La verdad del amor humano

“Ante estas nuevas circunstancias sociales queremos proponer de nuevo a los católicos españoles y a todos los que deseen escucharnos, de manera particular a los padres y educadores, los principios fundamentales sobre la persona humana sexuada, sobre el amor esponsal propio del matrimonio y sobre los fundamentos antropológicos de la familia. Nos mueve también el deseo de contribuir al desarrollo de nuestra sociedad. De la autenticidad con que se viva la verdad del amor en la familia depende, en última instancia, el bien de las personas, quienes integran y construyen la sociedad…”

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Que es la fe?

El Evangelio nos señala los tres rasgos esenciales de la fe:

1º La fe es un don de Dios que se consigue por la oración. Esta es necesaria. Las cuestiones científicas hay que abordarlas científicamente, y las realidades religiosas de modo religioso.Si Dios es una persona, no es posible forzar su voluntad. No hay aquí contradicción alguna. Basta decirle a Dios: «Si existes, Señor, haz que te conozca». Ésta fue la oración del Padre Foucauld antes de su conversión.

«Nadie viene a mí si mi Padre no lo atrae», dice Jesús (Jn 6,44.65).

2º La fe es un acto razonable. Antes de seguirle, Jesús propone que se reflexione con seriedad, como el que se dispone a construir una torre. El creyente debe tener serias razones y suficientes para creer. De ellas hemos hecho más arriba un inventario rápido y sumario.

3º La fe es un acto libre. Dios no viola las conciencias, porque la libertad es la ley del Amor. Jesús nos dice «si tu quieres». La purificación del corazón nos pone en camino: «me dices que dejarías los placeres si encontraras la fe; pero yo te aseguro que encontrarás la fe si dejas los placeres» (Pascal).

“El que obra la verdad, viene a la luz” (Jn 3,21).

En materia religiosa, como en el amor, llega un momento en el que tendremos que decidir, y nadie puede hacerlo en nuestro lugar

La alegría de la fe

Sucede en nuestra relación con Dios como ocurre con una persona que viaja en el tren a nuestro lado. Podemos tratarle como un mueble, o bien podemos darle en nosotros existencia como persona, y como persona próxima. Resulta paradójico que Aquel que nos da la vida y la existencia en cada instante quiere que nosotros tengamos también la alegría de hacerle existir en nuestras vidas por la fe.

La reciprocidad es la clave íntima del amor. Humildad de Dios.

Por eso Dios no es el gran ausente. Él es, precisamente, «el corazón de nuestras vidas, el que nos hace vivir».

A su luz el mundo se hace transparente y fraternal, como lo expresa el cántico al Hermano Sol de San Francisco de Asís. El universo entonces se transforma en vínculo de comunión: «Una renuncia dulce y total », dice Pascal. Y en nuestras cruces, también en aquella de la duda –porque la fe no es una evidencia, es siempre una lucha, el combate del amor–, otro, a partir de entonces, reza en nosotros: el Espíritu de Jesús.

«Padre mío, me abandono a ti, dispón de mí. Te daré gracias por cualquier cosas que de mí dispongas. Estoy pronto a todo, lo acepto todo. No deseo nada, sino que tu voluntad se haga en mí y en todas tus criaturas, Dios mío.

«Pongo mi alma entre tus manos, te la entrego, Dios mío, con todo el amor de mi corazón, porque te amo y este amor poner en mí la necesidad de entregarme a ti, sin medida, con una infinita confianza. Porque eres mi Padre» (Ch.de Foucauld).

• «Señor, ven en ayuda de mi incredulidad» (Mc 9,24)

Yves Moreau es el autor de Razones para Creer. Texto disponible por concesión de Gratis Date.

De que sirve creer, si hay ateos tan buenos

Si hay ateos mejores y más caritativos que los cristianos, ¿de qué nos sirve ser creyentes y cristianos?

Aparentemente de nada. Y de hecho, la fe es un asunto de verdad y no de utilidad. Pero al acercarnos más al concepto de la fe, observamos que desde ella se enfrentan con un profundo sentido preguntas como: «¿por qué la vida? ¿por qué la muerte?» Son preguntas que la mayoría de los ateos confiesa no saber responder. La fe da un sentido a nuestra vida y nos ayuda a darle forma.

