Pablo VI: La Resurreccion fisica de Jesucristo (Humanitas 54)

¿No es la Resurrección la única que da sentido a toda la liturgia, a nuestras celebraciones eucarísticas, asegurán­donos la presencia del Resucitado que celebramos en la acción de gracias: «Anunciamos tu muerte, proclamamos tu Resurrección. ¡Ven, Señor Jesús!» (Anámnesis)?

Sí, toda la esperanza cristiana está ba­sada sobre la Resurrección de Cristo, en la que está «anclada» nuestra misma resurrección con Él. Más aún, ya hemos resucitado con Él (cf. Col 1, 3); toda nuestra vida cristiana está tejida con esta certeza inconmovible y con esta realidad oculta, con la alegría y el dinamismo que ellas engendran.

No es extraño que este misterio tan fundamental para nuestra fe, tan pro­digioso para nuestra inteligencia, haya suscitado siempre, junto al interés apa­sionado de los exégetas, una «contesta­ción» pluriforme a lo largo de toda la historia. Este fenómeno se manifestaba ya en vida del evangelista san Juan, que juzgó necesario precisar que Tomás, el incrédulo, había sido invitado a tocar con sus manos la huella de los clavos y el costado herido del Verbo de la Vida resucitado (cf. Jn 20, 24-29).

Y desde entonces, ¿cómo no evocar los intentos de una «gnosis» que renacía continuamente bajo múltiples formas, deseando penetrar este misterio con todos los recursos del espíritu humano, esforzándose por reducirlo a las dimen­siones de unas categorías plenamente humanas? Tentación muy comprensi­ble, ciertamente, y sin duda inevitable, pero con una tendencia muy inquie­tante a vaciar insensiblemente todas las riquezas y la importancia de lo que, ante todo, es un hecho: la Resurrección del Salvador.

También en nuestros días –y no es precisamente a vosotros a quienes debemos recordarlo– vemos cómo esta tendencia manifiesta sus últimas consecuencias dramáticas, llegándose a negar, incluso entre los fieles que se dicen cristianos, el valor histórico de los testimonios inspirados o, más recientemente, interpretando de forma puramente mítica, espiritual o moral, la Resurrección física de Jesús. ¿Cómo no nos ha de doler profundamente el efecto destructor que estas discusiones deletéreas tienen para tantos fieles? Pero proclamamos con toda energía que estos hechos no nos dan miedo porque, hoy como ayer, el testimonio «de los Once y de sus compañeros» es capaz, con la gracia del Espíritu Santo, de suscitar la verdadera fe: «El Señor en verdad ha resucitado y se ha aparecido a Simón» (Lc 24, 34-35).

Publicado via email a partir de Palabras de camino

Profeta Resucitado

Profeta de breve vida,
hirsuto, santo, elocuente,
poderoso, y tan clemente:
tu nombre es Eterno Día.

Profeta de Galilea,
hijo de Santa María;
ojos de mirada limpia;
quien los ve, bendito sea.

Profeta muerto en la Cruz,
atravesado en dolores,
crucificado de amores,
bendito seas, Jesús.

Profeta de Pascua Santa,
y heraldo del gran perdón,
cuando se haya apagado el sol
seguirá brillando tu gracia.

La Pascua es el esplendor de la Cruz

La Pascua de Cristo, es decir, su muerte y resurrección, nos llevan a preguntarnos el para qué de su vida y de su cruz. No se trata solamente de sanar algunas personas con milagros espectaculares, ni tampoco se limita a brindar unos cuantos consejos saludables para vivir bien sobre esta tierra. Para eso no necesitaba derramar su sangre.

Su pasión, en cambio, viene a desarmar la Gran Mentira con la que el demonio ha querido aprisionarnos a todos desde siempre. Esta mentira se resume en este juego: “O abandonas a Dios o abandonas tu felicidad…” Si uno le acepta ese juego al demonio termina pecando y condenándose.

En su cruz, Cristo manifestó la fidelidad a toda prueba, y en su resurrección mostró que en esa misma fidelidad está la genuina felicidad. Así reveló la verdad de Dios, la verdad del pecado y la verdad del ser humano, que, si se acoge a la misericordia inagotable que ha mostrado el Crucificado, encontrará salvación real, profunda, definitiva.