«Sois una carta de Cristo» (2 Cor. 3,3)

«Sois una carta de Cristo» (2 Cor. 3,3)

Todo esto lo expresa San Pablo de una manera maravillosa sirviéndose de una imagen bellísima (2 Cor. 3,1-6).

En polémica con los falsos apóstoles que andan presentando o pidiendo cartas de recomendación, Pablo les dice a los corintios que él no necesita ese tipo de cartas, pues ellos mismos son su carta: una comunidad transformada por el Evangelio es la mejor prueba de la autenticidad de su apostolado (cf. 1 Cor. 9, 1-2).

Sin embargo, inmediatamente después de decir: «vosotros sois nuestra carta», matiza afirmando: «sois una carta de Cristo». Evidentemente, él sabe muy bien que no es en absoluto el principal agente de la transformación operada en los corintios; ha sido Cristo mismo quien la ha realizado, aunque -eso sí- con su colaboración («redactada por ministerio nuestro»).

Ahora bien, la colaboración de Pablo con Cristo ha sido la de servir de instrumento a la acción del Espíritu: mediante su ministerio, la acción del Espíritu ha ido escribiendo «en el corazón» de los corintios esa carta; ha realizado esa transformación profunda que ahora se manifiesta al exterior y puede ser «conocida y leída por todos los hombres».

En estos versículos no se habla explícitamente de la predicación, pero todo el contexto demuestra claramente que el «ministerio» de que se habla es precisamente el anuncio del Evangelio.


El autor de esta obra es el sacerdote español Julio Alonso Ampuero, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

«El Evangelio es fuerza de Dios» (Rom. 1,16)

«El Evangelio es fuerza de Dios» (Rom. 1,16)

San Pablo no concibe la predicación como un conjunto de razonamientos que intentan convencer demostrando. En consecuencia desecha todo lo que sea acudir a las «palabras sabias» (1 Cor. 1,17), al «prestigio de la palabra o de la sabiduría» (1 Cor. 2,1), a «los persuasivos discursos de la sabiduría» (1 Cor. 2, 4).

Ya hemos indicado que la evangelización consiste esencialmente en la proclamación de un acontecimiento que Dios ha realizado de Cristo («fue entregado por nuestros pecados y resucitado para nuestra salvación»: Rom. 4, 25). Este anuncio -que va acompañado de la invitación a la conversión: He. 2, 38- puede ser aceptado o rechazado. La acogida se realiza mediante el acto de fe, gracias al cual el hombre obedece el Evangelio (Rom. 1,5; 6; 17; 16,26) y se somete a Cristo (2 Cor. 10,5), el cual a su vez despliega en el creyente todo su poder salvífico.

Ahora bien, este acto de fe no es aceptar algo evidente; por el contrario, conlleva rendir y someter el propio entendimiento a Cristo (2 Cor. 10,5). Creer es un milagro, una gracia, pues no se trata simplemente de aceptar unas verdades, sino de someterse a Cristo, de aceptarle como Señor de la propia vida. Y esto es imposible sin la acción interior del Espíritu: «nadie puede decir: «¡Jesús es Señor!» sino bajo la acción del Espíritu Santo» (1 Cor. 12,3).

Por eso San Pablo ha renunciado a apoyarse en la sabiduría y en el prestigio de la palabra humana y se ha apoyado decididamente en la acción poderosa del Espíritu que mueve y transforma los corazones por dentro (1 Cor. 2, 4-5). Igualmente, a los de Tesalónica les recuerda cómo «os he predicado nuestro Evangelio no sólo con palabras, sino también con poder y con el Espíritu Santo, con plena persuasión» (1 Tes. 1,5); y esta acción poderosa del Espíritu se manifestó en que abandonaron los ídolos y se convirtieron a Dios (1 Tes. 1,9-10), y ello en unas circunstancias difíciles y humanamente desfavorables (1 Tes. 1, 6), en medio de fuerte oposición (1 Tes. 2, 2).

La predicación es como un sacramento: a través de un signo externo -el anuncio del Evangelio- se comunica una gracia interior -la acción del Espíritu que mueve a creer y a convertirse-. En el libro de los Hechos leemos que mientras Pedro anunciaba a Cristo «el Espíritu Santo cayó sobre todos los que escuchaban la Palabra» (He. 10,44). Acoger la Palabra, creer y convertirse es una gracia (concedida normalmente, eso sí, con ocasión de la predicación del Evangelio). Entendemos ahora por qué San Pablo daba gracias a Dios porque al anunciar el Evangelio a los de Tesalónica la acogieron, no como palabra de hombre (ese era el envoltorio externo), sino como Palabra de Dios (esa era la verdadera realidad) (1 Tes. 2,13).


El autor de esta obra es el sacerdote español Julio Alonso Ampuero, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

«Habla Cristo en mí» (2 Cor. 13,3)

«Habla Cristo en mí» (2 Cor. 13,3)

Como heraldo de Cristo, Pablo tiene perfecta conciencia de estar transmitiendo Palabra de Dios, no su propia palabra, fruto de su personal elucubración. Espontáneamente dirá: «os decimos esto como Palabra del Señor» (1 Tes. 4,15). Es y quiere ser fiel a toda costa, transmitiendo todo y sólo aquello que ha recibido (1 Cor. 11,23; 15,3: las palabras «recibir-transmitir» son términos técnicos usados entre los rabinos para expresar la absoluta fidelidad).

En 1 Tes. 2,13 da gracias a Dios porque los tesalonicenses recibieron su predicación «no como palabra de hombre, sino cual es en verdad, como Palabra de Dios». Ciertamente se trataba de un mensaje salido de sus labios, anunciado por un hombre; pero él sabe muy bien que no es su mensaje particular, sino la Palabra de Dios mismo. Porque, como en el caso de los antiguos profetas, Dios mismo ha puesto sus palabras en la boca de su enviado (Jer. 1,9). Y Pablo podría repetir con toda verdad lo que Jesús mismo había dicho: «Mi palabra no es mía, sino del Padre que me ha enviado» (Jn. 7,16; 8,28).

Precisamente por eso, reacciona con tanta energía cuando alguien deforma o trastoca el único Evangelio que salva. Porque lo que él predica no tiene su origen en los hombres, sino en Jesucristo mismo (Gal. 1,11), afirma con violencia: «aun cuando nosotros mismos o un ángel del cielo os anunciara un evangelio distinto del que os hemos anunciado, ¡sea anatema!» (Gal. 1,8).

Pues hay más. No sólo transmite Pablo las palabras de Cristo, sino que afirma que es Cristo mismo quien habla en él (2 Cor. 13,3). Quien afirma: «vivo, no yo, sino que es Cristo quien vive en mí» (Gal.2,20), dice también «habla Cristo en mí». Hay tal identificación entre Cristo y su enviado, que ya no son dos, sino una sola cosa. El evangelizador es como un sacramento de Cristo. En él y a través de él es Dios mismo quien exhorta (2 Cor. 5,20).

Quizá por esta identificación de Pablo con Cristo es por lo que insiste tantas veces a lo largo de sus cartas: «imitadme» (1 Cor. 4,16; Fil. 3,17; 2 Tes. 3, 7). Lo que podría parecer presunción suya, tiene en realidad un significado muy profundo: «Sed imitadores míos, como yo lo soy de Cristo» (1 Cor. 11,1). De este modo, el Evangelio que Pablo predica no es sólo palabras, sino Palabra hecha carne y vida; el anunciar ese Evangelio hecho realidad; de este modo, él mismo se había convertido en Evangelio, en Palabra; dejando vivir a Cristo en sí mismo (Gal. 2,20), podía presentarse a sí mismo como modelo y ejemplo de una existencia auténticamente cristiana y evangélica.


