Así se forja un santo

Estudio y pobres

El fámulo del convento, Baltasar de Zamudio, dijo que algunas veces que acudió a la celda de fray Vicente vió «que tan sólamente tenía una tabla y sobre ella una estera en que dormía, sin otra más cosa que unos libros en que estudiaba». Oración y estudio absorbían sus horas en ese tiempo. Lo mismo dice el presbítero Juan de Oviedo: «Siempre [que] entraba en la celda del siervo de Dios padre maestro fray Vicente Vernedo, siempre le hallaba escribiendo algunos cuadernos… y otras veces lo hallaba rezando hincado de rodillas».

Como veremos, era fray Vicente muy docto en Escritura y teología, y en su labor docente de profesor escribió varias obras. Pero no por eso se engreía, sino que «era muy humilde y pacífico con todos los que le comunicaban -según Meléndez-, y los hábitos que tenía eran muy pobres y rotos». Al amor de la pobreza unía el amor a los pobres, y en todas las fases de su apostolado tuvo un especial cuidado por ellos.

Cuando salía a veces a buscar limosna para el convento, «a la vuelta del viaje preguntándole el Prior cuánta limosna traía, respondía con sumisión que ninguna; porque la que había juntado la había repartido entre los indios que había en muchos parajes, necesitados de todo, y más que los mismos frailes, a quienes lo daba Dios por otros caminos… Y esto lo sabía decir con tales afectos de su encendido fervor y celo caritativo, que no sólo dejaba pagados y satisfechos a los prelados, sino contentos y alegres, teniendo su caridad en mucho más que si trajera al convento todas las piñas y barras del Cerro de Potosí».

La testigo Juana Barrientos «vió muchas veces» que cuando «le daba limosna por las misas que le decía, el venerable siervo de Dios iba luego a la portería, y la plata la daba de limosna a los pobres que allí estaban; y así le llamaban todos “el padre de los pobres” por grande amor y caridad». Y Juan de Miranda declaró que «lo poco que tenía [fray Vicente] lo daba de limosna a los pobres que a él acudían, y no teniendo qué darles se entristecía mucho y los consolaba con oraciones, encargándoles mucho a todos no ofendiesen a su Divina Majestad».

Sin embargo, como refiere Meléndez, «no era pródigo y desperdiciado, que bien sabía cómo, cuándo y a quién había de dar limosna; porque la misma caridad que le movía… a liberalidad con sus prójimos, le había hecho profeta de sus necesidades…; y así en llegando a su celda algunos de los que gastan lo suyo y lo ajeno en juegos y vanidades, y andan estafando al mundo, a título de pobreza, respondía ingenuamente: “Perdone, hermano, que no doy para eso”; y por más que le instaban y pedían significando miserias y necesidad, se cerraba respondiendo que no daba para eso; y esto pasó tantas veces, que llegaron a entender que por particular don de Dios, conocía los que llegaban a él por vicio, o por necesidad».


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Fray Vicente Bernedo comenzó su misión por el camino de la oración y la penitencia

Recogimiento inicial

En este mundo potosino, extremadamente cruel, como todo mundo centrado en el culto al Dinero, ¿qué podía hacer el padre Bernedo, si quería conseguir que Cristo Redentor, el único que puede librar del culto a la Riqueza, fuera para los indios alguien inteligible y amable? Comenzó por donde iniciaron y continuaron su labor todos los santos apóstoles: por la oración y la penitencia.

En aquellos años el convento dominico de Potosí tenía unos doce religiosos, y el recién llegado fray Vicente, antes de intentar entre los indios el milagro de la evangelización, quiso recogerse un tiempo con el Señor, como hizo San Pablo en Arabia (Gál 1,17). Durante dos años, según refiere la Relación anónima, «tuvo por celda la torre de las campanas, que es un páramo donde si no es por milagro no sabemos cómo pudo vivir». De allí, según Meléndez, hubieron los superiores de pasarle a un lugar menos miserable, a una celda «muy humilde, en un patiecillo muy desacomodado».

Y allí se estuvo, en una vida semieremítica, pues «amaba la soledad, de tal suerte que lo más del día se estaba en su celda encerrado haciendo oración, y si no era muy conocido el que llamaba a su celda no le abría». Un testigo afirmó que «todos los días se confesaba y decía misa con grandísima devoción». También «la devoción que tuvo con nuestra Señora y su santo rosario fue muy grande, el cual rezaba cada día y le traía al cuello». Igual que en San Luis Bertrán, hallamos en el Venerable Bernedo el binomio oración y penitencia como la clave continua de la acción apostólica fecunda.

