Avivar la Llama Interior

Cuentan que un rey muy rico de la India, tenía fama de ser indiferente a las riquezas materiales y hombre de profunda religiosidad, cosa un tanto inusual para un personaje de su categoría.

Ante esta situación y movido por la curiosidad, un súbdito quiso averiguar el secreto del soberano para no dejarse deslumbrar por el oro, las joyas y los lujos excesivos que caracterizaban a la nobleza de su tiempo.

Inmediatamente después de los saludos que la etiqueta y cortesía exigen, el hombre preguntó: Majestad, ¿cuál es su secreto para cultivar la vida espiritual en medio de tanta riqueza?

El rey le dijo: “Te lo revelaré, si recorres mi palacio para comprender la magnitud de mi riqueza. Pero lleva una vela encendida. Si se apaga, te decapitaré”.

Al término del paseo, el rey le preguntó: “¿Qué piensas de mis riquezas?”

La persona respondió: “No vi nada. Sólo me preocupé de que la llama no se apagara”.

El rey le dijo: “Ese es mi secreto. Estoy tan ocupado tratando de avivar mi llama interior, que no me interesan las riquezas de fuera”.

Amor a Tiempo

Leo Buscaglia

En mi primer día de labores como profesor adjunto de pedagogía en la Universidad del Sur de California, en Los Angeles, entré en el aula sintiéndome presa de una terrible angustia.

Un frío silencio fue la respuesta de la clase atestada a mi tímida sonrisa y breve saludo.

Hojeé un momento mis anotaciones y di inicio, balbuciente, a mi disertación.

Nadie parecía hacerme el menor caso. En ese momento advertí la presencia, en la quinta fila, de una joven de porte tranquilo, vestida de blanco. De piel bronceada, ojos vivaces color castaño y cabellera dorada, su animado semblante y sonrisa cordial me alentaron a seguir adelante.

Atenta a mi exposición, ella asentía con la cabeza o con un “sí”, y tomaba notas.

Proyectaba la confortante sensación de que le interesaba cuando trataba yo de transmitir de manera tan insegura. Empecé a dirigirme a ella, y recobré la confianza y el entusiasmo.

Minutos después, me atreví a pasar la mirada por toda el aula.

Los demás estudiantes habían empezado a atender y tomaban notas.

Aquella extraordinaria muchacha me había sacado del aprieto.

Al terminar la lección revisé la lista en busca de su nombre: se llamaba Laura. En las siguientes semanas leí sus trabajos. Redactaba con creatividad, sensibilidad y fino sentido del humor.

Yo había pedido a mis discípulos que pasaran a verme a mi oficina durante el semestre escolar, y aguardaba con especial interés a Laura. Deseaba decirle como me había salvado aquel día y alentarla a que desarrollara sus cualidades de persona considerada y perspicaz. Pero jamás se presentó.

Unas cinco semanas después de iniciado el semestre, se ausentó durante dos semanas. Pregunté la causa de su ausencia a los estudiantes que se sentaban cerca de ella y me sorprendió enterarme que ni siquiera sabían su nombre. Recordé la aguda observación de Albert Schweitzer: “Estamos todos tan juntos, y sin embargo, todos estamos muriendo de soledad…” Fui a ver a la jefa administrativa de la sección de mujeres. En cuanto mencioné el nombre de Laura, la dama se sobresaltó y exclamó:

“Oh, lo siento mucho, Leo; supuse que usted estaba enterado…” Laura se había dirigido en su auto a los acantilados del Pacífico, encantadora población cercana a Los Angeles, donde los riscos caen a plomo sobre el mar. Allí, según declararon unos paseantes horrorizados, se arrojó hacia la muerte. Laura tenía apenas veintidós años! El don divino de su individualidad se había perdido para siempre. Llamé por teléfono a sus padres. La ternura con que su madre se refirió a ella me indicó que la habían amado. Pero era obvio para mí que ella no se había sentido amada.