El autor de esta obra es el sacerdote español Julio Alonso Ampuero, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

«Heraldo de Cristo» (1 Tim. 2,7)

«Heraldo de Cristo» (1 Tim. 2,7)

Para exponer el sentido de su tarea de evangelizador Pablo encuentra una expresión que gusta aplicarse a sí mismo: heraldo (keryx; aunque el sustantivo sólo aparece tres veces, el verbo, Keryssein -«proclamar»- lo usa 19 veces).

El heraldo era un mensajero que en nombre del emperador anunciaba al pueblo un mensaje que les afectaba para su vida; en realidad, él era un instrumento por cuya mediación la voz del gobernante llegaba al pueblo; no proclamaba sus propias convicciones, sino que era el portavoz del rey y hablaba con su autoridad.

Al principio sólo se les exigía tener buena voz, una voz clara y potente. Pero como a veces el heraldo exageraba o deformaba las noticias, comenzó a exigírseles fidelidad a las instrucciones recibidas de su superior, tanto en el contenido como en el modo de anunciarlo; no podían añadir ni quitar nada por propia iniciativa, pues su anuncio no tenía origen en ellos mismos…

Pues bien, Pablo tiene conciencia de hablar como heraldo de Cristo. Pero lo que transmite no es una información cualquiera, sino la noticia de un acontecimiento (la muerte y la resurrección de Jesús) a través del cual Dios ha comenzado su intervención definitiva en la historia; y este acontecimiento es de tal importancia que si no fuera real, toda la predicación carecería de sentido (1 Cor. 15,14). Además, es un mensaje que afecta a toda la humanidad, pues habiendo muerto por nuestros pecados y resucitado para nuestra salvación, Cristo comunica su victoria a los que le acogen por la fe (Rom. 4,23-25).

Como mensajero personal de Cristo, Pablo sabe que él es puro instrumento e intermediario; instrumento necesario, desde luego, pues «¿cómo creerán en Aquel a quien no han oído? ¿Cómo oirán sin que se les predique?» (Rom. 10,14); pero instrumento al fin. Y como tal, es consciente de que está al servicio de un diálogo que debe instaurarse entre Dios y los hombres: a través de él Dios habla a los hombres -a cada hombre-, y estos deben dar una respuesta personal al Dios que les dirige su palabra, mediante lo que Pablo llama la «obediencia de la fe» (Rom. 1,5; 16,26). Por medio de él se inicia ese «diálogo de salvación» en el que los hombres son urgidos a dar la respuesta de fe que les introduzca en el acontecimiento que transformará tanto sus vidas como la historia misma del mundo. La predicación es absolutamente necesaria para que se inicie ese diálogo de fe y salvación: «plugo a Dios salvar a los creyentes por la locura de la predicación» (1 Cor. 1,21). Los hombres sólo pueden ser salvados si les son enviados mensajeros que les anuncien con autoridad la Buena Nueva (Rom. 10,14-17).


El autor de esta obra es el sacerdote español Julio Alonso Ampuero, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

«La fe viene de la predicación» (Rom. 10,17)

«La fe viene de la predicación» (Rom. 10,17)

Esta insistencia de San Pablo en la importancia del valor de la evangelización nace de una convicción fundamental: la predicación está en la base de todo; es el cimiento del edificio de la vida cristiana de cada hombre y de la vida de la Iglesia toda (1 Cor. 3,10).

Es muy significativa en el texto de Rom. 10,13-17 la concatenación de los verbos: al «ser enviado» sucede el «predicar»; al «predicar» sucede el «oír»; al «oír» sucede el «creer»; al «creer» sucede el «invocar»; y al «invocar» sucede el «ser salvado». En consecuencia, todo arranca de la predicación. La fe es la que justifica al hombre y le reconcilia con Dios, hace del hombre una criatura nueva; ahora bien, la fe es esencialmente acogida del kerygma, es decir, del anuncio de Cristo muerto y resucitado para nuestra salvación (este es el «Evangelio» que Pablo predica y en el que invita a todos a creer, cuyo resumen más antiguo encontramos en 1 Cor. 15,3-5; ver desde el v. 1 hasta el 11).

Pues bien, es a esta misión sublime a la que Pablo se sabe llamado sobre todo. Pues sin la evangelización -sin el anuncio de Cristo- no puede suscitarse la fe, ni -en consecuencia- tampoco la vida cristiana en toda su extensión, ni puede construirse la comunidad cristiana, ni es posible la salvación… Ciertamente podrá haber «diez mil pedagogos» que eduquen y cultiven la vida en Cristo; pero esta vida no existirá sin alguien que -mediante el anuncio del Evangelio- la «engendre» en el corazón de los hombres (1 Cor. 4,15).

Será preciso que alguien «riegue», abone y cuide la planta de la fe y de la vida nueva en Cristo; pero todo ello sería inútil y sin sentido si no fuera porque alguien antes «ha plantado» mediante la predicación la semilla de la fe y la raíz de la vida nueva (1 Cor. 3,6)


El autor de esta obra es el sacerdote español Julio Alonso Ampuero, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Escogido para el Evangelio

Escogido para el Evangelio

San Pablo tiene conciencia de haber sido elegido por Dios para consagrarse enteramente al anuncio del Evangelio. Polemizando con los corintios llegará a decirles: «no me envió Cristo a bautizar, sino a predicar el Evangelio» (1 Cor. 1,17). Sabe que su misión consiste en evangelizar, en anunciar a Cristo, poniendo así el fundamento sobre el cual otros continúen construyendo (1 Cor. 3,10).

Las palabras que figuran en el título de este capítulo indican lo mismo: tiene viva conciencia de que ha sido «escogido -por Dios mismo- para el Evangelio», es decir, para el anuncio del Evangelio. La palabra que se traduce por «escoger» significa en realidad «separar», «poner aparte», y es la misma que encontramos en Gal. 1,15 cuando Pablo habla de su vocación: Dios mismo le ha separado de las actividades ordinarias que los hombres realizan en su vida cotidiana para consagrarle enteramente al anuncio del Evangelio; ha sido sustraído a otras tareas para que su vida entera esté dedicada al ministerio de la Palabra.

De hecho, comprobamos que, si bien no tiene inconveniente en trabajar con sus manos para procurarse el sustento y no ser gravoso a nadie, en cuanto tiene posibilidad se deja absorber por la tarea evangelizadora. Así, por ejemplo, durante su estancia en Corinto, Pablo trabaja como tejedor de tiendas (He. 18, 3); pero cuando Silas y Timoteo llegaron de Macedonia trayendo ayudas materiales «Pablo se dedicó enteramente a la Palabra» (He. 18,5)


El autor de esta obra es el sacerdote español Julio Alonso Ampuero, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

«Todo para todos» (1 Cor. 9,22)

«Todo para todos» (1 Cor. 9,22)

La caridad y el desinterés de Pablo alcanzan otra de sus expresiones más intensas en el texto de 1 Cor. 9,19-23, sumamente revelador de su espíritu y de sus deseos.

En efecto, es significativo que en estos breves versículos aparezca cinco veces la palabra «ganar», precedida de la conjunción final: el objetivo de Pablo es ganar, ganar a los judíos, ganar a los gentiles, ganar a los que están sin ley… «ganar a los más que pueda». Pero evidentemente no se trata de una ganancia interesada, pues no pretende ganar para sí, sino a favor de los que son ganados: «para salvar a toda costa a algunos».