Fray Vicente, concretamente, no comía apenas, por lo que fue dispensado de asistir al refectorio común. «Su comida -dice el autor de la Relación- fue siempre al poner el sol un poco de pan, y tan poco… que apenas pudo ser sustento de la naturaleza. En las fiestas principales el mayor regalo que hacía a su cuerpo era darle unas sopas hechas del caldo de la olla antes que hubiese incorporado a sí la grosedad de la carne… Certifican los que le llevaba el pan que al cabo de la semana volvían a sacar todo, o casi todo el que habían llevado, de donde se echa de ver lo poco que comía, y lo mismo afirman los que en sus casas le tuvieron en los valles», cuando comenzó a misionar, donde «los de aquella tierra no le conocieron más cama que el suelo».

Fue siempre extremadamente penitente, como se vió -sigue diciendo el Relator- «por los instrumentos de penitencia que nos dejó: dos cilicios uno de cerdas que siempre tuvo a raíz de las carnes, y un coleto [chaleco] de cardas de alambre que el Prelado le quitó en la última enfermedad de la raíz de las carnes, cuatro disciplinas cualquiera de ellas extraordinarias con que todas o las más noches se azotaba. La una más particular es una cadena de hierro de tres ramales, limados los eslabones para que pudiesen herir agudamente; unos hierros con que ceñía su cuerpo que le quitaron de él por reliquias los seculares que en su última enfermedad le visitaron». Y es que «siempre se tuvo por gran pecador», y con razón pensaba que no podría dar fruto en el apostolado si no mataba del todo en sí mismo al hombre viejo, dejando así que en él actuase Cristo Salvador con toda la fuerza de su gracia.


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

San Vicente Bernedo en Bolivia

En Potosí, Villa Imperial y «pozo del infierno»

Largas jornadas hizo fray Vicente, descansando con sus hermanos dominicos en Jauja, Huamanga -hoy Huancavelica- y Cuzco, caminando luego por aquellas tierras altísimas, hacia Copacabana, una doctrina de la Orden junto al lago Titicaca, y Chuquiabo, donde en 1601 se fundó el convento de La Paz, y siguiendo después hacia el convento de San Felipe de Oruro, para llegar finalmente al de Potosí.

Desde Cartagena de Indias había hecho un camino de 1.200 leguas, es decir, unos 7.000 kilómetros, mucho más largo que aquel otro viaje en el que acompañamos a San Francisco Solano desde Paita hasta el Tucumán. Por fin el padre Bernedo ha llegado al lugar que la Providencia divina le ha señalado, para que en dieciocho años (1601-1619) se gane el nombre de Apóstol de Charcas.

Potosí, a más de 4.000 metros de altura, fundada en 1545 al pie del Cerro Rico, o como le decían los indios Coolque Huaccac -cerro que da plata-, era ya por entonces una ciudad muy importante, llena de actividad minera y comercial, organizada especialmente a raíz de la visita del virrey Francisco de Toledo, en 1572, y de las célebres Ordenanzas de Minas por él dispuestas. En torno a la Plaza Mayor, hizo erigir Toledo la Iglesia Matriz, las Cajas Reales y la Casa de Moneda.

Contaba la Villa Imperial con conventos de franciscanos, dominicos, agustinos, jesuítas y mercedarios, situados en las manzanas próximas a la Plaza Mayor. Había varias parroquias «de españoles», trece para los indios que se agrupaban en poblaciones junto a la ciudad, y una «para esclavos», es decir, para los negros. Entre la ranchería de los indios y el Cerro se hallaba la tarja, casa en la que se pagaba a los mineros su trabajo semanal. En las minas los indios, obligados al trabajo por un tiempo cada año, según el servicio de mita o repartimiento, o bien contratados por libre voluntad -los llamados mingados-, laboraban bajo la autoridad del Corregidor, del alcalde de minas, de tres veedores y de ocho alguaciles o huratacamayos.

Por esos años en Potosí, a los treinta años de la fundación de la ciudad, las condiciones laborales de las minas eran todavía pésimas. Y también aquí se alzaron en seguida voces de misioneros y de funcionarios reales en defensa de los indios.

En 1575 tanto el arzobispo de Lima, fray Jerónimo de Loaysa, como el Cabildo de la misma ciudad elevan memoriales sobre la situación del trabajo en las minas (Olmedo Jiménez, M., 276-278). Unos años después, en 1586, Fray Rodrigo de Loaisa escribe otro memorial en el que describe así el trabajo minero de los indios, concretamente el que realizaban en Potosí: «Los indios que van a trabajar a estas minas entran en estos pozos infernales por unas sogas de cuero, como escalas, y todo el lunes se les va en esto, y meten algunas talegas de maíz tostado para su sustento, y entrados dentro, están toda la semana allí dentro sin salir, trabajando con candelas de sebo; el sábado salen de su mina y sacan lo que han trabajado». Cuando a estos pobres indios se les predica del infierno, «responden que no quieren ir al cielo si van allá españoles, que mejor los tratarán los demonios en el infierno… y aún muchos más atrevidos me han dicho a mí que no quieren creer en Dios tan cruel como el que sufre a los cristianos».