Llegados a este punto, conviene hacer algunas consideraciones:

1.– Ser cristiano es una condición no fácil de vivir con coherencia; se espera mucho de nosotros, y eso es un elogio.

2.– Algunos ateos son buenos con sus amigos; pero Jesucristo nos impulsa a llevar esta bondad hasta el heroísmo. La caridad, en el mandato de Jesús, no tiene fronteras –recordemos la parábola del buen Samaritano–. Por eso dice a sus discípulos: «si solo amáis a los que os aman… ¿qué hacéis de más? ¿No hacen eso también los paganos?» (Mt 5,46-47). Católico quiere decir abierto a todos.

3.– Es cierto que hay no creyentes que anteponen el amor a los demás, cualesquiera que sean, por encima de todo, por lo menos en algunos momentos de sus vidas. Ahora bien,

–en ese caso, hay que decir que son creyentes, puesto que creen en algo invisible, el amor, algo que tiene más valor que todo lo que se puede ver y tocar.

–este hecho prueba al creyente que el Espíritu actúa más allá de los límites visibles de la Iglesia. El sentido superior del amor pervive más allá de los límites de la Iglesia y del conocimiento de la misma. El empeño de misioneros y apóstoles, justamente, parte de esta fe en la acción secreta de Dios en el corazón de los hombres. Éstos, por la acción evangelizadora, han de llegar a conocer y a vivir plenamente lo que ya están viviendo en alguna medida.

4.– Pero es una lástima que estos «incrédulos» no sean cristianos.

–porque así tendrían más coraje para luchar, al saber que están construyendo un reino que no pasará; se llevarán una sorpresa cuando un día lleguen a descubrirlo.

–además, cuando sufrieran agotamientos, desánimos, podrían reafirmarse en un amor pleno apoyándose en la fuerza del amor de Cristo por la oración y los sacramentos, a ejemplo de los santos.

«En un principio descubrí que el hombre está hecho para amar; pero me quedaba por saber que el hombre no es el Amor y que ha de sacar el Amor de su fuente» (Jacques Lebreton).

Queda por observar que hay, y en mil versiones, gigantes de la santidad – Francisco de Asís y Vicente de Paul, un Padre de Foucauld o un Maximiliano Kolbe, Teresa de Jesús o Teresa del Niño Jesús–, cuya talla moral es un desafío histórico ante el que ha de inclinarse el ateo.

• «Si conocieras el don de Dios» (Jn 4,10).

Quien es Jesus?

«¿Quién decís que soy yo?», pregunta Jesús a sus discípulos (Mt 16,15).

Jesús aparece como un testigo privilegiado de Dios. Pero todavía más que eso: Él se dice igual a Dios. Algunas de sus afirmaciones no ofrecen dudas: «Se os ha dicho [Moisés]…Yo os digo» (Mt 5,27-28). Jesús se considera, al menos, en plano de igualdad con Moisés. «Antes que Abraham naciese, ya existía yo»… (Jn 8,58). Está claro que Jesús se hace igual a Dios.

Sus adversarios lo entienden perfectamente: «No te vamos a apedrear por tus buenas obras, sino porque blasfemas, porque tú, siendo un hombre, te haces Dios» (Jn 10,33).

Para Jesús hubiera sido muy fácil deshacer el malentendido. Pero, por el contrario, lo que hace es afirmar lo mismo: «Yo soy la luz del mundo, el Hijo de Dios vivo» (Jn 9,5; Mt 26,63). Son estas afirmaciones lo que le llevan a ser condenado a muerte.

Esa autoafirmación de Jesús como Dios admite tres explicaciones posibles. O bien se equivoca («está loco»), o bien nos engaña, o si no, es que nos dice la verdad. Sólo la tercera hipótesis se muestra conforme a la realidad . En opinión de las más altas personalidades morales, como es el caso de Gandhi, Jesús es una de las cumbres del género humano; lo es por su sabiduría: «Nadie ha hablado jamás como este hombre» (Jn 7,46); lo es por su santidad: «¿Quién de vosotros puede probar que soy pecador?» (Jn 8,46).

