastaba todo en obras de caridad, enseñando, predicando y administrando los santos sacramentos a los indios. Pero las noches las pasaba todas en estos ejercicios. Estaba de rodillas siempre que rezaba o contemplaba, y ponía las rodillas a raíz del suelo, porque levantaba el hábito. El modo que tenía de meditar, según él mismo comunicó a fray Juan de la Cruz, era el que le enseñó su madre» (II,20), meditando cada día de la semana una frase del Padre nuestro.

El domingo, el día que culmina la primera creación y que inicia la nueva, se representaba al Padre celestial, de quien viene todo bien en el cielo y en la tierra: Pater noster, qui es in coelis, sanctificetur nomen tuum.

El sábado, jurando fidelidad a Cristo, Rey del universo, suplicaba incesantemente: Adveniat Regnum tuum.

El viernes, uniéndose a la Pasión de Jesús, no se cansaba de repetir: Fiat voluntas tua. Como él decía, volvía hacia atrás el Padre nuestro justamente para que esta súplica fuera en el viernes.

El jueves meditaba en Jesús, el Buen Pastor que da la vida por sus ovejas, alimentándolas amorosamente en la eucaristía con su propio cuerpo: Panem nostrum quotidianum da nobis hodie.

El miércoles recordaba a aquel siervo del evangelio que «no tenía con qué pagar»… y «el señor, movido a compasión, le perdonó la deuda» (Mt 18,25.27), y oraba: Dimitte nobis debita nostra.

El martes examinaba su conciencia con especial cuidado, y reconociendo sus culpas y su debilidad ante los peligros, decía: et ne nos inducas in tentationem.

Y el lunes, pensando en el juicio final, se abandonaba a la misericordia de Dios diciendo: sed libera nos a malo.


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Datos biográficos mínimos del Padre Pío de Pietrelcina: Su fiesta es el 23 de Septiembre

El Padre Francesco Forgione nació en Pietrelcina, provincia de Benevento, el 25 de mayo de 1887. Sus padres fueron Horacio Forgione y María Giuseppa. Creció dentro de una familia humilde. Pero como un día él mismo dijo, nunca careció de nada.

Fue un niño muy sensible y espiritual. En la Iglesia Santa María de los Ángeles, la cual se podría decir, fue como su hogar, lo bautizaron, hizo la Primera Comunión y la Confirmación.

También en esta misma Iglesia, a los cinco años, se le apareció el Sagrado Corazón de Jesús. Más adelante, empieza a tener apariciones de la Virgen María, que durarían por el resto de su vida.

Ingresó a la Orden de los Frailes Menores Capuchinos en Morcone en enero de 1903. El día anterior a entrar al Seminario, Francisco tuvo una visión de Jesús con su Santísima Madre.

En esta visión, Jesús puso su mano en el hombro de Francisco, dándole coraje y fortaleza para seguir adelante. La Virgen María, por su parte, le habló suave, sutil y maternalmente, penetrando en lo más profundo de su alma.

Ordenado sacerdote el 10 de agosto de 1910 en la Catedral de Beneveto, en febrero de ese año se estableció en San Giovanni Rotondo, donde permaneció hasta su muerte, el 23 de septiembre de 1968.

Poco después de su Ordenación, le volvieron las fiebres y los males que siempre lo aquejaron durante sus estudios. Fue enviado entonces a su pueblo, Pietrelcina, para que se restableciera de salud.

Luego de 8 años de sacerdocio, el 20 de septiembre de 1918, recibe los estigmas de Nuestro Señor Jesucristo en sus manos, pies y costado izquierdo, convirtiéndose en el primer sacerdote estigmatizado.

En una carta que manda a su director espiritual, los describe así: “En medio de las manos apareció una mancha roja, del tamaño de un centavo, acompañada de un intenso dolor. También debajo de los pies siento dolor”.

Más adelante, en el año de 1940, proyectó un hospital, que se denominó “Casa del Alivio del Sufrimiento” -el más importante del sur de Italia-, cuya construcción culminó en 1956.