El mismo virrey Velasco, en carta de 1597 al rey Felipe II, le pide que intervenga para reducir estos abusos, y denuncia que los indios vecinos de Potosí son traídos a las minas «donde los tienen 2, 4, 6 meses y un año, en que con la ausencia de su tierra, trabajo insufrible y malos tratamientos, muchos se mueren, o se huyen, o no vuelven a sus reducciones, dejando perdidas casa, mujer e hijuelos, por el temor de volver, cuando les cupiere por turno [la llamada mita], a los mismos trabajos y aflicciones y por los malos tratamientos y agravios que les hacen los Corregidores y Doctrinantes con sus tratos y granjerías». Nótese que alude también a los abusos de los sacerdotes encargados de las Doctrinas. En efecto, poco antes ha señalado «la poca caridad con que algunos ministros de doctrina, particularmente clérigos, acuden a los que están obligados». Los culpables de todas estas miserias tenían todavía ánimo a veces para defenderse con piadosas alegaciones, como las escritas por Nicolás Matías del Campo, encomendero de Lima, en 1603, en su Memorial Apologético, Histórico, Jurídico y Político en respuesta de otro, que publicó en Potosí la común necesidad, y causa pública, para el beneficio de sus minas. En este engendro «maquiavélico», como bien lo califica hoy el padre Farrely, el sutil encomendero se atreve a alegar que «ni la deformidad de la obra se considera, cuando se halla sana, santa y recta la intención del operante». Sic.


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Así se forma un misionero

Primeros ministerios

En el convento de Valbuena, en las afueras de Logroño, parece ser que en 1591 tuvo ministerio fray Vicente. Consta que predicó en Olite y que allí estableció una cofradía del Rosario. Se sabe por un testigo del Proceso de Pamplona (1627) que fray Vicente «hizo en este reino de Navarra muchas cosas que dieron muestras de su mucha virtud, religión y cristiandad, como es predicar la palabra de Dios en esta Villa de la Puente y en el valle de Ilzarbe, fundando en varios lugares de dicho valle cofradías de nuestra Señora del Rosario».

Predicaban por entonces los dominicos todo el Evangelio de Cristo a través de los misterios del santo Rosario. Un testigo del Proceso potosino, el presbítero Luis de Luizaga, afirmó que fray Vicente «le enseñó a rezar el rosario del nombre de Jesús», en el que se rezaba una avemaría en lugar del padrenuestro, y en lugar del avemaría se decía «ave, benignísimo Jesús».

Sabemos que en 1595 estaba fray Vicente en el convento de la Madre de Dios, de Alcalá. Para esas fechas ya había muerto su hermano mayor, en la expedición de la Armada Invencible, y su hermano dominico, fray Agustín. No quedaban ya más hermanos que Lorenzo, fray Vicente y Sebastiana. Y fue entonces cuando fray Vicente -en el convento madrileño de Atocha, donde había muerto el padre Las Casas treinta años antes- se inscribió en una expedición misionera hacia el Perú. Pasó a las Indias en 1596 o 1597, sin que podamos precisar más la fecha y la expedición.

Cartagena, Bogotá, Lima

Cuando fray Vicente llegó al puerto de Cartagena, vió un una ciudad fuertemente amurallada, de altos contrafuertes, al estilo de Amberes o de Pamplona. El Obispo, fray Juan de Ladrada, era el cuarto pastor dominico de la diócesis, y todavía estaba viva en la zona el admirable recuerdo de San Luis Bertrán. Poco tiempo estuvo allí fray Vicente, pues en seguida fue asignado como lector, es decir, como profesor a la Universidad del Rosario, en Santa Fe de Bogotá.

Esta importante ciudad de Nueva Granada tenía Audiencia, contaba con unos seiscientos vecinos y con cincuenta mil indios tributarios. El convento dominico del Rosario, fundado en 1550, pronto tuvo algunas cátedras, y en 1580 fue constituído por el papa como Universidad. Allí estuvo el padre Bernedo un par de años como profesor.

En 1600 fue asignado a Lima, hacia donde habría partido a pie, pues esto era lo mandado en las Constituciones actualizadas de 1556: «Como ir en cabalgadura repugne al estado de los mendicantes, que viven de limosnas, ningún hermano de nuestra Orden, sin necesidad, sin licencia (cuando haya aprelado a quien acudir) o sin grave necesidad, viaje en montura, sino vaya a pie». Así pues, el padre Bernedo se dirigió a pie, por la cuenca del río Magdalena, y a través de un rosario de conventos dominicanos -Ibagué, Buga, Cali, Popayán, Quito, Ambato, Riobamba, Cuencia y Loja-, llegó hasta Lima, la Ciudad de los Reyes.

En 1600, la Archidiócesis de Lima era en lo religioso la cabeza de todo el Sur de América, pues tenía como sufragáneas las diócesis de Cuzco, Charcas, Quito, Panamá, Chile y Río de la Plata. En aquella sede metropolitana, en el III Concilio limense de 1583, se habían establecido las normas que durante siglos rigieron la acción misionera y pastoral en parroquias y doctrinas. Fray Vicente sólo estuvo en Lima unos cuantos meses.