Toda la vida y las energías de Pablo están canalizadas hacia un único objetivo, el de manifestar y comunicar a todos los hombres el amor salvador de Dios manifestado en Cristo Jesús. A este fin subordina todo lo demás.

Para eso, dice, «me he hecho esclavo de todos». Se ha puesto al servicio de Cristo y de su Evangelio para la salvación de los hombres. Ha hipotecado su libertad personal -ya hemos visto que el término «esclavo» tenía un significado muy fuerte en la época- para llevar el amor de Dios a todos. Pues tomar en serio su labor de evangelizador significaba, en la práctica, subordinar cualquier otro interés a la tarea de la evangelización y renunciar por completo y para siempre a todo lo que pudiera servir de obstáculo en la misión de ayudar a los hombres a acoger el Evangelio. Vió muy claro que para llevar a Cristo a todos él debía ser «todo para todos». Todo para el quedaba subordinado a la obra de salvar a todos los hombres: «todo lo hago por el Evangelio».

De hecho, se hizo «judío con los judíos, para ganar a los judíos». Estaba dispuesto a soportar cualquier padecimiento personal antes que permitir el más ligero obstáculo en la conversión de sus hermanos judíos a Cristo. Prefiere renunciar al ejercicio de la libertad respecto de la Ley en atención a los hermanos a quienes se podría escandalizar (1 Cor. 8,9-13; Rom. 14,13.15. 20s). Y en todas sus relaciones con los judíos le vemos usar el mayor respeto por la observancia de la Ley (cf. He. 16,3; 18,18; 20,16; 21,21-27), aunque es consciente de que en esto no hace más que seguir el ejemplo del propio Jesús (Rom. 15,2-3. 7-8). Y cuando se pronuncie contra la Ley no irá contra los judíos o los judeo-cristianos, sino contra la porfía en seguir esas observancias como si fuesen necesarias para sus conversos gentiles, a los cuales se estorbaba seriamente su entrada en la Iglesia.

Igualmente se hizo «gentil con los gentiles». Vió con claridad que sólo el Evangelio tenía fuerza para hacer volver los hombres a Dios y renovarlos, y que la Buena Nueva podía fermentar cualquier cultura o civilización. En consecuencia, no exigía a los gentiles ninguna conducta o práctica que no brotase del mensaje cristiano en sí (cf. el caso de las carnes sacrificadas a los ídolos: 1 Cor. 8,1-6). Tenía siempre presentes a los paganos, hasta el punto de usar la lengua griega y asumir conceptos y expresiones tomadas de la filosofía griega y de las religiones mistéricas…

Y llega a hacerse incluso «débil con los débiles». Para él lo único importante era salvar «al hermano débil por quien Cristo murió» (1 Cor. 8,11), y ninguna otra consideración debía estorbar esto jamás. Para él era evidente que cualquier interés personal debía quedar subordinado al supremo propósito de Dios al enviar a su Hijo: la salvación de los hombres. Es esta la temática que subyace en 1 Cor. 8-9, aduciendo como razón de peso su testimonio personal, pues esta actitud y este modo de actuar habían llegado a formar parte de su propia vida (1 Cor. 9,4-15).

Podemos decir que esto es lo que da a Pablo autoridad para ponerse a sí mismo como modelo y pedir que le imiten (cosa que hace repetidas veces en sus cartas). Sólo quien se ha hecho previamente «todo para todos» y «esclavo de todos» puede reclamar ser imitado. Pues en definitiva no es a Pablo a quien se imita, sino a Cristo, cuya vida y actitudes se han reproducido fielmente en su apóstol (1 Cor. 11,1).

«Desearía ser yo mismo anatema por mis hermanos» (Rom. 9,3)

La caridad pastoral de Pablo encuentra su expresión suprema en las palabras que encontramos al inicio del cap. 9 de la Carta a los Romanos. Con una fórmula particularmente solemne («digo la verdad en Cristo, no miento, testifica conmigo mi conciencia en el Espíritu Santo») nos hace una confidencia personal: el dolor inmenso y la tristeza continua que experimenta por el hecho de que sus hermanos judíos no hayan acogido al Mesías ni su Evangelio (vv. 1-2).

En el versículo 3 tiene esta afirmación impresionante: «desearía ser yo mismo anatema, separado de Cristo, por mis hermanos, los de mi raza según la carne». De tal manera le importa -y le duele- la situación de sus hermanos que se manifiesta dispuesto a cualquier sacrificio por ellos, para alcanzarles la salvación.

La palabra «anatema» en la Biblia puede indicar algo entregado a Dios para serle consagrado como ofrenda agradable, o bien para ser destruido como cosa maldita (sentido del «jerem» en el A.T.). En San Pablo la palabra está tomada siempre en este último sentido (cf. Gal. 1, 8-9). Y es este el sentido que tiene aquí: Pablo se muestra dispuesto a atraer sobre sí la maldición divina, a ser convertido el mismo en objeto de maldición, y a experimentar definitivamente la separación de Cristo, si esto pudiese ayudar a la conversión de sus hermanos.

La expresión nos habla de un amor ardiente, y recuerda las palabras de Moisés tras el pecado del pueblo: «¡Ay! Este pueblo ha cometido un gran pecado al hacerse un dios de oro. Con todo, si te dignas perdonar su pecado…y si no, bórrame del libro que has escrito» (Ex. 32,31-32). Más aún, estas palabras recuerdan, reproducen y prolongan la actitud del mismo Cristo, que aceptó ser hecho «pecado» por nosotros para que nosotros llegásemos a ser «justicia de Dios» (2 Cor. 5,21), y se hizo a sí mismo «maldición por nosotros» para rescatarnos de la maldición (Gal. 3,13).


El autor de esta obra es el sacerdote español Julio Alonso Ampuero, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

«Con celo de Dios…» (2 Cor. 11,2)

«Con celo de Dios…» (2 Cor. 11,2)

Ante las infidelidades de los corintios a Cristo y a su mensaje, Pablo deja aparecer algunos de sus más profundos sentimientos de apóstol, con unas expresiones un tanto sorprendentes: «Celoso estoy de vosotros con celo de Dios».

Para entender estas expresiones hemos de recurrir al A.T., donde el amor de Dios se revela como «fuego devorador» (Dt. 4,24), como amor celoso que exige un amor exclusivo como respuesta. Dios es «un Dios celoso» (Ex. 20,5) y su celo subraya el carácter absoluto de Dios mismo, que ha de ser amado incondicionalmente, totalmente, exclusivamente, que es exigente porque no puede compartir un lugar en el corazón del hombre con criatura alguna. Y, a la vez, este celo de Dios nos habla de un amor apasionado que no tolera ninguna imperfección, engaño o defecto en aquel a quien ama.

Pues bien, Pablo comparte los sentimientos divinos respecto a los corintios y a los demás cristianos, participa del amor apasionado que Dios tiene por su pueblo. Como amigo del Esposo (cf. Jn. 3,29), testigo del amor nupcial de Cristo, participa de los celos de Dios, del deseo ardiente y apasionado que Cristo tiene de que la Esposa -la comunidad de Corinto en este caso- pertenezca total y exclusivamente a su esposo: «os tengo desposados con un solo Esposo para presentaros cual casta virgen a Cristo» (2 Cor. 11,2).