El 20 de septiembre de 1968, el Padre Pío cumplió 50 años de haber recibido por primera vez los estigmas del Señor Jesús. El Padre Pío celebró la Misa a la hora acostumbrada. Alrededor del altar hubo 50 grandes macetas con rosas rojas para sus 50 años de sangre…

A los dos días, murmurando por largas horas, “¡Jesús! ¡María!”, muere el Padre Pío, el 22 de septiembre de 1968. Los que estaban presentes se quedaron durante mucho tiempo en silencio y en oración. Después, estalló un largo e irrefrenable llanto.

El funeral del Padre Pío fue impresionante, ya que se tuvo que esperar cuatro días para que la multitud de gente pasara a despedirse. Se calcula que más de cien mil personas participaron del entierro.

Al morir, desaparecieron los estigmas, con lo cual el Señor ha confirmado su origen místico y sobrenatural.

Muchas han sido las sanaciones y conversiones concedidas por la intercesión del Padre Pío, e innumerables milagros han sido reportados a la Santa Sede.

El 18 de diciembre de 1997, Su Santidad Juan Pablo II pronunció venerable al Padre Pío. Este paso, aunque no tan ceremonioso como la beatificación y canonización, es ciertamente la parte más importante del proceso.

Su beatificación la llevó a cabo su S.S. Juan Pablo II el 2 de mayo de 1999 en una solemne Concelebración Eucarística en la Plaza San Pedro.

El 16 de junio de 2002 fue declarado San Pío de Pietrelcina en presencia de S.S. Juan Pablo II en una solemne Misa en la Plaza San Pedro.

A Michael Phelps, todo lo que el oro no le pudo dar…

“La estrella de la natación Michael Phelps, el atleta olímpico más condecorado de la historia, casi cometió suicidio hace dos años. Su pericia atlética y su éxito le habían valido muchísima atención mediática durante la última década, tanta que pareciera que los medios deportivos le veneraban como a un dios, pero mientras tanto Phelps luchaba por encontrar paz en su corazón…”

Haz click aquí!

Historia prodigiosa del Santo Cristo de Totolapan

A unos 125 kilómetros de la ciudad de México, cerca de la Estación Cascada, se halla el pueblo de Totolapan, cuyo primer evangelizador y prior, en 1535, fue fray Jorge de Avila, que edificó casa y convento, y que desde allí evangelizó otros ocho pueblos del actual estado de Morelos. Pues bien, fray Antonio de Roa en 1542 fue nombrado prior de San Guillermo Totolapan, allí precisamente donde aprendió la lengua mexicana, cuando pensaba volverse a España. Tenía entonces 51 años, y su enamoramiento de Cristo Crucificado iba haciéndose cada vez más profundo…

Por aquellos años, apenas llegaban imágenes de España y no había en el lugar todavía quien las hiciese. Y el padre Roa, acostumbrado a orar en Burgos ante aquel famoso cristo de los agustinos, tenía muy vivos deseos de conseguir un hermoso crucifijo, y «lo había pedido muchas veces con devoción y ahínco».

Y un día de 1543, el quinto viernes de Cuaresma, el portero avisa al prior Roa que un indio ha traído un crucifijo para vender. Fray Antonio corre allí, desenvuelve el cristo del lienzo en que el indio lo traía, y sin hacer caso del indio, toma el crucifijo, besa sus pies y su costado, lo venera con emocionadas palabras, y se apresura a colocarlo en la reja del Coro, donde siempre había deseado tenerlo. En seguida llama a los frailes para darles tan buena nueva… Pero cuando trata de dar razón del indio, advierte que ni se ha fijado en él. Corren entonces a la portería, al pueblo, a los caminos, pero del indio nunca más se sabe nada.

En 1583, cuarenta años más tarde, los agustinos lo trasladaron a su gran convento de México, donde esperaban que podría recibir más culto, y para ello, al parecer, lo sacaron de noche y ocultamente por una ventana que todavía se muestra. En 1861, con motivo de la exclaustración decretada por Benito Juárez, los agustinos hubieron de abandonar su grandioso templo de la ciudad de México. Y fue entonces, tras doscientos setenta y ocho años de ausencia, cuando el pueblo de Totolapan consiguió recuperar su santo cristo, y lo trajo cargando desde México. Éste es el origen del Santo Cristo de Totolapan, lleno de majestad y de belleza, tan venerado hasta el día de hoy.