“¿Qué estamos haciendo?”, pregunte a un colega. “Nos ocupamos demasiado en enseñar cosas. ¿De que sirvió haber enseñado a Laura a leer, escribir, hacer cuentas, si jamás le inculcamos lo que realmente necesitaba aprender: a vivir jubilosamente, a justipreciarse, y a tener conciencia de su propia dignidad?”

Quise ayudar a quienes necesitan sentirse amados. Daría un curso acerca del amor. Me pasé varios meses buscando en libros algo que pudiera servirme, pero fue poco lo que halle. Casi todos los textos trataban el tema con un enfoque sexual o romántico. Era escaso lo que había sobre el amor en general.

Sin embargo, consideré que si yo actuaba como mero facilitador, mis discípulos y yo podríamos enseñarnos mutuamente a aprender juntos.

Llamé al curso Lecciones de Amor. Bastó que lo anunciara una sola vez para que se llenara el aula de asistentes a esa materia extracurricular. Proporcioné a cada participante una lista bibliográfica, pero prescindimos de textos obligatorios, de requisitos de asistencia y de exámenes. Solo compartíamos nuestras lecturas, ideas y vivencias. Partía yo del supuesto de que el amor se aprende.

Nuestros “maestros” son quienes aman y se relacionan con nosotros. De no encontrar modelos de amor, creceremos necesitados de amor y sin la capacidad de amar.

La venturosa posibilidad -propuse a mis alumnos es que se puede aprender a amar en cualquier momento de la vida, si estamos dispuestos a dedicarle el tiempo, la energía y la practica necesarios. Pocos faltaban a una sola sesión de Lecciones de Amor. Los participantes tenían que apretarse unos junto a otros a medida que llevaban consigo a sus padres, hermanos, amigos, cónyuges e incluso abuelos.

Una de las primeras cosas que intente aclarar fue la importancia del contacto físico. “Cuantos de ustedes han abrazado fuertemente en la última semana a alguien que no fuera su novio, novia o cónyuge?” Pocos levantaban la mano. Una estudiante afirmó: “Siempre temo que se interpreten mal mis intenciones”. La risa nerviosa que cundió me reveló que muchos compartían éste punto de vista. “El amor necesita expresarse físicamente”, repuse.

“Me siento afortunado de haber crecido en el seno de una familia italiana, efusiva, en que nos abrazábamos mucho. Asocio los abrazos con un genero de amor más universal. Pero si ustedes temen que se les interprete mal, comuníquenle sus sentimientos a quien están abrazando.

Para aquellos que realmente se sientan molestos si los abrazan, bastara un fuerte apretón de ambas manos para satisfacer su necesidad de caricias”. Iniciamos la costumbre de abrazarnos unos a otros al final de cada sesión. Con el tiempo, los abrazos se convirtieron en forma habitual de saludo en la universidad, entre los alumnos de mi curso. Jamas concluíamos una sesión sin un plan para compartir amor.

Cierta ocasión, decidimos expresar gratitud a nuestros padres, lo cual suscitó reacciones memorables. Para uno de los estudiantes, excelente jugador del equipo de fútbol americano de la universidad, la tarea resultó en especialmente incómoda.

Sentía un gran amor, pero era incapaz de expresarlo. Tuvo que armarse de gran valor y determinación para ir a la sala de su hogar, hacer que su padre se pusiera de pie y darle un fuerte abrazo. Le dijo: – Te quiero, papá – y lo besó. Al hombre se le llenaron los ojos de lágrimas y musitó: Lo sé, hijo. Yo también te quiero.

Los años que he dedicado a mis Lecciones de Amor han sido los más estimulantes de mi existencia. Al proponerme abrirles las puertas del amor a otros, descubrí que también, se han abierto para mí.

No hace mucho, comí en una fonducha de Arizona. Al pedir chuletas , alguien comento: “Esta usted loco! nadie come tal cosa en un lugar como éste!” Sin embargo, me parecieron exquisitas. “Me gustaría conocer al cocinero”, indiqué al dueño. Fuimos a la cocina, y allí estaba el hombre, corpulento, sudoroso. – Que sucede? alguna queja? – vocifero.