Tenía entonces 38 años, y las edades que entonces tenían los santos vinculados a Lima eran éstas: 62 el arzobispo, Santo Toribio de Mogrovejo, 51 San Francisco Solano -que cinco años más tarde iba a producir en la ciudad un pequeño terremoto con un famoso sermón suyo-; 21 San Martín de Porres, 14 Santa Rosa de Lima, y 15 San Juan Macías, que llegaría a Lima quince años después.


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Fray Vicente Bernedo, dominico y misionero

Fray Vicente Bernedo, dominico

Tenían los dominicos en Alcalá de Henares dos casas, el Colegio de Santo Tomás y el convento de la Madre de Dios. En éste, fundado en 1566, y que vivía en fidelísima observancia regular, tomó el hábito en 1574 Agustín Bernedo. Y cuando Martín fue a estudiar en Alcalá, allí se verían los dos hermanos, y el pequeño sentiría la atracción de la comunidad dominicana. El caso es que en 1580 ingresó Martín en la Orden.

Los dominicos entonces vivían con un gran espíritu. A partir de la Observancia aceptada en España en 1502, y de la que ya dimos noticia, habían acentuado rigurosamente la pobreza, característica originaria de las Ordenes mendicantes, las penitencias corporales, y la dedicación a la oración, con una cierta tendencia eremítica, en cuanto ella era compatible con la vida cenobítica y apostólica. Taulero, la Imitación de Cristo de Tomás de Kempis, así como los dominicos Savonarola y Granada, eran para ellos los maestros espirituales preferidos.

Dedicados los dominicos principalmente al ministerio de la predicación, dieron mucho auge a las cofradías del Rosario y del santo Nombre de Jesús. Por otra parte, su formación intelectual venía guiada por la doctrina de Santo Tomás de Aquino, declarado Doctor Universal en 1567.

En este cuadro religioso floreciente, Martín Bernedo hizo en 1581, el 1 de noviembre, su profesión religiosa, y adoptó el nombre de Vicente. Vino así a tomar el relevo de otro gran santo dominico hispano-americano, San Luis Bertrán, que había muerto en Valencia el 9 de octubre de ese mismo año. Uno y otro, como veremos, ofrecen unos rasgos de santa vida apostólica muy semejantes. Los dos venían de la misma matriz sagrada, la fiel Observancia dominicana.

Estudios y sacerdocio

La renovación de la Orden de los Predicadores, y el auge de la doctrina de Santo Tomás, trajo consigo un notable florecimiento de teólogos dominicos, como el cardenal Cayetano en Italia, Capreolo en Francia, o en España Francisco de Vitoria, Domingo de Soto y Domingo Báñez. Cuando fray Vicente Bernedo pasó a Salamanca, donde siguió estudios hasta 1587, encontró a esta universidad castellana en uno de sus mejores momentos, y pudo adquirir allí una excelente formación intelectual. Fue discípulo del gran tomista Báñez, y también probablemente del famoso canonista Martín de Azpilcueta, «el Doctor Navarro», tío de San Francisco de Javier. Compañeros de fray Vicente fueron por aquellos años salmantinos los dominicos Juan de Lorenzana y Jerónimo Méndez de Tiedra, y este último sería más tarde el Arzobispo de Charcas o la Plata que le haría el primer proceso de de canonización.

En 1586 llegó el día en que fray Vicente pudo escribir a su casa esta carta dichosa: «Señora Madre: por entender que Vuestra merced recibirá algún contento de saber (que ya bendito Dios) estoy ordenado sacerdote, he querido hacerla saber a Vmd. como ya me ordené (gracias a mi Dios, y a la Virgen Santísima del Rosario, y nuestro Padre Santo Domingo) por las témporas de la Santísima Trinidad».


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Comienza la semblanza biográfica del Venerable Vicente Bernedo

Un muchacho navarro

En Navarra, las rutas del Camino de Santiago que vienen de Francia, una por Roncesvalles, y otra por Aragón, se unen en un pueblo de un millar de habitantes, Puente la Reina, que debe su nombre al bellísimo puente por el que pasan los peregrinos jacobeos. Allí, junto a la iglesia de San Pedro, en el hogar de Juan de Bernedo y de Isabel de Albistur y Urreta, nace en 1562 un niño, bautizado con el nombre de Martín, el que había de llamarse Vicente, ya dominico. Son seis hermanos, y uno de ellos, fray Agustín, le ha precedido en la Orden de Predicadores.

Conocemos bastante bien la vida del Venerable «fray Vicente Vernedo Albistur» -así firmaba él- a través de los testigos que depusieron en los Procesos instruídos a su muerte. Se perdieron los procesos informativos realizados en 1621-1623 por el arzobispo de Charcas o La Plata, pero se conservan los demás procesos (Pamplona 1627-1628, Potosí 1662-1664, La Plata 1663, Lima 1678).