Es este amor ardiente y violento el que le impulsa a no tolerar ninguna infidelidad en la esposa y el que le mueve a prevenirla ante el temor de que tal infidelidad pueda ocurrir: «me temo que, al igual que la serpiente engañó a Eva con su astucia, se perviertan vuestras mentes apartándose de la sinceridad con Cristo» (2 Cor. 11,3). La adhesión a doctrinas erróneas constituiría ciertamente una infidelidad (v. 4), pues alejarían del Cristo real, el único verdadero.

Por otra parte, estas expresiones nos hablan del desinterés del amor de Pablo, pues él no pretende de ningún modo vincular los cristianos y las comunidades a sí mismo, sino a Cristo. Lo que le hace arder es el deseo de que sean fieles al Señor y lo que le duele y le hace temer es el temor de la infidelidad a Cristo. Pero para sí mismo no busca nada. No pretende adhesiones a su persona. En todo caso reclama la adhesión a sí mismo en cuanto apóstol auténtico frente a los falsos apóstoles; en consecuencia, para provocar la adhesión a Cristo y a su mensaje. Como Juan Bautista, podía decir: «yo no soy el Cristo, sino que he sido enviado delante de El», se alegraba de que el Esposo poseyera a la Esposa, y se apartaba sinceramente dejando que Cristo creciera y él fuera progresivamente disminuyendo (cf. Jn. 3,28-30).

Es este amor ardiente y desinteresado a la vez el que llevará a Pablo a dirigirse con «gran aflicción y angustia de corazón, con muchas lágrimas» (2 Cor. 2,4) a aquellos que están tentados de ser infieles al Evangelio. En virtud de este amor les rogará, les exhortará, les amenazará…


El autor de esta obra es el sacerdote español Julio Alonso Ampuero, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Como una madre con sus hijos

«Como una madre con sus hijos…» (1 Tes. 2,7)

Este amor de Pablo reviste rasgos paternos y maternos a la vez. No se trata de una simple metáfora o comparación. Es que él se sabe comunicando vida, una vida nueva, divina, eterna, de un valor incomparablemente más grande que la física y natural: «aunque hayáis tenido diez mil pedagogos en Cristo, no habéis tenido muchos padres. He sido yo quien por el Evangelio os engendré en Cristo Jesús» (1 Cor. 4,15). Y cuando escriba a Filemón lo hará empapado de amor paternal: «Te ruego a favor de mi hijo, a quien engendré entre cadenas, Onésimo» (Flm. 12); toda esta carta rezuma amor de padre hacia este esclavo convertido en la cárcel a quien llega a llamar «mi propio corazón» (Flm. 13).

No solamente tiene conciencia de «engendrar» a la fe por medio del anuncio del Evangelio. Toda la tarea de crecimiento en la fe de sus comunidades es concebida por Pablo como una gestación: sufre por sus hijos «hasta que Cristo se forme en ellos» (Gal. 4,19). Su amor materno, sus desvelos y sufrimientos apostólicos acompañan a cada nuevo cristiano hasta su transformación plena y total en Cristo.

El apóstol se siente madre que amamanta con afecto y ternura (1 Tes. 2, 7): las expresiones indican la nodriza que amamanta o alimenta con su propia leche, y la actitud de ternura y cariño de la madre que acuna a su niño contra su propio seno (son las mismas palabras que en Ef. 5,29 se usan para indicar lo que Cristo hace por su Iglesia y cómo la trata).

De hecho, este amor paterno-maternal se expresa de múltiples formas. Pablo atiende a los suyos con el amor de un padre que educa, tratando y formando a los hijos uno a uno, exhortando y animando a cada uno (1 Tes. 2, 11). El afecto hacia sus hijos es tan real que suscita en él un intenso deseo de verlos (1 Tes. 2,17; 3,6). El apóstol sufre, se inquieta y preocupa por los peligros de una comunidad que es aún inestable (1 Tes. 3,5; 2,18) y literalmente «no vive» ante el temor de que el tentador derrumbe la fe de ellos: al recibir buenas noticias siente un gran alivio y consuelo (1 Tes. 3,7) y exclama: «Ahora sí que vivimos, pues permanecéis firmes en el Señor» (1 Tes. 3,8).

Pablo derrocha ternura y afecto para con sus cristianos y no tiene reparo en manifestarles abiertamente cuánto les quiere: «os amo a todos en Cristo Jesús» (1 Cor. 16,24); «testigo me es Dios de cuánto os quiero en las entrañas de Cristo Jesús» (Fil. 1,8); «vosotros sois nuestra gloria y nuestro gozo» (1 Tes 2, 20)…

Pero tampoco se echa atrás, en nombre de este mismo amor, si hay que reprenderles porque es necesario para su bien (2 Cor. 7,8-9). Precisamente porque los ama como a hijos les corrige, pues «¿qué hijo hay a quien su padre no corrija?» (Heb. 12,7; ver toda la perícopa: vv. 5-13). Incluso cuando tiene que «entristecerlos» con una reprensión lo hace «no para entristeceros, sino para que conocierais el amor desbordante que sobre todo a vosotros os tengo» (2Cor. 2, 4). En todo caso lo hace con delicadeza y sin humillar: «No os escribo estas cosas para avergonzaros, sino más bien para amonestaros como a hijos míos queridos» (1 Cor. 4,14). Y cuando se vea obligado a rehusar los donativos de los corintios, exclamará: «¿Por qué? ¿Por qué no os amo? Bien lo sabe Dios» (2 Cor 11,11).


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Nos apremia el amor de Cristo

Nos apremia el amor de Cristo

Apóstol de Cristo Jesús, Pablo se siente totalmente unido a Aquel que le envía y plenamente identificado con El. Cristo ha tomado posesión de Pablo, se ha adueñado de él. Ya no es Pablo el sujeto y protagonista de su propia vida, sino Cristo que vive en él (Gal. 2,20)…

Pablo se siente apremiado por el amor de Cristo. Ya que vive sólo para El, el amor que tiene a Cristo le impele a que «no vivan para sí los que viven, sino para Aquel que murió y resucitó por ellos» (2 Cor. 5,15), «para que así el nombre de nuestro Señor Jesús sea glorificado en vosotros» (2 Tes. 1,12). Encendido en el amor de Cristo, Pablo no busca sus intereses, sino los de Cristo (cf. Fil. 2,21), sólo desea que el Señor sea reconocido y servido por todos, sólo anhela que la gloria de Cristo se manifieste esplendorosa en todos los suyos.

Pero la expresión «nos apremia el amor de Cristo» no indica sólo el amor que Pablo tiene a Cristo , sino sobre todo el amor que Cristo tiene a los hombres, como dice a continuación: «al considerar que uno murió por todos.» Es esta consideración, esta contemplación del misterio de la cruz, lo que apremia a Pablo, y no como una exigencia externa, sino como un impulso que le impele desde dentro. Contemplando el amor de Cristo manifestado en la cruz, contemplando a todo hombre como propiedad de Cristo, que ha dado la vida para rescatarle (Gal. 1,4; 2,20), Pablo se siente irresistiblemente apremiado. La caridad del apóstol encuentra su raíz y su fuente en la contemplación de Cristo crucificado.