De pronto descubrimos un nuevo rostro de Dios. Dios es único, pero no solitario. Él por amor nos da a su Hijo, y éste por amor nos da su vida en su Espíritu.

Y de esta manera penetramos en la intimidad de Dios: es lo que llamamos el misterio de la Santísima Trinidad.

• «Tú eres Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,16).

Yves Moreau es el autor de Razones para Creer. Texto disponible por concesión de Gratis Date.

Quien es Dios para Jesucristo?

Observando orar a Jesús –por la mañana, muy temprano, al final de la tarde–, se le escucha hablar con autoridad de su intimidad con Dios: «mi Padre y Yo somos uno». Viéndole hacer milagros, grandiosos a veces, como la resurrección de Lázaro, los apóstoles sentían que Jesús tenía una visión de Dios de la que ellos carecían.

Jesucristo es como un periscopio, que se asoma al misterio de Dios y habla de Él con competencia. ¿Quién es Dios para Jesús? Dios es el Todopoderoso: «ni un cabello cae sin su permiso». Es un Artista: «viste maravillosamente los lirios del campo». Pero esas perspectivas no acaban de mostrar la verdadera fisonomía de Dios. Ante todo Dios es un Padre: recuérdese la parábola del hijo pródigo.

Juan resume el pensamiento del Maestro: «Dios es Amor» (1Jn 4,8). Esta afirmación está lejos de ser evidente, porque si en la creación está presente la belleza y la excelencia de muchas cosas, también forman parte de ella la enfermedad, la muerte, la guerra, el pecado. Pese a ello, Jesús mantiene su afirmación: Dios es un Padre, fuente de amor y vida. Y persiste en esa afirmación en el mismo momento de la cruz, cuando todo parece decir lo contrario: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu», «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen». Y aún más: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?», las palabras iniciales de un salmo de confianza.

Pero esta conmovedora afirmación no fue suficiente para los apóstoles. Lo que realmente les ha confirmado en la fe es la resurrección de Cristo, que han entendido como la firma de Dios al fin de su mensaje.

Nuestra fe se apoya ahora en la de los apóstoles, y la de éstos en la resurrección de Cristo, que nos permite asegurar con absoluta firmeza: «Dios es amor», aunque no siempre podamos comprender nosotros cómo nos ama.

«Jesús no ha venido a explicarnos el sufrimiento, sino a llenarlo de su presencia» (Claudel). Jesús ha hecho de su cruz una fuente de amor, que nos permite obrar como Él obró.

• «Nadie conoce al Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar» (Mt 11,27).

Yves Moreau es el autor de Razones para Creer. Texto disponible por concesión de Gratis Date.

Nos dan los Evangelios la verdadera imagen de Jesus?

Se dice a veces que los escritos evangélicos son simplemente el reflejo de la fe de las comunidades cristianas primitivas, y así se viene a contraponer el «Cristo de la fe» y el «Cristo de la historia».

Es verdad que los evangelios no son libros de historia en el sentido actual del término. Cada uno de los autores ha escogido entre los hechos y las palabras de Jesús aquello que más convenía a los destinatarios previstos, y ha dispuesto de esos elementos en función del mensaje que quería transmitir. En este sentido, si la historia moderna puede compararse a una fotografía, podría decirse que los evangelios son cuadros de maestros de la pintura, y que lleva cada uno la marca propia de su autor.

También sería excesivo rechazar su valor histórico. Lucas declara al principio de su relato que se ha «informado con toda exactitud con la ayuda de los testigos oculares» de los hechos que relata. Y no olvidemos que en aquella época, escasa en testimonios escritos, las tradiciones orales eran de una precisión que somos incapaces de imaginar hoy en día.

En el caso de las palabras de un rabbí, era normal que los discípulos las memorizasen con meticulosa precisión, incluso cuando ellos mismos no entendían su sentido. Por otra parte, así es como Jesús dio su enseñanza: «Os he dicho estas cosas mientras permanezco entre vosotros; pero el Abogado, el Espíritu Santo, que el Padre enviará en mi nombre, ése os hará entender todo y os traerá a la memoria todo lo que yo os he dicho» (Jn 14,26).