Contamos también con una Relación de la vida y hechos y muerte del Venerable religioso padre fray Vicente de Bernedo, compuesta hacia 1620 por un dominico anónimo que convivió con él; y con las antiguas biografías publicadas por los dominicos Juan Meléndez (1675) y José Pérez de Beramendi (1750), así como con los excelentes estudios recientes del padre Brian Farrely, O.P., vicepostulador de su Causa de beatificación, que son la base de nuestra reseña.

De 1572 a 1578, aproximadamente, Martín estudió humanidades en Pamplona. Hay indicios bastante ciertos de que a los diez o doce años hizo «voto de castidad y religión», a la muerte, que le impresionó mucho, de un tío suyo capitán. A los dieciséis años de edad, fue Martín a estudiar en la universidad de Alcalá de Henares, y ya entonces, en el colegio universitario en que vivió, se inició en una vida de estudio y recogimiento. Recordando esta época, poco antes de morir, declaró con toda sencillez que «aunque en su mocedad y principios había tenido terrible resistencia, rebeldía y tentaciones en su carne, había vencido ayudado de Dios con ayunos y penitencias». Una vez que descubrió la inmensa fuerza liberadora del ayuno y de la penitencia, les fue adicto toda su vida.


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Querida Amazonía: documento del Papa Francisco

“El Papa Francisco obvia también las cuestiones del rito amazónico o el «pecado ecológico» y respecto a los sacerdotes recalca: «Ese carácter exclusivo recibido en el Orden, lo capacita sólo a él para presidir la Eucaristía. Esa es su función específica, principal e indelegable», saliendo al paso de los intentos de clericalización de laicos y de las mujeres…”

Haz clic aquí!

Homilía del papa Francisco al comienzo del año 2020

«Cuando llegó la plenitud del tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer» (Ga 4,4). Nacido de mujer: así es cómo vino Jesús. No apareció en el mundo como adulto, sino como nos ha dicho el Evangelio, fue «concebido» en el vientre (Lc 2,21): allí hizo suya nuestra humanidad, día tras día, mes tras mes. En el vientre de una mujer, Dios y la humanidad se unieron para no separarse nunca más. También ahora, en el cielo, Jesús vive en la carne que tomó en el vientre de su madre. En Dios está nuestra carne humana.

El primer día del año celebramos estos desposorios entre Dios y el hombre, inaugurados en el vientre de una mujer. En Dios estará para siempre nuestra humanidad y María será la Madre de Dios para siempre. Ella es mujer y madre, esto es lo esencial. De ella, mujer, surgió la salvación y, por lo tanto, no hay salvación sin la mujer. Allí Dios se unió con nosotros y, si queremos unirnos con Él, debemos ir por el mismo camino: a través de María, mujer y madre. Por ello, comenzamos el año bajo el signo de Nuestra Señora, la mujer que tejió la humanidad de Dios. Si queremos tejer con humanidad las tramas de nuestro tiempo, debemos partir de nuevo de la mujer.

Nacido de mujer. El renacer de la humanidad comenzó con la mujer. Las mujeres son fuente de vida. Sin embargo, son continuamente ofendidas, golpeadas, violadas, inducidas a prostituirse y a eliminar la vida que llevan en el vientre. Toda violencia infligida a la mujer es una profanación de Dios, nacido de una mujer. La salvación para la humanidad vino del cuerpo de una mujer: de cómo tratamos el cuerpo de la mujer comprendemos nuestro nivel de humanidad. Cuántas veces el cuerpo de la mujer se sacrifica en los altares profanos de la publicidad, del lucro, de la pornografía, explotado como un terreno para utilizar. Debe ser liberado del consumismo, debe ser respetado y honrado. Es la carne más noble del mundo, pues concibió y dio a luz al Amor que nos ha salvado. Hoy, la maternidad también es humillada, porque el único crecimiento que interesa es el económico. Hay madres que se arriesgan a emprender viajes penosos para tratar desesperadamente de dar un futuro mejor al fruto de sus entrañas, y que son consideradas como números que sobrexceden el cupo por personas que tienen el estómago lleno, pero de cosas, y el corazón vacío de amor.

Nacido de mujer. Según la narración bíblica, la mujer aparece en el ápice de la creación, como resumen de todo lo creado. De hecho, ella contiene en sí el fin de la creación misma: la generación y protección de la vida, la comunión con todo, el ocuparse de todo. Es lo que hace la Virgen en el Evangelio hoy. «María, por su parte ?dice el texto?, conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón» (v. 19). Conservaba todo: la alegría por el nacimiento de Jesús y la tristeza por la hospitalidad negada en Belén; el amor de José y el asombro de los pastores; las promesas y las incertidumbres del futuro. Todo lo tomaba en serio y todo lo ponía en su lugar en su corazón, incluso la adversidad. Porque en su corazón arreglaba cada cosa con amor y confiaba todo a Dios.