De aquí brotará toda su «caridad pastoral». Pablo es testigo del amor de Dios, manifestado en Cristo, que «quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1 Ti. 2,4). Ha hecho suyas las intenciones y deseos de Cristo y está dispuesto a «gastarse y desgastarse totalmente» por ellos (2 Cor. 12,15). Toda su entrega apostólica, sus viajes, sus luchas y fatigas, su insistir a todos «a tiempo y a destiempo» (2 Tim.4,2)…sólo encuentran su explicación en un corazón invadido por el amor de Cristo a los hombres. Es Cristo mismo, que viviendo en Pablo (Gal. 2,20) ama también en él a los hombres con su mismo amor.

De hecho, la actitud tan característica de la vida y de la entrega de Jesús (resumida en la expresión «por vosotros»; v. Lc. 22,19; 1 Cor. 11,24) san Pablo la recoge aplicándola a sí mismo en relación con sus comunidades: Pablo está dispuesto a dar la vida por sus cristianos (Fil. 2,17).

En su predicación del evangelio Pablo no ha sido un mero funcionario que ha cumplido con exactitud una tarea encomendada. Toda su acción evangelizadora ha brotado del inmenso amor que tenía a aquellos a quienes evangelizaba. Cuando escriba a los Tesalonicenses les dirá: «amándoos a vosotros, queríamos daros no solo el Evangelio de Dios, sino incluso nuestras propias vidas, porque habíais llegado a sernos muy queridos» (1 Tes. 1,8); y explica a continuación cómo ese amor, lejos de reducirse a un simple sentimiento, se expresó de hecho en «trabajos y fatigas», «trabajando día y noche», evitando ser gravoso a nadie, exhortando a cada uno en particular…En su acción apostólica cotidiana el apóstol reproduce la actitud de Cristo de dar la vida (lo cual tendrá una expresión particular en los innumerables padecimientos sufridos por las comunidades: 2 Cor. 6,4-5; 11,23-27…y alcanzará su culmen en el martirio).


El autor de esta obra es el sacerdote español Julio Alonso Ampuero, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Siervo de Cristo Jesús

Siervo de Cristo Jesús

Ser apóstol de Jesucristo es en el fondo un misterio inagotable. Y San Pablo lo expresa recurriendo a frecuentes paradojas. Una de ellas es la de que siendo embajador personal de Cristo -con toda la dignidad y autoridad que ello implica- se considera simultáneamente un simple siervo, es decir, un esclavo que pertenece a Cristo y está a su servicio.

Por supuesto, todo cristiano es siervo de Jesucristo, y ello en el sentido más profundo y radical: habiendo sido «comprado» y rescatado por Cristo al precio de su sangre (1 Cor. 6,20), el cristiano pertenece a Cristo, es «de Cristo» (1 Cor. 3,23); no se pertenece a sí mismo (1 Cor. 6,19), ni vive para sí mismo, sino que vive y muere «para el Señor», a quien pertenece enteramente (Rom. 14, 7-9).

Pues bien, esto que corresponde al «estatuto» de todo cristiano, expresa con fuerza insuperable un aspecto de la condición del apóstol de Cristo. Y para ello San Pablo se sirve de tres términos distintos (que no suelen distinguirse en las traducciones), cada uno de los cuales expresa aspectos diversos de la tarea apostólica:

a) «Servidor» (diakonos), que expresa ante todo la idea del servicio a la mesa durante la comida, la preocupación diaria por los medios de subsistencia y -más en general- toda clase de servicios. San Pablo se considera sí mismo «diácono de Cristo Jesús» (2 Cor. 11,23; Col. 1, 7; 1 Tim. 4,6), «diácono del evangelio» (Col. 1,23), «diácono de la justicia» (2 Cor. 11,15), «diácono del Espíritu» (2 Cor. 3,8). Es decir: sirviendo en nombre de Cristo, Pablo ofrece a los hombres el alimento y los medios de subsistencia para su vida: la Buena noticia que es el evangelio, la salvación que justifica y transforma, y el don del Espíritu, fuente de toda vida y santidad, que se derrama por el ministerio del apóstol. Así se configura con Cristo, que ha venido a «servir» a todos (Mc. 10,45).

b) «Esclavo» (doulos), que expresa la idea de realizar algo no por gusto, sino por obligación, por el hecho de encontrarse a las órdenes de alguien. En el mundo griego el esclavo carecía de lo más hermoso de la dignidad humana: la libertad. En realidad, el esclavo no se pertenecía a sí mismo, sino a su dueño, debía renunciar continuamente a su voluntad y debía agradar en todo a su amo (que podía castigarle arbitrariamente e incluso quitarle la vida).

Por otra parte, en el A. T. son llamados siervos de Dios todos los grandes hombres de Israel: Moisés (Jos. 14,7), Josué (Jos. 24,29), Abraham (Sal. 105,42), David (Sal. 89,4), Isaac (Dan. 3,35)… En este contexto, el término expresa la sumisión, respeto y dependencia del hombre respecto de Dios.

Por tanto, cuando San Pablo se denomina a sí mismo «esclavo» de Cristo Jesús (Rom. 1,1; Gal. 1,10; Fil. 1,1; Col. 4,12; Tit. 1, 1) está expresando su conciencia de haber quedado «expropiado» de sí mismo, de su voluntad, de sus planes, de sus gustos… en una palabra, de todo lo suyo -incluida su libertad- para servir del todo y sólo a Cristo y a su voluntad. Teniendo en cuenta que ser esclavo de Cristo le lleva también a hacerse esclavo de aquellos a quienes Cristo le envía ( 2 Cor. 4,5).

c) «Siervo» (hyperetes) designa al criado doméstico que está siempre al lado de su Señor, dispuesto a responder al menor de sus deseos. Al llamarse «siervo de Cristo» (1 Cor. 4,1) Pablo sabe que no tiene otra cosa que hacer que estar pendiente de su Señor -en cuya presencia vive- para secundar dócil e inmediatamente cada una de sus indicaciones.

Pues bien, esta conciencia de siervo -de «siervo inútil», según las palabras de Jesús : Lc. 17,10-, hace permanecer a Pablo profundamente enraizado en la humildad. Sabe que no es más que un pobre y débil instrumento de la acción de su Señor (cf. 1 Cor. 15,10).

Y esta conciencia de siervo le impide «servir a dos señores» (Mt. 6,24). No tiene más que un Señor, Cristo, y sólo a El debe agradar: «Si todavía pretendiera agradar a los hombres, ya no sería siervo de Cristo» (Gal. 1, 10). Y si se hace «siervo» de ellos es «por Jesús» (2 Cor. 4,5), es decir, «por amor» (Gal. 5,13).


El autor de esta obra es el sacerdote español Julio Alonso Ampuero, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Embajadores de Cristo

Embajadores de Cristo

Llamado por Dios y constituido colaborador suyo, San Pablo expresa la conciencia que tiene de su misión considerándose «embajador de Cristo». Entonces como hoy, el embajador es alguien que ha recibido la delegación plena de poderes por parte de aquel que le envía, hasta el punto de actuar en su nombre. Consciente de ser embajador personal de Jesucristo, Pablo sabe «que Dios exhorta a través nuestro» y puede exclamar con toda energía: «En nombre de Cristo, os suplicamos: ¡reconciliaos con Dios!» (2 Cor. 5,20). Y es tal su conciencia de actuar siempre y en toda circunstancia en nombre de Cristo que incluso estando prisionero se sigue considerando a sí mismo embajador suyo, aunque sea «entre cadenas» (Ef. 6,20).

La misma realidad expresa el término «apóstol», que es el que usa con más frecuencia, hasta el punto de que sólo está ausente en tres cartas (2 Tesalonicenses, Filipenses y Filemón); en todas las demás, ya desde el saludo Pablo se presenta a sí mismo como «apóstol de Jesucristo».