En la transfiguración, por ejemplo, vemos vemos cómo Pedro, Santiago y Juan se preguntan confusos «qué quiere decir eso de resucitar de entre los muertos», un poco como en el caso de Bernardette, cuando va a ver al párroco repitiendo por el camino los términos «Inmaculada Concepción», cuyo significado no entendía.

Por otra parte, es de señalar que las divergencias en los detalles propios de cada evangelista no hacen sino subrayar su acuerdo en lo esencial. De ahí resulta que la persona de Jesús esté retratada con una nitidez que en modo alguno podría explicarse por una mixtificación, consciente o no, de los evangelistas.

¿Podemos, pues, decir que los evangelios nos ofrecen el verdadero rostro de Jesús? La única respuesta aceptable a esta pregunta es lo que espontáneamente piensa aquel que lee los Evangelios: a través de los temperamentos propios y de los rasgos peculiares de su comunidades respectivas, los evangelistas nos ponen en la presencia de una personalidad histórica de primera magnitud.

• «Lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que nuestras manos han tocado del Verbo de vida… eso os lo anunciamos» (1Juan 1,1-3).

Yves Moreau es el autor de Razones para Creer. Texto disponible por concesión de Gratis Date.

Quien es Dios?

Solo Dios puede hablar bien de Dios.

En relación a Él, nosotros somos un poco como esas pelotitas que se ven en las ferias, sostenidas por un chorro que las mantiene en equilibrio. «Dios da a todos la vida, el aliento y todo… En Él vivimos, nos movemos y existimos» (Hch 17,25.28).

La única certeza que podemos manifestar acerca de Dios es que Él existe como una presencia inefable, una energía a la vez misteriosa, prodigiosa e inteligente, continuamente actuante sobre el mundo, que nos piensa y nos produce a cada instante, porque nosotros no somos el origen de nosotros mismos, como tampoco nuestros antepasados eran origen de sí mismos…

No es lo mismo hacer un pastel o construir una casa que dar la vida a un hijo. Esta tarea requiere una fuerza que nos sobrepasa y que nos es transferida.

Todo lo que podemos añadir es que somos atraidos por una sed de verdad y bien que se nos impone íntimamente y ante la que toda resistencia es vana. Esta corriente de inteligencia, de amor a la verdad y al bien, tiene su origen necesariamente fuera de nosotros.

Es preciso hallar en esta fuente en estado concentrado, en un grado superior, aquello que hallamos en este flujo que somos, es decir: una inteligencia, un amor a la verdad y al bien, en una palabra, una persona. Pero esta fuente, por su misma naturaleza, permanece misteriosa para nosotros, pues ella es el continente y nosotros solo una partecita del contenido.

Dios desborda necesariamente nuestra inteligencia, como el mar desborda el pozalito del niño que en la playa quiere recogerlo (San Agustín).

Dios es infinitamente Otro. Solo podemos captarlo dejándonos captar por Él, o sea adorándolo. No se manifiesta y revela en nuestra conciencia sino cuando nos sujetamos a su voluntad y hacemos a Él la entrega de nosotros mismos.

«Oh tú, el más allá de todo, ¿cómo darte otro Nombre?» (San Gregorio Nazianceno).

• «Yo soy El que soy» (Ex 3,14; Rom 11,34).

Ante los males del mundo, como afirmar que Dios existe?

La pérdida de un ser querido, el hundimiento de un amor, las agresiones a nuestra persona física o moral, parecen cuestionar las certezas más elementales. Ante tales heridas y sufrimientos nos sentimos desamparados e impotentes. ¿Podemos seguir creyendo que Dios existe?

El mal es un desorden que trastorna el orden debido: por ejemplo, un accidente de coche provocado por el alcoholismo de un conductor ebrio.

Comprobamos aquí cómo muchos males provienen de un uso malo de nuestra libertad. Pero la libertad es en sí misma un bien, ya que nos permite elegir el bien no en forma automática, sino con conocimiento de causa.