En el Evangelio encontramos por segunda vez esta acción de María: al final de la vida oculta de Jesús se dice, en efecto, que «su madre conservaba todo esto en su corazón» (v. 51). Esta repetición nos hace comprender que conservar en el corazón no es un buen gesto que la Virgen hizo de vez en cuando, sino un hábito. Es propio de la mujer tomarse la vida en serio. La mujer manifiesta que el significado de la vida no es continuar produciendo cosas, sino tomar en serio las que ya están. Sólo quien mira con el corazón ven bien, porque saben «ver en profundidad» a la persona más allá de sus errores, al hermano más allá de sus fragilidades, la esperanza en medio de las dificultades, a Dios en todo.

Al comenzar este nuevo año, preguntémonos: «¿Sé mirar a las personas con el corazón? ¿Me importa la gente con la que vivo o la destruyo con los murmullos? Y, sobre todo, ¿tengo al Señor en el centro de mi corazón, u otros valores, otros intereses, mi promoción, la riqueza, el poder?». Sólo si la vida es importante para nosotros sabremos cómo cuidarla y superar la indiferencia que nos envuelve. Pidamos esta gracia: vivir el año con el deseo de tomar en serio a los demás, de cuidar a los demás. Y si queremos un mundo mejor, que sea una casa de paz y no un patio de batalla, que nos importe la dignidad de toda mujer. De una mujer nació el Príncipe de la paz. La mujer es donante y mediadora de paz y debe ser completamente involucrada en los procesos de toma de decisiones. Porque cuando las mujeres pueden transmitir sus dones, el mundo se encuentra más unido y más en paz. Por lo tanto, una conquista para la mujer es una conquista para toda la humanidad.

Nacido de mujer. Jesús, recién nacido, se reflejó en los ojos de una mujer, en el rostro de su madre. De ella recibió las primeras caricias, con ella intercambió las primeras sonrisas. Con ella inauguró la revolución de la ternura. La Iglesia, mirando al niño Jesús, está llamada a continuarla. De hecho, al igual que María, también ella es mujer y madre, y en la Virgen encuentra sus rasgos distintivos. La ve inmaculada, y se siente llamada a decir «no» al pecado y a la mundanidad. La ve fecunda y se siente llamada a anunciar al Señor, a generarlo en las vidas. La ve, madre, y se siente llamada a acoger a cada hombre como a un hijo.

Acercándose a María, la Iglesia se encuentra a sí misma, encuentra su centro y su unidad. En cambio, el enemigo de la naturaleza humana, el diablo, trata de dividirla, poniendo en primer plano las diferencias, las ideologías, los pensamientos partidistas y los bandos. Pero no podemos entender a la Iglesia si la miramos a partir de sus estructuras, a partir de los programas, de las tendencias, de las ideologías, de la funcionalidad: percibiremos algo de ella, pero no su corazón. Porque la Iglesia tiene el corazón de una madre. Y nosotros, hijos, invocamos hoy a la Madre de Dios, que nos reúne como pueblo creyente. Oh Madre, genera en nosotros la esperanza, tráenos la unidad. Mujer de la salvación, te confiamos este año, custódialo en tu corazón. Te aclamamos: ¡Santa Madre de Dios, Santa Madre de Dios, Santa Madre de Dios!

Mensaje del Papa Francisco para la Jornada Mundial de la Paz 2020

1. La paz, camino de esperanza ante los obstáculos y las pruebas

La paz, como objeto de nuestra esperanza, es un bien precioso, al que aspira toda la humanidad. Esperar en la paz es una actitud humana que contiene una tensión existencial, y de este modo cualquier situación difícil «se puede vivir y aceptar si lleva hacia una meta, si podemos estar seguros de esta meta y si esta meta es tan grande que justifique el esfuerzo del camino»[1]. En este sentido, la esperanza es la virtud que nos pone en camino, nos da alas para avanzar, incluso cuando los obstáculos parecen insuperables.

Continuar leyendo “Mensaje del Papa Francisco para la Jornada Mundial de la Paz 2020”

Homilía del Papa Francisco para Navidad

«El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande» (Is 9,1). Esta profecía de la primera lectura se realizó en el Evangelio. De hecho, mientras los pastores velaban de noche en sus campos, «la gloria del Señor los envolvió de claridad» (Lc 2,9). En la noche de la tierra apareció una luz del cielo. ¿Qué significa esta luz surgida en la oscuridad? Nos lo sugiere el apóstol Pablo, que nos dijo: «Se ha manifestado la gracia de Dios». La gracia de Dios, «que trae la salvación para todos los hombres» (Tt 2,11), ha envuelto al mundo esta noche.

