Una parte esencial de la vida de la Iglesia es la unidad. Fue voluntad y súplica de Cristo al Padre: “¡que sean uno!” (Juan 17).
Lo más típico y lo más arduo de esa unidad es que es, a la vez, unidad en la fe y en la caridad. Y no se puede sacrificar una de estas dimensiones de la unidad a expensas de la otra.
Si se busca la unidad de la fe sin la caridad, se termina insultando al contrario, en derroche de arrogancia que para nada edifica.
Si al contrario se pretende una especie de unidad de caridad sin unidad en la fe y la doctrina, lo que queda es pura política de apariencias, que poco dura y ningún fruto da.
Lo propio nuestro es trabajar a la vez en la unidad de doctrina y de fe, por una parte, sin caer en las redes de la soberbia, la agresión o la burla.
Tarea ardua esta, que sólo será posible si Cristo reina tanto en nuestra cabeza como en nuestro corazón.