– No, Esas chuletas estaban de primera – respondí. Me miró como se mira a un loco. Se advertía a las claras que le resultaba difícil aceptar el cumplido. Luego, me propuso con gran cordialidad:

– Le cocino otra? No es maravilloso? de no haber aprendido a amar, habría pensado gratamente en aquellas chuletas, pero quizá no le hubiese dicho nada al cocinero, así como dejé de expresarle a Laura lo mucho que me había ayudado en mi primer día como maestro. He ahí una de las cosas en que consiste el amor: compartir nuestro gozo con la gente.

Otro secreto del amor radica en percatarse que uno mismo es un ser especial; de que no hay en todo el mundo una persona igual a otra.

Si tuviera una varita mágica y pudiera pedirle la realización de un deseo, tocaría a todo el mundo con ella y haría que cada persona dijera con convicción: “En éste instante me agrada como soy. Y me gusta lo que puedo ser. Soy lo máximo”. La búsqueda del amor ha hecho de mi vida algo maravilloso.

Pero, como habría sido mi existencia de no haber conocido a Laura? Estaría aun balbuceando mi tema ante los estudiantes, ajeno a los vulnerables seres humanos que se ocultan detrás de las máscaras? Laura me arrojó el guante, y yo lo recogí! Tal fue la motivación del cambio. Cómo quisiera que Laura estuviera hoy aquí, conmigo! La abrazaría fuerte y le diría:

“Mucha gente me ha ayudado a saber que es el amor, pero tu me diste el primer impulso. Gracias! Te quiero!” Mas estoy convencido de que, en alguna forma misteriosa, el amor que le tengo a Laura ya ha viajado hasta ella.

Responde a cada una de estas preguntas según sea el caso.

1. ¿Te es fácil manifestar tus sentimientos a los demás? ¿Con quiénes te es más difícil hacerlo?

2. ¿Has pensado que al no expresar tus sentimientos y emociones a las personas que has mencionado… las estas hiriendo de alguna manera?

3. ¿Estás perdiendo la oportunidad de darte a conocer?

4. ¿Estás haciendo que no tengan la oportunidad de conocerte?

5. ¿Has experimentado alguna vez el “estamos todos tan juntos, y sin embargo, todos estamos muriendo de soledad”?

6. ¿Hay alguna “Laura” en tu vida, a quien ayudaría mucho saber que es importante para tí?

7. ¿Qué piensas hacer al respecto?

No lo pienses mucho y dile a la gente que la quieres, lo bien que te hacen sentir.

Recordando a los Santos Angeles

Sucedió en una pequeña cabaña de Ankara, Alaska, una fría mañana de invierno.

La señora Louise Dubay se hallaba sola y su condición física era tan precaria que no podía caminar si no se aplicaba periódicamente un tratamiento de frío y calor a la pierna.

La cabaña se mantenía abrigada con una cocina a leña. Tenia muchos amigos, pero aquella mañana, por alguna razón, nadie se había acordado de visitarla para traerle la provisión de madera. Tampoco podía llamar por teléfono a alguien porque no tenia uno en ese entonces.

En su desesperación se puso a orar en voz alta. Jamas había orado con tanto fervor. Pero nadie vino. Finalmente, se le acabo lo ultimo que le quedaba de leña, y el fuego se apago.

Hacia treinta grados bajo cero. La cabaña comenzó a enfriarse rápidamente, y ella sabia que, a pesar de las frazadas que la protegían, pronto moriría congelada, a menos que alguien le trajera leña. Continuo orando, pero nadie apareció.

Entonces hizo un tipo diferente de oración. Le dijo al Señor que si era su voluntad que muriera congelada, esta bien. Estaba dispuesta a morir. En esos momentos se abrió la puerta (la única que había) y entró un hombre alto trayendo en sus brazos un montón de leña. No iba vestido como lo hacen la mayoría de las personas de Alaska durante los meses invernales.

Llevaba sombrero y abrigo negros. Puso la leña en su sitio y encendió el fuego en la cocina a leña. Una vez que estuvo bien encendida, puso agua en una gran tetera y la coloco sobre el fuego. Todo ese tiempo daba la impresión de sentarse de espaldas a ella para que no pudiera verlo de lleno.