Pero, ¿qué es esta gracia? Es el amor divino, el amor que transforma la vida, renueva la historia, libera del mal, infunde paz y alegría. En esta noche, el amor de Dios se ha mostrado a nosotros: es Jesús. En Jesús, el Altísimo se hizo pequeño para ser amado por nosotros. En Jesús, Dios se hizo Niño, para dejarse abrazar por nosotros. Pero, podemos todavía preguntarnos, ¿por qué san Pablo llama “gracia” a la venida de Dios al mundo? Para decirnos que es completamente gratuita. Mientras que aquí en la tierra todo parece responder a la lógica de dar para tener, Dios llega gratis. Su amor no es negociable: no hemos hecho nada para merecerlo y nunca podremos recompensarlo.

Se ha manifestado la gracia de Dios. En esta noche nos damos cuenta de que, aunque no estábamos a la altura, Él se hizo pequeñez para nosotros; mientras andábamos ocupados en nuestros asuntos, Él vino entre nosotros. La Navidad nos recuerda que Dios sigue amando a cada hombre, incluso al peor. A mí, a ti, a cada uno de nosotros, Él nos dice hoy: “Te amo y siempre te amaré, eres precioso a mis ojos”. Dios no te ama porque piensas correctamente y te comportas bien; Él te ama y basta. Su amor es incondicional, no depende de ti. Puede que tengas ideas equivocadas, que hayas hecho de las tuyas; sin embargo, el Señor no deja de amarte. ¿Cuántas veces pensamos que Dios es bueno si nosotros somos buenos, y que nos castiga si somos malos? Pero no es así. Aun en nuestros pecados continúa amándonos. Su amor no cambia, no es quisquilloso; es fiel, es paciente. Este es el regalo que encontramos en Navidad: descubrimos con asombro que el Señor es toda la gratuidad posible, toda la ternura posible. Su gloria no nos deslumbra, su presencia no nos asusta. Nació pobre de todo, para conquistarnos con la riqueza de su amor.

Se ha manifestado la gracia de Dios. Gracia es sinónimo de belleza. En esta noche, redescubrimos en la belleza del amor de Dios, también nuestra belleza, porque somos los amados de Dios. En el bien y en el mal, en la salud y en la enfermedad, felices o tristes, a sus ojos nos vemos hermosos: no por lo que hacemos sino por lo que somos. Hay en nosotros una belleza indeleble, intangible; una belleza irreprimible que es el núcleo de nuestro ser. Dios nos lo recuerda hoy, tomando con amor nuestra humanidad y haciéndola suya, “desposándose con ella” para siempre.

De hecho, la «gran alegría» anunciada a los pastores esta noche es «para todo el pueblo». En aquellos pastores, que ciertamente no eran santos, también estamos nosotros, con nuestras flaquezas y debilidades. Así como los llamó a ellos, Dios también nos llama a nosotros, porque nos ama. Y, en las noches de la vida, a nosotros como a ellos nos dice: «No temáis» (Lc 2,10). ¡Ánimo, no hay que perder la confianza, no hay que perder la esperanza, no hay que pensar que amar es tiempo perdido! En esta noche, el amor venció al miedo, apareció una nueva esperanza, la luz amable de Dios venció la oscuridad de la arrogancia humana. ¡Humanidad, Dios te ama, se hizo hombre por ti, ya no estás sola!

Queridos hermanos y hermanas: ¿Qué hacer ante esta gracia? Una sola cosa: acoger el don. Antes de ir en busca de Dios, dejémonos buscar por Él. No partamos de nuestras capacidades, sino de su gracia, porque Él es Jesús, el Salvador. Pongamos nuestra mirada en el Niño y dejémonos envolver por su ternura. Ya no tendremos más excusas para no dejarnos amar por Él: Lo que sale mal en la vida, lo que no funciona en la Iglesia, lo que no va bien en el mundo ya no será una justificación. Pasará a un segundo plano, porque frente al amor excesivo de Jesús, que es todo mansedumbre y cercanía, no hay excusas. La pregunta que surge en Navidad es: “¿Me dejo amar por Dios? ¿Me abandono a su amor que viene a salvarme?”.

Un regalo así, tan grande, merece mucha gratitud. Acoger la gracia es saber agradecer. Pero nuestras vidas a menudo transcurren lejos de la gratitud. Hoy es el día adecuado para acercarse al sagrario, al belén, al pesebre, para agradecer. Acojamos el don que es Jesús, para luego transformarnos en don como Jesús. Convertirse en don es dar sentido a la vida y es la mejor manera de cambiar el mundo: cambiamos nosotros, cambia la Iglesia, cambia la historia cuando comenzamos a no querer cambiar a los otros, sino a nosotros mismos, haciendo de nuestra vida un don.

Jesús nos lo manifiesta esta noche. No cambió la historia constriñendo a alguien o a fuerza de palabras, sino con el don de su vida. No esperó a que fuéramos buenos para amarnos, sino que se dio a nosotros gratuitamente. Tampoco nosotros podemos esperar que el prójimo cambie para hacerle el bien, que la Iglesia sea perfecta para amarla, que los demás nos tengan consideración para servirlos. Empecemos nosotros. Así es como se acoge el don de la gracia. Y la santidad no es sino custodiar esta gratuidad.