Pero vengamos ahora al caso de un niño que nace enfermo. A primera vista se puede pensar que tal realidad demuestra la inexistencia de un ser perfecto que obra en el mundo. Sin embargo, ¿cómo explicar entonces las innumerables y variadas huellas de una inteligencia superior en el universo?

Por el contrario, si esta inteligencia existe, como es innegable, es de una naturaleza muy superior a nuestro pequeño cerebro.

Hay cosas que nos hunden en el desconcierto. Vemos el mundo como el envés de un tapiz. Solo vemos un barullo incoherente de líneas y colores. Habría que estar en el lugar de quien realiza la tarea para, viéndola al derecho, poder apreciar la armonía de la labor.

La perspectiva de una vida futura y la resurrección de los cuerpos, viene aquí a esclarecer el ejemplo anterior, desdramatizando las circunstancias del niño enfermo. Se trata, en efecto, de su primer nacimiento. Su segundo nacimiento, el definitivo, será cuando resucite después de la muerte.

«Pienso –dice San Pablo– que los sufrimientos del tiempo presente no guardan proporción con la gloria que ha de manifestarse en nosotros» (Rm 8,18). Y San Juan, recordando conversaciones con Jesús nos dice: «La mujer, cuando da a luz, está triste porque le ha llegado su hora; pero cuando el niño le ha nacido, ya no se acuerda del sufrimiento por el gozo de que ha nacido un hombre en el mundo» (Jn 16,21).

Si el sufrimiento pasajero del inocente nos resulta un misterio, sabemos, sin embargo, que Dios mismo cargó con este sufrimiento a Jesucristo. A través del sufrimiento el cristiano se une ya ahora a su Señor, antes del encuentro definitivo en la gloria.

Podemos ilustrar estas reflexiones señalando recientes conversiones, como las de Frossard o de Clavel e, y de otras mucho más numerosas al otro lado del telón de acero, donde parece que hoy las personas están descubriendo a Dios algo así como se coge un virus.

Así pues, en la presencia del mal, el no creyente tiene en cuenta solamente una parte de la realidad: la negativa; mientras que el creyente toma en cuenta el todo: lo positivo y lo negativo, orden y desorden, bien y mal.

• «No te dejes vencer por el mal… Yo he vencido al mundo» (Rm 12,21; Jn 16,33)

Yves Moreau es el autor de Razones para Creer. Texto disponible por concesión de Gratis Date.

De donde viene la idea de Dios?

No es suficiente negar a Dios sin más. Hay que explicar por qué y cómo esta idea puede nacer en el corazón de un hombre.

Habitualmente el ateo considera la idea de Dios como la proyección de sí mismo o de la imagen del Padre en el infinito: una invención del hombre inseguro, que recurre a la ficción del guardián del orden establecido; una ilusión, una alienación, un rechazo a aceptar el estado adulto, el opio del pueblo…

Y, de hecho, no falta alguna concepción perezosa y alienante de Dios y de la religión, que tiende a descargarnos pura y simplemente de nuestras responsabilidades a beneficio de Dios. Los avances de la ciencia ponen en evidencia con toda razón esta visión de Dios como un motor auxiliar del hombre: «el riego moderno ha reemplazado las rogativas».

Pero el Dios verdadero, lejos de una ortopedia para el hombre, es por lo contrario el fundamento de su realidad: «Dios no es Dios de muertos, sino de vivos», dice Jesús (Mt 22,32). Y desde este punto de vista no se puede mantener la objeción de Sartre: «Si el hombre es libre, Dios no existe».

Para un cristiano, Dios no es un competidor. Por el contrario, Dios es el manantial misterioso y el garante de todo, y en particular, de nuestra misma libertad.

Ya es sabida la ocurrencia de Voltaire: «Dios ha hecho al hombre a su imagen y le ha salido respondón». Pero, si tenemos en cuenta las observaciones anteriores, ¿cómo podría ser de otro modo?

Para hablar de Dios el hombre solo dispone de palabras humanas. ¿Esto significa que la idea de Dios es pura creación de la mente humana y que, por tanto, no tiene existencia fuera de ella? ¿Cómo explicar entonces no solamente el instinto de búsqueda ilimitada, sino también la necesidad de infinito de un ser finito, en un mundo determinado, que, según algunos, se basta a sí mismo?