Apóstol significa no sólo «enviado», sino enviado oficialmente y con plenos poderes. En cierto modo, el enviado se identificaba con aquel que le enviaba, hasta el punto de que debía ser tratado con el mismo respeto que este y las atenciones u ofensas que recibía el enviado se consideraban hechas al enviante. (Así, por ejemplo, en el Antiguo Testamento, David declaró la guerra a los ammonitas y les combatió duramente por haber ultrajado a sus emisarios -2 Sam. 10-).

Con ello Pablo empalma con la enseñanza del mismo Jesús, que había llamado «apóstoles» a los doce (Lc. 6,13) y les había enviado con su propia autoridad, la misma que él había recibido de su Padre: «Como el Padre me envió, así os envío a vosotros» (Jn. 20,21). Jesús los enviaba en su nombre, y por eso podía decir: «Quien a vosotros recibe, a mí me recibe» (Mt. 10,40), «quien a vosotros os escucha, a mí me escucha, y quien a vosotros rechaza, a mí me rechaza» (Lc. 10,16). Y como enviados personales suyos, Jesús les hacía partícipes de sus mismos poderes: «en mi nombre expulsarán demonios, hablarán lenguas nuevas… » (Mc. 16,17 s.).

Sin duda, aquí radicaba la fuerza invencible de Pablo. No se trataba en él simplemente de energía de carácter o de entusiasmo por un ideal, sino de la conciencia de estar siendo impulsado por Cristo mismo, de que en su debilidad residía «la fuerza de Cristo» (2 Cor. 12, 9).

Quizá desde aquí se entiende mejor el texto de Gal. 2,20: «Vivo, no yo, sino que Cristo vive en mí». Apresado por Cristo Jesús (Fil. 3,12) desde el momento mismo de su conversión, hasta tal punto el Señor se ha adueñado de su persona que se ha convertido en el sujeto y protagonista principal de su vida. Pablo no ha dejado de vivir su existencia humana, pero percibe que su yo no es ya el sujeto último de su vida, sino que «otro» se ha apoderado de él desde dentro, hasta el punto de ser el que gestiona su vivir y su actuar. El apóstol ha quedado identificado con el que le envía, ha quedado unido íntima y profundamente con él. No se siente enviado por alguien que está fuera de él y le confía un encargo, sino por alguien que viviendo en él le impulsa desde dentro. El apóstol es como una nueva encarnación del Verbo. Cristo prolonga su vida y su actividad en su apóstol. Al decir «Cristo vive en mí» el apóstol podría haber especificado: actúa en mí, habla en mí, ora en mí, sufre en mí, ama en mí…

Esa vida de entrega tan admirable, tan desbordante, tan sobrehumana, encuentra aquí su explicación: Pablo tiene clara conciencia de que el Cristo Resucitado que encontró en el camino de Damasco actúa en él y por medio de él. Poseído por la fuerza infinita del Resucitado se siente impulsado a hablar y a actuar con una fortaleza que no es la suya. Todo su empuje apostólico, su audacia, su aguante ante las dificultades, su constante iniciativa para abrir nuevos campos al evangelio… se explican desde aquí. Sin esto, todas sus energías naturales se hubieran agotado, antes o después, ante las numerosas y graves dificultades que tuvo que afrontar.

Dirá, por ejemplo, a los tesalonicenses: «Después de haber padecido sufrimientos e injurias en Filipos, como sabéis, tuvimos valor, apoyados en nuestro Dios, para anunciaros el evangelio en medio de fuerte oposición» (1 Tes. 2,2). En efecto, después de haber sido encarcelados y haber recibido muchos azotes en Filipos, Pablo y Silas -según relata He. 16,16-40- no solo no se desanimaron ni se echaron atrás, sino que continuaron con energía indomable su actividad evangelizadora predicando en Tesalónica, donde a su vez encontraron persecución (He. 17,1-9)… Después Berea, Atenas, Corinto… encontrando siempre dificultades, oposición, indiferencia, rechazo… Lo cual habría desalentado y hecho desistir a cualquiera, no así a los apóstoles sostenidos por la fuerza de Cristo.

Pablo sabe bien a quién pertenece. Está seguro de ser «apóstol, no de parte de los hombres ni por mediación de hombre alguno, sino por Jesucristo y Dios Padre, que le resucitó de entre los muertos» (Gal. 1,1). Es apóstol de Jesucristo. Sólo a Él pertenece. Él le ha enviado y a Él solo ha de agradar (Gal. 1,10). Y cuando al final de su vida se encuentre en la cárcel de Roma, solo y abandonado de todos, a punto de ser martirizado, podrá exclamar con una fuerza impresionante: «Sé de quién me he fiado» (2 Tim. 1, 12).

De su condición de «embajador» y «apóstol» de Jesucristo nace también la conciencia de su autoridad, que ejercita precisamente «en nombre del Señor Jesús». Cuando tiene que exhortar, mandar o prohibir lo hace consciente de estar investido de la autoridad misma de Cristo (2 Tes. 3,6-15). E incluso cuando tiene que tomar alguna decisión dura y drástica, no duda lo más mínimo (1 Cor. 5,4-5), consciente de su responsabilidad de ministro del Señor. Teniendo muy claro, por otra parte, que esa autoridad se la dio el Señor «para construir, no para destruir» (2 Cor. 13,10). Por eso, hasta las más fuertes censuras tienen como objetivo el bien de los mismos fieles(1 Cor. 4,4), «pues nada podemos contra la verdad, sino sólo a favor de la verdad» ( 2 Cor. 13,8) y «lo que pedimos es vuestro perfeccionamiento» (2 Cor. 13,9). Incluso preferirá, cuando sea posible, en vez de imponer su autoridad, mostrarse amable «como una madre cuida con cariño de sus hijos» (1 Tes. 2,7).


El autor de esta obra es el sacerdote español Julio Alonso Ampuero, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Somos colaboradores de Dios

Somos colaboradores de Dios

Consciente de su indignidad y de que ha sido «misericordiosamente investido de este ministerio» (2 Cor. 4,1), San Pablo sabe que su misión consiste nada menos que en ser «colaborador de Dios».

Esta misión tan sublime la vive ante todo con gratitud y admiración: «Doy gracias… a Cristo Jesús, que se fió de mí y me confió este ministerio» (1 Tim. 1,12). Cuando escriba a Timoteo, ya en los últimos años de su vida, Pablo no ha dejado de admirarse ante este hecho increíble: «¡Se fió de mí!» Dios le ha llamado a colaborar íntimamente consigo, ha puesto en sus manos la redención operada por Cristo y ha confiado a sus labios la Buena Nueva de la salvación. ¡Qué asombro! El Dios infinito se ha fiado de Pablo, un hombre débil y pecador.

Una admiración que alcanza su grado culminante por el hecho de que esta colaboración consiste nada menos que en ser «administrador de los misterios de Dios» (1 Cor. 4,1). Según las costumbres de la época, el administrador (o «ecónomo», es decir, encargado de la casa) gozaba de la plena confianza de su dueño, disponía de sus bienes y le representaba al exterior, sobre todo en lo referente a los bienes materiales del propietario (cf. Lc. 12,42; Sal. 105,21). ¡Dios se fía de Pablo y de su gestión al frente de su casa y pone en sus manos la administración no de unos bienes materiales, sino de sus mismos misterios! ¿Cómo no vivir en la gratitud y en la admiración continuas?.