Una hermosa leyenda cuenta que, cuando Jesús nació, los pastores corrían hacia la gruta llevando muchos regalos. Cada uno llevaba lo que tenía: unos, el fruto de su trabajo, otros, algo de valor. Pero mientras todos los pastores se esforzaban, con generosidad, en llevar lo mejor, había uno que no tenía nada. Era muy pobre, no tenía nada que ofrecer. Y mientras los demás competían en presentar sus regalos, él se mantenía apartado, con vergüenza. En un determinado momento, san José y la Virgen se vieron en dificultad para recibir todos los regalos, sobre todo María, que debía tener en brazos al Niño. Entonces, viendo a aquel pastor con las manos vacías, le pidió que se acercara. Y le puso a Jesús en sus manos. El pastor, tomándolo, se dio cuenta de que había recibido lo que no se merecía, que tenía entre sus brazos el regalo más grande de la historia. Se miró las manos, y esas manos que le parecían siempre vacías se habían convertido en la cuna de Dios. Se sintió amado y, superando la vergüenza, comenzó a mostrar a Jesús a los otros, porque no podía sólo quedarse para él el regalo de los regalos.

Querido hermano, querida hermana: Si tus manos te parecen vacías, si ves tu corazón pobre en amor, esta noche es para ti. Se ha manifestado la gracia de Dios para resplandecer en tu vida. Acógela y brillará en ti la luz de la Navidad.

Papa Francisco envía este mensaje por su 50 aniversario de sacerdocio

“Este viernes 13 de diciembre el Papa Francisco cumplió 50 años de ordenación sacerdotal, recibiendo las muestras de aprecio y cercanía de obispos y fieles de todo el mundo, a quienes agradeció con un breve mensaje en su cuenta de Twitter. “Gracias por haberme acompañado en este aniversario. Sigo pidiendo el apoyo de vuestra oración”, expresó el Papa Francisco en la cuenta @Pontifex_es…”

Haz clic aquí!

Papa Francisco: El belén es “una manera auténtica de comunicar el Evangelio”

“El Papa Francisco recordó su reciente visita a Greccio y su Carta sobre el belén, resaltando que esta es una tradición que se debe transmitir de unas generaciones a otras, como “una manera auténtica de comunicar el Evangelio, en un mundo que a veces parece tener miedo de recordar lo que realmente es la Navidad, y borra los signos cristianos para conservar sólo los de un imaginario banal, comercial”…”

Haz clic aquí!

Sobre el lenguaje agresivo contra el Papa Francisco

Fray Nelson: Me ha llegado este video (o artículo, o blog, o correo electrónico…) en que aseguran que el Papa Francisco no es el verdadero Papa, sino que el Papa verdadero es Benedicto XVI, que está como encarcelado en el Vaticano. ¿Dónde puedo investigar mejor, o usted qué cree al respecto? –Muchas personas, en redes sociales, y por correo.

* * *

Mi respuesta es sencilla: No quiero ser grosero pero sugiero que NO PIERDAN EL TIEMPO en esa clase de videos, escritos o correos. El mismo Papa Emérito, Benedicto XVI, ha declarado varias veces sobre cómo su renuncia ha sido y es plenamente válida, y ha mostrado, de palabra y de obra, su actitud de reconocimiento a Francisco como único y verdadero Papa.

El hecho de que haya palabras, actitudes o decisiones de este Papa que puedan ser cuestionadas no cambia nada la legitimidad de su elección ni su jurisdicción como Sucesor de Pedro. Nuestro lugar como católicos no es cerrar los ojos a los errores o defectos de nuestros pastores pero tampoco es propio de nosotros tener los oídos listos y dóciles para cualquier teoría de conspiración.

Lo peor de quienes participan de círculos de murmuración en contra del Papa es que se les va llenando la cabeza de insultos y descalificaciones, hasta el punto de no reconocer nada bueno en lo que él hace o dice, y entonces, además de otros comportamientos bajos, empiezan a llamarlo por su apellido en el mundo (Bergoglio) desconociendo de facto quién es él para nosotros los católicos. Este tipo de actos solo pueden ser considerados una ofensa a Dios y a la Iglesia. Y aunque él estuviera ofendiendo a Dios, ni siquiera eso nos autoriza a también ofender nosotros al mismo Dios. Eso simplemente no es cristiano.

Lo propio y lo correcto, entonces, estimo que es permanecer informados, mejorar nuestra conocimiento de la fe y la doctrina cristianas, y sobre todo: orar; orar mucho por la Iglesia, por el Papa, y por tantas otras intenciones. Por favor, no lo olvidemos: no hay que perder tiempo en lo que no lo merece.