Recordando a los Santos Angeles

Sucedió en una pequeña cabaña de Ankara, Alaska, una fría mañana de invierno.

La señora Louise Dubay se hallaba sola y su condición física era tan precaria que no podía caminar si no se aplicaba periódicamente un tratamiento de frío y calor a la pierna.

La cabaña se mantenía abrigada con una cocina a leña. Tenia muchos amigos, pero aquella mañana, por alguna razón, nadie se había acordado de visitarla para traerle la provisión de madera. Tampoco podía llamar por teléfono a alguien porque no tenia uno en ese entonces.

En su desesperación se puso a orar en voz alta. Jamas había orado con tanto fervor. Pero nadie vino. Finalmente, se le acabo lo ultimo que le quedaba de leña, y el fuego se apago.

Hacia treinta grados bajo cero. La cabaña comenzó a enfriarse rápidamente, y ella sabia que, a pesar de las frazadas que la protegían, pronto moriría congelada, a menos que alguien le trajera leña. Continuo orando, pero nadie apareció.

Entonces hizo un tipo diferente de oración. Le dijo al Señor que si era su voluntad que muriera congelada, esta bien. Estaba dispuesta a morir. En esos momentos se abrió la puerta (la única que había) y entró un hombre alto trayendo en sus brazos un montón de leña. No iba vestido como lo hacen la mayoría de las personas de Alaska durante los meses invernales.

Llevaba sombrero y abrigo negros. Puso la leña en su sitio y encendió el fuego en la cocina a leña. Una vez que estuvo bien encendida, puso agua en una gran tetera y la coloco sobre el fuego. Todo ese tiempo daba la impresión de sentarse de espaldas a ella para que no pudiera verlo de lleno.

De pronto se dió la vuelta y salió por la puerta, para regresar con otro poco de leña. Pero ella no alcanzó a ver su rostro. El tampoco pronuncio palabra. Naturalmente, la señora Dubay había quedado atónita con lo que sucedía, hasta tal punto que no podía hablar. Estaba sentada observándolo, con un vivo deseo de preguntarle si era ángel, pero al mismo tiempo tenia miedo de hablar.

Por último, le hizo la pregunta mentalmente, sin decir una palabra. Al hacerlo, el extraño se volvió y sonrió. Tenía un rostro tan noble, dice ella, que supo que no era de este mundo. Finalmente, él se dio la vuelta, abrió la puerta y se fue si decir una palabra. Por un rato ella se quedó sentada, como petrificada. Hasta que al fin pensó: Si es un ángel enviado por Dios, entonces no habrá huellas de pisadas en la nieve.

Con gran esfuerzo se aproximó cojeando hasta la puerta, la abrió y vio que la nieve estaba intacta. No había huellas por ninguna parte. Tampoco las había alrededor ni cerca de la pequeña pila de madera que había afuera. ¡La nieve estaba perfectamente lisa!

“El ángel del Señor acampa alrededor de los que le temen y los defiende” Salmos 34,7