¿De dónde puede surgir la idea de Dios si no es de una realidad de otro orden, de una realidad infinita, que es su fuente, es decir, si no es de Dios mismo?

El hombre sobrepasa su propia condición: «Nos has hecho para Ti, Señor, y nuestro corazón no descansará hasta que repose en Ti” (San Agustín)

• «Tu luz nos hace ver la luz» (Sal 35,10).
Yves Moreau es el autor de Razones para Creer. Texto disponible por concesión de Gratis Date.

Y si todo fuera azar o necesidad?

A primera vista parece que el asunto está bien planteado. Necesidad y azar parecer estar presentes en el mundo que nos rodea, de una parte en las leyes naturales que rigen a los seres, de otra en la manera fortuita en que se suceden los acontecimientos a lo largo de la historia. Pero veamos las cosas más de cerca.

¿Podemos explicarlo todo por la intervención del azar?

Azar es una palabra procedente del árabe que designa el juego de los dados. El ciego azar se opone a la inteligencia lúcida. Para afirmar el azar es necesaria una inteligencia. ¿Pero de dónde procede nuestra inteligencia lúcida capaz de definir y precisar el ciego azar? Del azar, sin duda, no procede, puesto que éste es ciego. No puede proceder más que de otra inteligencia superior, como la chispa que salta de una gran hoguera.

Ciertamente el azar puede responder excepcionalmente a un orden pasajero –por ejemplo, «he ganado en la lotería»–, pero no puede explicar una armonía general y permanente, como la que nos encontramos en el mundo, en nuestro propio cuerpo o en nuestro espíritu.

Si desmontamos un reloj despertador y lo metemos en una cazuela, por mucho que removamos largamente, jamás lograremos reconstruirlo de nuevo.

¿Basta la necesidad para explicar el origen del mundo?

La necesidad, por su parte, –la de una ley física, por ejemplo– hace pensar en un comportamiento ineludible, que se deriva de la propia naturaleza de las cosas. Por ejemplo, dos masas, puestas una frente a otra, se atraen recíprocamente: es la ley de atracción universal. Es cierto; pero dejamos sin explicar por qué los cuerpos experimentan esta mutua atracción. La necesidad explica ese comportamiento de las cosas entre sí, pero el asunto no queda en absoluto explicado para el espíritu. La necesidad comprueba un orden, pero no lo fundamenta. Explica los hechos con otros hechos, pero no alcanza a descifrar el porqué de esta secuencia.

La necesidad no explica el porqué de los seres. ¿Por qué estos conjuntos de átomos que están ante mí existen y se atraen al mismo tiempo? ¿Cuál es el porqué de mí mismo, que los observo, siendo yo claramente consciente de que no soy necesario, pues hace algunos años ni existía?

Existe además una realidad moral en la que la necesidad no halla absolutamente lugar alguno: se trata de nuestra libertad que, por mínima que sea, es justo lo contrario de toda necesidad física. Aquí tropezamos una vez más con la originalidad del espíritu, del que nos vemos obligados a buscar el origen y la explicación (Rm 1,20).

• «No temáis… Hasta vuestros cabellos están contados» (Mt 1,28-30).

Yves Moreau es el autor de Razones para Creer. Texto disponible por concesión de Gratis Date.

Como explicar el mundo y el universo?

La historia del universo es un enigma apasionante, que los investigadores se esfuerzan en descifrar. Según una reciente teoría, el universo debió comenzar hace unos 12.000 millones de años con una gran explosión… cuyos efectos duran todavía: se trata de la teoría del universo en expansión.

La tierra, con el sistema solar, dataría de 4.600 millones de años. La vida iría apareciendo en sucesivos impulsos con seres cada vez más complejos. Tras las primeras algas azules, de hace 3.700 millones de años, se llega hasta los primates, de hace 2 millones de años, que serían los antepasados inmediatos del hombre. Es la teoría de la evolución.