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Comienza la historia admirable del agustino Fray Antonio de Roa

Conocemos la historia admirable del agustino fray Antonio de Roa por la Crónica de la Orden de N. P. S. Agustín en las provincias de la Nueva España, escrita por el padre Juan de Grijalva, y publicada en México en 1624; y también por el libro del benemérito presbítero mexicano Lauro López Beltrán, Fray Antonio de Roa, taumaturgo penitente.

Fernando Alvarez de la Puebla, distinguido caballero castellano, y Doña Inés López, en la villa burgalesa de Roa, perteneciente a la diócesis de Osma, tuvieron en 1491 un hijo a quien llamaron Fernando. De su madre recibió éste una formación espiritual que habría de valerle para toda su vida. «Su madre, asegura Grijalva, fue tan piadosa y buena cristiana que fue maestra de este gran contemplativo» (II,20), como se vio más tarde, siendo ya religioso. Desde chico «le llamaban el niño santo», y era «la estatura y los miembros bien proporcionados, y de robusta salud. Hombre de grandísima verdad, y de discreta conversación, muy piadoso con los pobres, humilde y templado».

La precocidad religiosa de este joven da ocasión a que sea nombrado a los 14 años, siendo laico, canónigo de la Colegiata de Canónigos Regulares de San Agustín en Roa, función que desempeña día a día con la mayor fidelidad, aunque siempre se resiste a ser ordenado sacerdote. En 1524, a los 33 años, pasa de la vida litúrgica en la Colegiata y de las obras de caridad y apostolado en Roa a la vida religiosa, ingresando en los agustinos de Burgos, atraído por su devoción al santo Cristo Crucificado que allí se venera. Toma entonces el nombre de Antonio de Roa, profesa en 1528, y venciendo los frailes sus muchas resistencias, es ordenado sacerdote poco después.

En 1536, fray Francisco de la Cruz, agustino adelantado en México, viaja a España consigue doce misioneros de su Orden, y entre ellos al padre Antonio de Roa. La marcha de fray Antonio fue muy sentida en Burgos, y ante la solicitud de fray Francisco de la Cruz, «le rogó el Padre Provincial que le dejase, y que le daría por él otros tres religiosos, los que quisiese escoger de toda la Provincia» (II,20)…


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Conoce a Paul Claudel

Decía muy bien “L’Osservatore Romano” al calificar la muerte de Paul Claudel como día de luto para toda la cultura católica. El brillante escritor galo, que llevó al par una fecunda tarea diplomática representando a Francia en puestos claves, ocupaba por derecho propio tal puesto en la literatura que, para alcanzar una talla comparativa, habría que remontarse a los mejores clásicos de la Edad de Oro y, sobre todo, a Calderón. Por eso nos ha alegrado ver cómo en las reseñas que del autor de “La Anunciación” se han hecho últimamente, ha imperado unidad de criterio en esta idea que inicialmente apuntaba Pérez Lozano desde “Signo”.

Pero si, como Calderón, Paul Claudel ha sido un coloso de las letras, su figura humana no está exenta de ricos matices, entre los que descuella su simpática y atrayente ejemplaridad, sobre la que insistimos para las juventudes de ahora.

HIJO DE CAMPESINOS

Villenueve-sur-Fere es un humilde pueblo de la gleba francesa que abriga el orgullo de sus tradiciones. 1868 trajo para la aldea un nuevo timbre de gloria: allí nacía un chico a quien en el bautizo se signaría como Paul, hijo del campesino Claudel. Años después, como al mozo le tiraba la afición por los libros, París se encargaría de darle el espaldarazo de la ilustración. Como lo hizo, será mejor que él nos lo cuente.

“Yo también, como los antiguos profetas, en los días de mis dieciocho años, cuando se me sacó de la buena provincia para atiborrarme la cabeza con tinta de imprenta y la pulpa podrida de los libros paganos, yo también he sido cautivo de esta Tiro y en esta Babilonia, he errado hasta lo más profundo de las entrañas tenebrosas, esperando leer sobre las placas indicadoras la mismísima “encrucijada de la desesperación”.