De pronto se dió la vuelta y salió por la puerta, para regresar con otro poco de leña. Pero ella no alcanzó a ver su rostro. El tampoco pronuncio palabra. Naturalmente, la señora Dubay había quedado atónita con lo que sucedía, hasta tal punto que no podía hablar. Estaba sentada observándolo, con un vivo deseo de preguntarle si era ángel, pero al mismo tiempo tenia miedo de hablar.

Por último, le hizo la pregunta mentalmente, sin decir una palabra. Al hacerlo, el extraño se volvió y sonrió. Tenía un rostro tan noble, dice ella, que supo que no era de este mundo. Finalmente, él se dio la vuelta, abrió la puerta y se fue si decir una palabra. Por un rato ella se quedó sentada, como petrificada. Hasta que al fin pensó: Si es un ángel enviado por Dios, entonces no habrá huellas de pisadas en la nieve.

Con gran esfuerzo se aproximó cojeando hasta la puerta, la abrió y vio que la nieve estaba intacta. No había huellas por ninguna parte. Tampoco las había alrededor ni cerca de la pequeña pila de madera que había afuera. ¡La nieve estaba perfectamente lisa!

“El ángel del Señor acampa alrededor de los que le temen y los defiende” Salmos 34,7

Al otro lado de la puerta

(En memoria de nuestro bien recordado Fr. Oscar Buitrago, fallecido trágicamente la semana pasada.)

Fr. Oscar Buitrago, O.P.

Después de una cita médica, el enfermo se volvió hacia el doctor y le dijo: “¿Sabe? Tengo miedo a la muerte. Dígame qué hay al otro lado.” El doctor susurró: “No lo sé.” Y el hombre replicó: “¿No lo sabe? Usted, doctor, que cree en Jesucristo, ¿no sabe qué hay al otro lado?”

El doctor entretanto sostenía el picaporte. Del otro lado se oía un rasguñar de impaciencia. Apenas abierta la puerta, un perrito se entró al consultorio y dando saltos se lanzó sobre el doctor saludándolo con visible alegría.

Volviéndose al paciente, el doctor comentó: “¿Ha visto a mi perro? Nunca lo dejo entrar. Él no sabía qué había adentro sino sólo una cosa, que su amo estaba aquí. Y ya ve: cuando la puerta se abrió, dio un salto de alegría, sin miedo alguno. Yo sé muy poco sobre qué queda al otro lado de la muerte pero hay una cosa de la que estoy seguro: yo sé que mi Señor está ahí, y eso me basta.”

(Remitido por S. Siefken)

El Impuesto a la Felicidad

Érase una vez un antiguo reino con gran abundancia de ríos, cultivos y ganados. No todo era felicidad, porque el rey de aquella región era persona muy codiciosa, y fue así que un día decidió poner un impuesto nuevo: el Impuesto a la Felicidad.

La primera reacción de la gente fue esconder su felicidad: ¡no querían que les cobraran por ser felices! Cada uno procuró disimular la sonrisa. Los días eran grises, aunque hiciera mucho sol, y los papás enseñaban a los hijos que debían hacer mala cara en todas partes, y mostrarse siempre amargados o disgustados. Las cosas llegaron a un punto en que los cobradores del nuevo impuesto no sabían a quién cobrarlo, porque sólo la desolación aparecía en los rostros.

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Un Ciego Con Luz

Había una vez, hace cientos de años, en una ciudad de Oriente, un hombre que una noche caminaba por las oscuras calles llevando una lámpara de aceite encendida. La ciudad era muy oscura en las noches sin luna, como aquella. En determinado momento, se encuentra con un amigo. El amigo lo mira, y de pronto lo reconoce. Continuar leyendo “Un Ciego Con Luz”

Cómo Hacemos Sentir A Las Personas Que Nos Rodean?