Más allá de la ciencia

La ciencia trata así de describir la historia del mundo y de la vida. Se esfuerza en explicar el cómo de su aparición. Podríamos conformarnos con este logro; pero el espíritu es audaz y trata de ir más lejos en su investigación, y se adentra en el campo de la filosofía, palabra que no debe asustar. Filosofía significa simplemente el sentido común, el recto criterio que investiga el porqué de las cosas.

Los progresos de la ciencia en el siglo XIX han llevado a creer que el hombre llegaría por sí solo a obtener una completa explicación de la existencia. Sin embargo, cuanto más progresa la ciencia, más crecen los interrogantes sin respuesta, y nuestra inteligencia descubre en la contemplación del mundo y del universo las huellas de otra inteligencia misteriosa y superior actuante. Basta abrir los ojos para llenarse de admiración ante la habilidad de las abejas o ante esa pequeña araña que habita en el agua con una campana de buzo que se ha fabricado ella misma. Cuando uno mira a través del microscopio o del telescopio, el mundo aparece como repleto de inteligencia, como un árbol lleno de savia en primavera.

La teoría de la evolución, lejos de oponerse a la existencia de una inteligencia superior, la exige claramente. Cada etapa de esta evolución se nos muestra como el desarrollo de un programa preestablecido. Y así como el funcionamiento de una lavadora nos remite a la existencia de una inteligencia que la ha programado, la evolución del mundo nos remite también sin duda a una inteligencia que ordena el tiempo y la forma de su desarrollo.

Esta misteriosa inteligencia tiene la particularidad de que solo se muestra a nosotros a través de sus huellas, como un perfume que nos envuelve sin que lleguemos a saber de dónde procede, o como unas pisadas sobre la nieve, que están dando testimonio del paso de aquel cuya identidad no somos capaces de precisar.

En el fondo de nosotros mismos

Esta misteriosa fuerza actuante la captamos también en nuestro mismo interior, en nuestra inteligencia y en nuestra voluntad, bajo la forma de una atracción hacia la verdad y hacia el bien. Esta fuerza se nos impone aun en el caso de que intentemos resistirla: no podemos pensar que 2 y 2 son 5 o que el mal y el bien son lo mismo.

La atracción de la Verdad y el gusto por el Bien va acompañada en nosotros de sentimientos de libertad y de dignidad, experimentados y percibidos con gran fuerza por nuestros contemporáneos. Y estas realidades interiores nos remiten a su vez a un absoluto capaz de justificarlos.

La misteriosa inteligencia que construye el mundo y que nos construye desde dentro, esa fuerza del bien que invocamos para reclamar nuestros derechos y que fundamenta a la vez nuestros deberes, tiene una consistencia real. A esta realidad hay que darle un nombre, se le llama DIOS.

• «En el principio estaba el Verbo y el Verbo era Dios… Todo fue hecho por Él y sin Él nada se hizo» (Jn 1,1-2).

Yves Moreau es el autor de Razones para Creer. Texto disponible por concesión de Gratis Date.

Es la muerte la aniquilacion del hombre?

Así pudiera creerse al contemplar la descomposición de un cadáver. ¿Qué queda de él? «La rosa ha vivido el tiempo de las rosas, apenas una mañana».

Si la muerte es tan lógica para el hombre como la caída de los pétalos de una rosa, ¿de dónde ese horror instintivo que nos inspira, y cómo explicar ese extraño deseo de inmortalidad, que es para nosotros como una segunda naturaleza?

Existen las realidades invisibles

El hombre no se reduce a lo que de él vemos. Sabemos que posee una potencia de la que carecen los animales: una inteligencia bien real y original, capaz no sólo de construir, sino de reflexionar e inventar. Esta inteligencia creadora escapa al mundo de los sentidos, no tiene olor ni gusto ni color. Es capaz de ideas, como la justicia, el bien y el honor, que están más allá del mundo material.

Sería precipitado que, por no ver el espíritu en acción tras la muerte, afirmáramos que ha dejado de existir.

Si durante un concierto de piano, a causa de un accidente, el instrumento quedara destruido, el concierto quedaría interrumpido, pero no podríamos deducir de eso la aniquilación del pianista.

El espíritu no se descompone

La desaparición del cuerpo es consecuencia de su descomposición. La sangre se derrama, la piel se deshace. Pero la inteligencia es simple, consciente e intangible. No es fácil entender cómo pueda descomponerse y desaparecer.