¿Cómo se las arregló la ciudad de la luz para que en el muchacho cristalizara este estado de amargura? París en 1882, era una urbe de “diletantes” en la que pontificaba el ateo Renán. Sin un timón que orientara sus lecturas, Claudel cayó pronto en la más honda sima del ateísmo. El ha concretado las causas de su incredulidad en estos términos: “la enseñanza laica, la “Vida de Jesús” de Renán y su hermana Camila, también ganada por un malentendido intelectual al que acabó arrastrando la adolescencia de Claudel.

LA CONVERSIÓN

Cuatro años –de los catorce a los dieciocho- pasó el joven Claudel al margen de la fe, “arrastrando en las aceras por el torrente de esa humanidad impura que surge a la noche de los teatros”. Sigrid Undset, la Nobel noruega, ha escrito: “Si cuantos se han convertido al catolicismo descubrieran los caminos que los llevaron a Roma, probablemente no encontraríamos, dos trayectorias idénticas”.

Así, a Chesterton lo ganó una paradoja, a García Morente los compases de Berlioz y a Claudel una polifonía. En la nochebuena de 1886, Cristo nació también en la pesebrera que era entonces su corazón, por caminos que a nosotros pueden parecer incomprensibles. Rimbaud el joven e irresoluto Rimbaud, al que en la agonía alcanzara también el lebrel del Cielo, horas antes abrió contradictoriamente con sus poemas amargos “una fisura en mi amargura materialista”. Abrumado por la lectura, había acudido a la catedral de Notre-Dame para buscar inspiración. Acababa de entonarse el “Magnificat”. “Yo estaba de pie entre la gente, cerca del segundo pilar en la entrada del coro, a la derecha del lado de la sacristía. Y fue entonces cuando se produjo el acontecimiento que ha dominado toda mi vida. De pronto mi corazón fue tocado y creí. Creí con una tal fuerza de adhesión con una tal elevación de todo mi ser, con una convicción tan pujante, con tal certeza, que no quedó lugar para ninguna especie de duda, de tal forma que después todos los libros, todos los razonamientos, todos los azares de una vida agitada, no han podido quebrantar, ni siquiera tocar, mi fe”.

MISIONERO DE LAS MENTES

La noche de la conversión, la misma Camila puso en las manos de Claudel una biblia. El hecho es significativo, porque no sólo la hizo el pan de sus meditaciones, sino que llegó a encomiarla en su obra, aun costándole incomprensiones que deshizo al fin la excelsa “Anunciación a María”. Es cierto que a él poco le afectaron, porque fue el prototipo de la fidelidad a la vocación, pero conviene resaltar la incorporación de este tesoro que tan útil habría de serle en su predicación desde el verso y las tablas y, sobre todo, en el apostolado directo con sus amigos carentes de fe.

Precisamente lo que más asombra de Claudel-hombre es ese su sentido de la caridad que intrépidamente le llevaba en ansias de salvación adonde hubiera un alma en tinieblas. Desde la noche de Notre-Dame, el resto de los ochenta y cinco años de Claudel están imbuídos de esta inquietud. Gusta considerarle como el converso misionero de las grandes inteligencias. La cita de nombres a los que el coloso de Francia llevó al camino de Damasco se haría interminable. Nombremos uno bien significativo: Francis Jammes, el místico y magistral poeta de la Virgen. Hasta dónde llegará su afán lo demuestran las cartas cruzadas con Gida, el autor que está en el “Índice”. Existe también una epístola suya que nos gustaría meditara una y mil veces la juventud de hoy, y la escrita a Jacques Riviere, en la que figura este pensamiento que tanto gustaba a los del 36: “La juventud no ha sido hecha para el placer, sino para el heroísmo”.

Hablaba a los amigos en el error con un cariño incomparable. A Maxime Alejandre, un judío de verdad, le dijo: “Dios lo necesita a usted, lo llama, llora por usted como un niño en la cuna. ¿Qué espera?”.

