He visto un milagro con mis propios ojos

En el reciente Congreso Mariano en Ocaña, en el que tuve ocasión de participar sucedieron muchas cosas, incluido un milagro que vi con mis propios ojos. Esta es la historia.

Celebrábamos la misa en el santuario de la Virgen de Torcoroma, que queda metido en la montaña. La misa era campal y yo estaba en el altar frente a una especie de plazoleta de unos 20 x 15 metros, no muy grande. Empezó a lloviznar y luego a llover, y por supuesto la gente que estaba en la plazoletica descubierta se fue buscando los aleros de las construcciones aledañas.

Sin embargo, unos pocos obstinados, digamos, unas cinco o seis personas se quedaron ahí, protegiéndose con paraguas que de todos modos los exponían a buena parte del agua lluvia. Supongo que quisieron quedarse porque el lugar desde el que se ve mejor el altar es esa plazoleta.

El suelo de baldosas pronto estaba empapado; incluso en algunos sitios se hacía charco y algo de barro, porque se ve que el piso no está perfectamente diseñado para evacuar tanta agua.

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El primero de todos los dones

La fe permite que las cosas sucedan en nuestra vida a la escala y la manera de Dios, que son más altas y mejores que las nuestras.

En el evangelio según San Juan más que hablar de “milagros” se habla de “señales” porque los prodigios de Dios son ante todo eso: señales que apuntan hacia la abundancia de su amor sabio y poderoso.

[Predicación en el encuentro de los Misioneros de Jesús en Ciudad de Panamá.]