Esta conciencia de ser colaborador de Dios le hace además vivir a Pablo en la humildad más profunda y radical. Considerando la grandeza de la misión que le ha sido confiada, exclama: «Para esto, ¿quién es capaz?» (2 Cor. 2,16). El apóstol verdadero experimenta agudamente su incapacidad; todos sus valores y cualidades son radicalmente insuficientes en orden al altísimo encargo recibido. Por eso es Dios mismo -que llama al apóstol a ser colaborador suyo- quien «le reviste de fortaleza» (1 Tim. 1,12) y le capacita: «no que por nosotros mismos seamos capaces de atribuirnos cosa alguna, como propia nuestra, sino que nuestra capacidad viene de Dios, el cual nos capacitó para ser ministros de una nueva Alianza»(2 Cor. 3,5-6). Dios, el único suficiente, viene en ayuda de su colaborador para hacerle partícipe de su suficiencia.

Pablo sabe que en esta colaboración debe trabajar duro, hasta dejarse la vida (sabemos hasta qué punto se «gastó y desgastó» por sus cristianos: cf. 2Cor. 11,23-29). Pero sabe también que «ni el que planta es algo, ni el que riega, sino Dios que hace crecer» (1 Cor. 3,7); no niega su trabajo, ni el de los demás apóstoles («yo planté, Apolo regó»), pero afirma categóricamente que «fue Dios quien dio el crecimiento» (1 Cor. 3,6). Podría haber dicho con el salmista: «Si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los albañiles» (Sal. 127,1).

Por eso, cuando hablando apasionadamente le salgan las palabras «he trabajado más que todos ellos», matizará inmediatamente: «Pero no yo, sino la gracia de Dios conmigo» (1 Cor. 15,10). Ciertamente ha trabajado, incluso más que los demás, pero colaborando con la gracia: el sujeto y protagonista principal ha sido Dios mismo, que mediante su gracia ha incorporado y asumido a Pablo en la tarea evangelizadora; no ha sido principalmente él, aunque con la ayuda de la gracia, sino ante todo la gracia, que le ha capacitado, fortalecido y sostenido.

Por eso, cuando los corintios se queden detenidos en los hombres, admirando y alabando a tal o cual evangelizador, Pablo cortará por lo sano: «¿Qué es Apolo? ¿Qué es Pablo? … ni el que planta es algo, ni el que riega» (1 Cor. 3,5-7). Quedarse en los hombres es desvirtuar su condición de colaboradores de Dios y olvidar que el único salvador es Jesucristo.

Por otra parte, la condición de colaborador de Dios despierta en Pablo un profundo sentido de responsabilidad, pues «lo que en fin de cuentas se exige de los administradores es que sean fieles» (1 Cor. 4,2). Responsabilidad ante Dios: «Mi juez es el Señor» (1 Cor. 4,4). Responsabilidad de quien sabe que tiene confiado «el santuario de Dios», es decir, la comunidad de los cristianos, la Iglesia, que puede quedar dañada o destruida por el mal colaborador: «si alguno destruye el santuario de Dios, Dios le destruirá a él, porque el santuario de Dios es sagrado, y vosotros sois ese santuario» (1 Cor. 3,17).

Sentido de responsabilidad que le lleva a advertir también a los demás y a abrirles los ojos respecto de la seriedad de su colaboración con Dios: «¡Mire cada cual cómo construye!» (1 Cor. 3,10). Pues el resultado depende de que uno colabore en la construcción del templo santo de Dios «con oro, plata, piedras preciosas, madera, heno, paja» (1Cor.3,12). Al final se pondrá de relieve el valor y la duración de la construcción de cada cual. Sólo lo que pase la prueba del fuego perdurará eternamente; lo demás desaparecerá como el humo: en realidad no habrá construido nada.

Sin duda que el consejo que Pablo daba a los cristianos de Filipos de «trabajar con temor y temblor por su propia salvación» (Fil. 2,12), lo aplicaría a sí mismo también en cuanto ministro de Cristo. En toda su vida y en su actividad jamás actuaba con ligereza; sabiendo que «es Dios quien obra en nosotros el querer y el obrar, como bien le parece» (Fil. 2,13), procuraba acoger y secundar responsablemente la acción de Dios evitando «echar en saco roto la gracia de Dios» (2 Cor. 6,1).

Finalmente, es su condición de colaborador de Dios lo que le daba a Pablo autoridad para hablar a los hombres, pues lo hacía no en nombre propio, sino en nombre de este Dios que era el protagonista principal de su vida: «como cooperadores suyos que somos, os exhortamos…» (2 Cor. 6,1). El apóstol sólo secunda la acción y el impulso de Dios y su palabra, no los sustituye con su propia iniciativa. Actúa porque actúa Dios, en su misma dirección y sentido.


El autor de esta obra es el sacerdote español Julio Alonso Ampuero, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Apóstol por vocación

Apóstol por vocación

Las palabras de Festo en He. 25,19 («un difunto llamado Jesús, de quien Pablo sostiene que está vivo») las podría haber hecho suyas el propio Pablo antes de su conversión refiriéndose a los cristianos.

En efecto, la experiencia del camino de Damasco consistió esencialmente en esto: ese Jesús a quién Pablo consideraba definitivamente muerto se le presentó repentinamente vivo y lleno de gloria («Yo soy Jesús a quién tú persigues»: He. 9,5). Pablo no le ha buscado, ni se ha preparado a este encuentro; por el contrario, ha luchado ferozmente contra los cristianos y su evangelio. Y sin embargo, el Resucitado irrumpe en su vida y Pablo queda «apresado» por Cristo Jesús (Fil. 3, 12).

Todo su ímpetu y toda su actividad evangelizadora arrancan de este hecho: él tiene conciencia clara de que no es apóstol por voluntad propia, sino «por voluntad de Dios» (1Cor.1,1; 2Cor. 1,1; Ef. 1,1). Sabe muy bien que es «llamado como apóstol» (Rom. 1,1) exactamente como lo habían sido los Doce, porque le ha llamado el mismo Jesús que les llamó a ellos; y -lo mismo que ellos- también Pablo ha sido llamado por su nombre (He. 9,4)…

El hecho de haber sido llamado «por gracia» (Gal. 1,15) no quita fuerza a esta vocación, sino todo lo contrario: pone más de relieve la iniciativa absolutamente gratuita de Dios que llama no en virtud de los méritos contraídos sino por pura benevolencia, que tiene misericordia con quien quiere (Rom. 9,15-18). De hecho Pablo no dejará de maravillarse y sorprenderse a lo largo de toda su vida de que haya sido llamado precisamente él: «a mí, que antes fui un blasfemo, un perseguidor y un insolente» (1Tim. 1,13). Toda su predicación acerca de la gracia brotará de esta experiencia primera y fundante: «Cristo Jesús vino al mundo a salvar a los pecadores, y el primero de ellos soy yo; y si encontré misericordia fue para que en mí primeramente manifestase Jesucristo toda su paciencia y sirviera de ejemplo a los que habían de creer en él» (1Tim. 1,15-16).

Y Pablo sabe que esta llamada, que tan en contra va de sus convicciones anteriores y de su conducta pasada (Gal. 1,13-14), no es algo casual, sino que hunde sus raíces en la eternidad. Tiene conciencia de que en realidad ha sido «separado» por Dios ya «desde el seno materno» (Gal. 1,15). El, tan buen conocedor de las Escrituras, podía aplicarse a sí mismo las palabras dirigidas por Yahveh al profeta Jeremías: «Antes de haberte formado yo en el seno materno, te conocía, y antes de que nacieses te tenía consagrado» (Jer. 1,5).