Además, nuestro espíritu domina el tiempo: la tabla de multiplicar es tan verdad hoy como hace veinte siglos y como lo será el año que viene. Si estamos habitados por una realidad que transciende y domina el tiempo ¿cómo podremos ser completamente dominados y aniquilados por él el día de nuestra muerte? Esto es lo que ya presentían los primeros hombres cuando enterraban a sus muertos con ritos funerarios.

Un hecho único en la historia: ¡Cristo ha resucitado!

El cristiano tiene la certeza de la supervivencia como consecuencia de un hecho histórico sin precedentes: la resurrección de Cristo. Ya no se pone en duda la existencia y la muerte de Cristo. Contra lo que esperaban sus discípulos, Jesús se les apareció después de su muerte en varias ocasiones y en circunstancias muy diferentes.

Se aparece a las mujeres que acudieron a su tumba en el amanecer de la Pascua. Los apóstoles calificaron de desatinos sus testimonios, pero también ellos vendrán a ser testigos de sus apariciones entre los discípulos, en el cenáculo. Allí Jesús, para probarles que no se trata de un fantasma, les pide algo de comer. Tomás, ausente, se muestra incrédulo; pero finalmente habrá de rendirse a la evidencia.

Pablo de Tarso va a combatir la impostura de la resurrección, tratando de recuperar a los judíos recientemente convertidos. Pero en el camino de Damasco se verá sacudido por una revelación extraordinaria. Se convierte, y anuncia la resurrección de Cristo, de la que va a hacer el centro de su predicación. «Si los muertos no resucitan, ni Cristo resucitó… comamos y bebamos, que mañana moriremos» (1Co 15,16.32).

Los apóstoles y Pablo aceptaron ser decapitados no solo por afirmar una doctrina, sino por mantener la verdad de un hecho: que Cristo vive. «Yo creo en el testimonio de los que, por afirmarlo, se dejan cortar la cabeza» (Pascal).

• «Las almas de los justos están en manos de Dios….¿Muerte, donde está tu victoria?» (Sab 3,1; 1Co 15,55).

Yves Moreau es el autor de Razones para Creer. Texto disponible por concesión de Gratis Date.

El espiritu del hombre puede alcanzar la verdad?

No lo parece: «no sabemos el todo de nada» (Pascal). Y la experiencia nos induce a dudar de todo.

Sin embargo, la duda es tan ajena a la naturaleza de nuestro espíritu que la duda total nos es radicalmente imposible, porque ella afirma al menos una certeza: “dudo”, sin contar las múltiples certezas que tenemos en la vida práctica.

Ciertamente, no todos los conocimientos aparecen a nuestros ojos con la misma claridad. Así pues, nos cuesta saber quiénes somos. Nuestra inteligencia es limitada: los seres guardan en parte su secreto y no se entregan a nosotros sino a través de las relaciones que tienen entre ellos y con nosotros.

Pero tal conocimiento está lejos de ser desdeñable. Aunque no llega al fondo de las cosas y de las personas, nos pone en comunicación real con su intimidad: el misterio del conocimiento nos remite al del amor. En hebreo un mismo término significa conocer y esposar.

Es interesante observar que así nos aproximamos a las conclusiones más recientes de la ciencia. En la actualidad, los sabios confiesan que escapa a su conocimiento la totalidad de la estructura íntima de la materia, pero, al mismo tiempo, reconocen –gracias al juego de las estadísticas– las leyes que nos descubren parcialmente su misterio.

El hombre debe reconocer humildemente los límites de la ciencia, pero se equivocaría, y mucho, si en uno u otro campo de realidades pusiera límites a la capacidad de su espíritu. Éste posee una complicidad y misteriosa relación con los demás seres. Gracias a su inteligencia, el hombre puede saborear una de las mayores dichas de la vida: el gusto de la verdad en la percepción del mundo real.

• «Yo he venido a dar testimonio de la verdad… La verdad os hará libres» (Jn 18, 37; 8,32).

Yves Moreau es el autor de Razones para Creer. Texto disponible por concesión de Gratis Date.