CONSECUENTE CON LA FE

Claudel supo lo que decía cuando afirmaba que nada en la vida había podido ni siquiera tocar su fe. Le costó a veces sangrarle el corazón, pero el siempre obró en consonancia con los principios.

Toda su producción de converso se caracteriza por una limpieza inmaculada. Es más: en su etapa de incrédulo hay una obra reprobable. El la repudió en estos términos: “Antes de irme para no volver, yo también quiero lanzar al Sena mi segundo libro, ese drama La Ville en el que la prostituida estaba prometida a la mano de los conquistadores”

Lágrimas, sublimes lágrimas le costó también una decisión tomada en su vida. En un viaje que hizo a Extremo Oriente en función diplomática, conoció a una mujer agraciada de la que se enamoró apasionadamente. Le bastó saber que estaba casada para zanjar, heroicamente, su amor porque no se lo permitía la moral cristiana.

¿Y con España? ¿Cómo le pagaría nuestra patria el favor que le hizo durante la Cruzada? Cuando una ominosa consigna de silencio pretendía ocultar el espantoso holocausto de vidas que el comunismo hacia aquí, la voz de Claudel, no solo denunció el genocidio, sino que con su “Oda a los sacerdotes mártires de España” cristalizó la defensa mas apasionada, a la vez que una pieza literaria de antología.

Pero lo que más le enorgullecía era su fidelidad al Papa y el desenlace que ésta tuvo hace unos años. Fue a raíz del Año Santo, cuando se pensó, como una deferencia hacia el Pontífice, representar en los jardines vaticanos la simbólica “Anunciación a María”. De por sí, la asistencia de Pio XII era una distinción excepcional y así lo entendió el poeta. Sin embargo, hubo algo más. De rodillas ante el Vicario de Cristo, Claudel vió inclinarse su figura ascética y se sintió estrechado entre sus brazos. Sesenta y siete años de lucha los dio por bien recompensados con la emoción del instante. El Santo Padre le hizo dos regalos: unas palabras personales y un rosario. Las palabras decían:

“… Me parecía seguir con la mente y el recuerdo el itinerario de un alma poseída y conquistada por la gracia de Cristo, que a partir del día de la conquista se esforzaba por manifestar el amor de que estaba henchida, siempre con ardor”. El rosario lo llevó Claudel a la tumba entre sus manos entrelazadas.

A LA HORA DE LA VERDAD

En la capital francesa, el 23 de abril último amaneció envuelto por una neblina cenicienta que algodonaba las frondas. Era natural, porque el calendario marcaba el miércoles de ceniza.

En una estancia próxima al bosque de Boulogne, Paul Claudel, el mejor poeta de la Francia contemporánea, dormía, abrumado de gloria, el sueño de la muerte. Por eso, cuando se sintió morir, no tuvo que tomar otra disposición que la de seguir trabajando hasta el momento postrero. Solo entonces se tomó unos segundos, los necesarios para decir:

“Dejadme morir tranquilamente. No tengo miedo.”

Junto al rosario del Papa, Claudel llevó consigo un crucifijo muy querido, regalo de un misionero: la cruz a la que tanto había amado y servido.

Héroes olvidados: El padre O´Flaherty

“En la Roma bajo la ocupación alemana, la Iglesia se movilizó para proteger a quienes pudiesen estar en situación de riesgo. Uno de los personajes más destacados de esa época es el sacerdote irlandés Hugh O´Flaherty (1898-1963), inmortalizado por el escritor J.P. Gallagher en la novela Escarlata y negro, que sirvió de guión a la película del mismo nombre rodada en 1983 por Jerry London para la televisión e interpretada por Gregory Peck como monseñor O’Flaherty, con Christopher Plummer como el coronel Kappler y Sir John Gielgud como el Papa Pío XII…”

Haz click aquí!

Los héroes olvidados de Chernobyl

“Tras la explosión inicial del reactor número cuatro de la central nuclear Vladimir Ilich Lenin, los operarios y equipos de emergencias trataban de apagar el fuego procedente del reactor a la vez que sellaban con materiales pesados el núcleo del mismo. El objetivo era relativamente sencillo: bloquear el foco de radiación y fuego en el que se había convertido el reactor…”

Haz click aquí!