«Tuvo a bien revelar a su Hijo en mí…»

Con estas palabras tan sintéticas resume San Pablo lo acaecido en el camino de Damasco. Sin entrar en detalles de lo que sucedió por fuera, da a entender que la llamada de Dios ha sido fundamentalmente una llamada interior («en mí», «dentro de mí»), una «iluminación» o «revelación» por la que Pablo «ha visto» a Jesús (1 Cor. 9,1) y le ha conocido como Señor e Hijo de Dios. Es decir, no sólo ha comprobado que Jesús estaba vivo, sino que ha entendido quién era ese Jesús (lo cual sólo es posible por revelación de Dios: Mt. 16, 17; 11, 25-27).

Pablo, aun reconociéndose «indigno del nombre de apóstol por haber perseguido a la Iglesia de Dios» (1Cor. 15,9), no puede dejar de afirmar que se le «apareció» Cristo Resucitado, exactamente igual que se les había aparecido a los Doce y a los demás discípulos (1 Cor. 15,5-8). Y esta «aparición» o «revelación» ha sido un desbordamiento de luz en su corazón: Dios mismo ha hecho brillar en su corazón la luz de Cristo (2 Cor. 4,6).

Y este brillo ha sido de tal intensidad que ha trastocado la vida y los valores de Pablo. Él, que tenía «motivos para confiar en lo humano» por su ascendencia hebrea y que era «intachable» en el cumplimiento de la Ley santa dada por Dios a través de Moisés (Fil. 3,4-6), hace esta confesión sublime: «lo que era para mí ganancia, lo he juzgado una pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por quién perdí todas las cosas, y las tengo por basura para ganar a Cristo» (Fil. 3,7-8).

A partir de ese momento, cuando Pablo se presente en el areópago de Atenas y en los demás «areópagos» del inmenso imperio romano, no será un predicador más de doctrinas nuevas o desconocidas, sino testigo de un Cristo vivo y glorioso que ha transformado su existencia. Lo mismo que Moisés (Ex. 34,29), pero de una manera incomparablemente más perfecta (2Cor. 3,7-11), será testigo de ese Cristo que ha visto «cara a cara» (Cf. Ex. 33,11) y -como un espejo- reflejará su gloria en su rostro y con toda su vida (2Cor. 3,18).

«…para que yo le anunciase entre los gentiles» (Gal, 1,16)

Llama la atención que en San Pablo el encuentro con Cristo y la llamada a ser apóstol y a anunciar el evangelio van inseparablemente unidos. Así aparece en el mencionado texto autobiográfico de Gal. 1,16. Y así aparece también en los tres relatos de su conversión que nos presenta San Lucas en el libro de los Hechos (He. 9, 15; 22,14-15; 26, 16-18).

Da la impresión de que al encontrarse con Cristo, Pablo ha encontrado el tesoro escondido (cf. Mt. 13,44) y como la mujer de la parábola siente la necesidad de contar a todo el mundo que ha encontrado algo de gran valor (cf. Lc. 15, 9).

Evangelizar es eso: llevar a los hombres un anuncio gozoso, entusiasmante y contagioso. La Buena noticia es la palabra misma de Cristo, ese Cristo enviado por el Padre para la salvación del mundo. Y Pablo, que ha experimentado en sí mismo la alegría producida por el encuentro con Cristo, experimenta también el impulso incontenible a transmitir esa dicha a todos. Como Pedro y Juan, podría decir: «No puedo callar lo que he visto y oído» (He. 4,20).

Más aún, siente la llamada a evangelizar a los gentiles, es decir, a aquellos que los judíos consideraban por definición «pecadores» (Gal. 2,15), pues no conociendo la Ley mucho menos podían cumplirla. Pablo, que sabe que todo lo que le ha sucedido es humanamente inexplicable, que ha sido fruto del amor gratuito y misericordioso de Jesucristo, entiende claramente que esa salvación es ofrecida de manera igualmente gratuita e inmerecida a todos, sean quienes sean, pues Cristo murió por los pecadores (1Tim. 1,15), es decir, por todos (2Cor. 5,14).


El autor de esta obra es el sacerdote español Julio Alonso Ampuero, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Introducción a la espiritualidad de San Pablo

Introducción

«La plenitud de los tiempos» (Gal. 4,4)

A San Pablo le ha tocado vivir en el momento culminante de la historia, en la plenitud de los tiempos, cuando «Dios envió a su Hijo» al mundo, «para rescatar a los que se hallaban bajo la ley y para que recibiéramos la filiación adoptiva» (Gal. 4,4-5). El momento en que, con la venida de Cristo se ha manifestado a los hombres y se ha realizado el misterio de la salvación escondido y mantenido en secreto durante siglos eternos (Rom. 16, 25-26; Ef. 3, 5-6).

Este hecho es imprescindible para entender la colosal obra misionera y apostólica de Pablo.

Pues él -como por lo demás los restantes autores del N.T.- tiene conciencia de estar en esa «plenitud de los tiempos». Con frecuencia en sus cartas le sorprendemos contraponiendo el «antes» de la venida de Cristo al «ahora» instaurado por esa misma venida. Por el hecho de que Dios nos ha reconciliado consigo por medio de Cristo, llega a afirmar: «pasó lo viejo, todo es nuevo» (2 Cor. 5,17). Pablo es consciente de que la venida de Cristo ha traído consigo toda novedad y ha desbordado toda expectativa al realizar una «nueva creación».

Cuando reflexione sobre su ministerio afirmará sin ambages que este ministerio -el suyo y el de los demás apóstoles del N. T.- supera sin comparación posible el ministerio de Moisés, el gran mediador de la antigua alianza. Los ministros de la nueva alianza están puestos al servicio de la acción del Espíritu. Como ministros del evangelio, les ha sido concedida la gracia de anunciar una Buena Noticia inmensamente gozosa y sorprendente: «el amor de Dios manifestado en Cristo» (Rom. 8, 39) que se ha entregado por cada uno (Gal. 2,20) para rescatarnos de nuestros pecados (Gal. 1,4). Al apóstol le ha sido confiado el anuncio de este acontecimiento incomparable que es portador de salvación (1 Cor. 15,1-5).

Es esto lo que espolea al apóstol: el deseo de transmitir y hacer partícipes a todos de este «tesoro» (2 Cor. 4. 7). Por eso exclamará: «Predicar el Evangelio no es para mí ningún motivo de gloria; Es más bien un deber que me incumbe. Y ¡ay de mí si no predicara el Evangelio! Si lo hiciera por propia iniciativa, ciertamente tendría derecho a una recompensa. Más si lo hago forzado, es una misión que se me ha confiado» (1Cor. 9, 16-17).

Colocado en la plenitud de los tiempos y portador de tal tesoro y de semejante novedad, Pablo se siente impelido y urgido a hacerlo llegar a todos, absolutamente a todos. Una tras otra, irán cayendo distancias, fronteras y dificultades y el Evangelio irá extendiéndose de la mano de Pablo por todo el inmenso Imperio romano como un fuego incontenible. Su única obsesión será llevar el Evangelio y el nombre de Cristo allí donde todavía no es conocido (Rom. 15,19-21; 2 Cor. 10,15-16).


El autor de esta obra es el sacerdote español Julio Alonso Ampuero, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.