El 14 de Octubre de 1998, en un vuelo trasatlántico de la línea aérea British Airways tuvo lugar el siguiente suceso: a una dama la sentaron en el avión al lado de un hombre de raza negra. La mujer pidió a la azafata que la cambiara de sitio, porque no podía sentarse al lado de una persona tan desagradable. La azafata argumentó que el vuelo estaba muy lleno, pero que iría a revisar a primera clase a ver por si acaso podría encontrar algún lugar libre. Todos los demás pasajeros observaron la escena con disgusto, no sólo por el hecho en sí, sino por la posibilidad de que hubiera un sitio para la mujer en primera clase. La señora se sentía feliz y hasta triunfadora porque la iban a quitar de ese sitio y ya no estaría cerca de aquella persona. Minutos más tarde regresó la azafata y le informó a la señora : Continuar leyendo “Cómo Hacemos Sentir A Las Personas Que Nos Rodean?”

La Llamada

Una llamada telefónica de un muy buen amigo. Me dió mucho gusto y lo primero que me preguntó fue: ¿Cómo estás?

Y sin saber por qué, le contesté: “Muy solo”.

-¿Querés que hablemos?- me dijo.

Le respondí que sí. Y me dijo: ¿Querés que vaya a tu casa? Y respondí que sí.

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La Parte Más Importante Del Cuerpo

Un día mi madre me preguntó cuál era la parte más importante del cuerpo.

A través de los años trataba de buscar la respuesta correcta. Cuando era joven, pensé que el sonido era muy importante para nosotros: Por eso le dije, “Mis oídos, mamá”. Ella dijo: “No, muchas personas son sordas y se las arreglan perfectamente. Pero sigue pensando, te preguntaré de nuevo.” Varios años pasaron antes de que lo hiciera nuevamente. Desde aquella primera vez, yo había crecido y buscado la respuesta correcta.

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Dios No Se Equivoca

Hace mucho tiempo, en un reino distante, su monarca no creía en la bondad de Dios. Tenía, sin embargo, un súbdito que siempre le recordaba acerca de esa verdad. En todas las situaciones decía:

-¡Rey mío, no se desanime, porque todo lo que Dios hace es perfecto. El nunca se equivoca!

Un día el rey salió a cazar junto con su súbdito, y una fiera de la jungla le atacó. El súbdito consiguió matar al animal, pero no evitó que Su Majestad perdiese el dedo meñique de la mano derecha. El rey, furioso por lo que había ocurrido, y sin mostrar agradecimiento por los esfuerzos de su siervo para salvarle la vida, le preguntó a este:

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Carta De Charles Dickens A Su Hijo

Londres , Octubre de 1868.

Querido hijo mío:Te escribo hoy esta carta porque tu partida me preocupa mucho, y porque quiero que lleves contigo unas palabras mías de despedida, para que pienses en ellas de cuando en cuando, en los momentos de tranquilidad. No necesito decirte cuánto te quiero, y que siento mucho, lo siento en el alma separarme de ti. Pero la mitad de esta vida está hecha de separaciones, y son dolores que hay que sobrellevar; además, la vida con sus pruebas y peligros te enseñará más que cualquier estudio o tarea que pudieras realizar.

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Cazando Monos

Conocedor de cuánto les gustan las cerezas a los monos, un cazador inventó un sencillo método para cazarlos:

Colocó una en el interior de un frasco de vidrio y lo dejó abierto en la selva. Cuando llegó el primer mono, metió la mano en el recipiente, decidido a atrapar el apetitoso fruto. Instintivamente, cerró el puño con firmeza y observó, con inesperada tristeza, que no podría lograr su objetivo con su preciso manotazo. La mano había quedado atascada por la boca del frasco, aunque con el fruto alcanzado.

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Gracias…

Un alma recién llegada al cielo se encontró con San Pedro. El santo llevó al alma a un recorrido por el cielo. Ambos caminaron paso a paso por unos grandes talleres llenos de ángeles.

San Pedro se detuvo frente a la primera sección y dijo: “Esta es la sección de recibo. Aquí, todas las peticiones hechas a Dios mediante la oración son recibidas”. El alma miró a la sección y estaba terriblemente ocupada con muchos ángeles clasificando peticiones escritas en voluminosas hojas de papel, de personas de todo el mundo.

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