Pérdida y conquista sangrienta de México

De pronto, los sucesos se precipitan en la tragedia. Desembarca en Veracruz, con grandes fuerzas, Pánfilo de Narváez, enviado por el gobernador Velázquez para apresar a Cortés, que había desbordado en su empresa las autorizaciones recibidas. Cortés abandona la ciudad de México y vence a Narváez. Entre tanto, el cruel Alvarado, en un suceso confuso, produce en Tenochtilán una gran matanza -por la que se le hizo después juicio de residencia-, y estalla una rebelión incontenible. Vuelve apresuradamente Cortés, y Moctezuma, impulsado por aquél, trata de calmar, desde la terraza del palacio, al pueblo amotinado; llueven sobre él insultos, flechas y pedradas, y tres días después muere, «al parecer, de tétanos» (Morales Padrón, Historia 348). Se ven precisados los españoles a abandonar la ciudad, en el episodio terrible de la Noche Triste.

Los españoles son acogidos en Tlaxcala, y allí se recuperan y consiguen refuerzos en hombres y armas. Muchos pueblos indios oprimidos: tlaxcaltecas, tepeaqueños, cempoaltecas, cholulenses, huejotzincos, chinantecos, xochimilcos, otomites, chalqueños (Trueba, Cortés 78-79), se unirán a los españoles para derribar el imperio azteca. Construyen entonces bergantines y los transportan cien kilómetros por terrenos montañosos, preparando así el ataque final contra la ciudad de México, es decir, contra el poder azteca, asumido ahora por Cuauhtémoc (Guatemuz), sobrino de Moctezuma.

Comienza el asalto de la ciudad lacustre el 28 de julio de 1521, y la guerra fue durísima, tanto que al final de ella, como escribe Cortés en su III Carta al emperador, «ya nosotros teníamos más que hacer en estorbar a nuestros amigos que no matasen ni hiciesen tanta crueldad que no en pelear con los indios… [Pero] en ninguna manera les podíamos resistir, porque nosotros éramos obra de novecientos españoles y ellos más de ciento y cincuenta mil hombres». La caída de México-Tenochtitlán fue el 13 de agosto de 1521, fecha en que nace la Nueva España.

Con razón, pues, afirma el mexicano José Luis Martínez que esta guerra fue de «indios contra indios, y que Cortés y sus soldados… se limitaron… sobre todo, a dirigir y organizar las acciones militares… Arturo Arnáiz y Freg solía decir: «La conquista de México la hicieron los indios y la independencia los españoles»» (332).


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Moctezuma se hace vasallo de Carlos I

Cortés, teniendo ya a Moctezuma como prisionero, le trataba con gran deferencia, se entretenía con él en juegos mexicanos, y conversaba con él muchas mañanas, sobre todo acerca de temas religiosos, en los que el tlatoani mantenía firme la devoción de sus dioses. Se acabó entonces el vino de misa, y «después que se acabó cada día estábamos en la iglesia rezando de rodillas delante del altar e imágenes, cuenta Bernal; lo uno, por lo que éramos obligados a cristianos y buena costumbre, y lo otro, porque Montezuma y todos sus capitanes lo viesen y se inclinasen a ello» (cp.93).

Un día Moctezuma pidió permiso a Cortés para ir a orar al teocali, y éste se lo autorizó, siempre que no intentase huir ni hiciera sacrificios humanos. Cuando el rey azteca, portado en andas, llegó al cu y le ayudaron a subir, «ya le tenían sacrificado de la noche antes cuatro indios», y por más que los españoles prohibían esto, «no podíamos en aquella sazón hacer otra cosa sino disimular con él, porque estaba muy revuelto México y otras grandes ciudades con los sobrinos de Montezuma» (cp.98).

En diciembre de 1519, a instancias de Cortés, Moctezuma reune a todos los grandes señores y caciques, para abdicar de su imperio, y pide que todos ellos presten vasallaje al Emperador Carlos I. La reunión se produce sin testigos españoles, fuera del paje Orteguilla, y los detalles del suceso nos son conservados por el relato de Bernal Díaz (cp.101) y por la II Carta Relación de Cortés a Carlos I.

La abdicación del poder azteca tiene por causa motivos fundamentalmente religiosos.

Todos los señores, les dice Moctezuma, deben prestar vasallaje al Emperador español representado por Cortés, «ninguno lo rehuse, y mirad que en diez y ocho años ha que soy vuestro señor siempre me habeis sido muy leales… Y si ahora al presente nuestros dioses permiten que yo esté aquí detenido, no lo estuviera sino que yo os he dicho muchas veces que mi gran Uichilobos me lo ha mandado». Es hora de hacer memoria de importantes sucesos antiguos: «Hermanos y amigos míos: Ya sabéis que no somos naturales desta tierra, e que vinieron a ella de otra muy lejos, y los trajo un señor cuyos vasallos todos eran», aunque después no lo quisieron «recibir por señor de la tierra; y él se volvió, y dejó dicho que tornaría o enviaría con tal poder que los pudiese costreñir y atraer a su servicio. Y bien sabéis que siempre lo hemos esperado, y según las cosas que el capitán nos ha dicho de aquel rey y señor que le envió acá, tengo por cierto que aqueste es el señor que esperábamos. Y pues nuestros predecesores no hicieron lo que a su señor eran obligados, hagámoslo nosotros, y demos gracias a nuestros dioses por que en nuestros tiempos vino lo que tanto aquéllos esperaban».

Todos aceptaron prestar obediencia al Emperador «con muchas lágrimas y suspiros, y Montezuma muchas más… Y queríamoslo tanto, que a nosotros de verle llorar se nos enternecieron los ojos, y soldado hubo que lloraba tanto como Montezuma; tanto era el amor que le teníamos».

Madariaga comenta: «Aquella escena en la Méjico azteca moribunda, en que los hombres de Cortés lloraron por Moteczuma, es uno de los momentos de más emoción en la historia del descubrimiento del hombre por el hombre. En aquel día el hombre lloró por el hombre y la historia lloró por la historia» (319).


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Profeta en tiempos dramáticos

“La frase se le atribuía, pero ni la había escrito ni constaba en ninguna grabación oficial. El cardenal Francis George, arzobispo de Chicago entre 1997 y 2014 y presidente de la conferencia episcopal estadounidense entre 2007 y 2010, la había pronunciado en un encuentro privado, donde había sido recogida con el grabador de un teléfono móvil y difundida luego, convirtiéndose en viral por su tenor profético: “Soy el último obispo de Chicago que morirá en la cama. Mi sucesor morirá en prisión y su sucesor será martirizado en la plaza pública”…”

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La vergonzosa caída de Huichilobos

Una mañana, «como por pasatiempo», fue Cortés a visitar el gran teocali, acompañado por el capitán Andrés Tapia -por quien conocemos al detalle la escena-, con una decena más de españoles. Por las empinadas gradas frontales, ciento catorce, subieron a lo alto de la terraza superior del cu, se aproximaron a los dos templetes de los ídolos, y retirando con sus espadas las cortinas, contemplaron su aspecto horrible y fascinante: «son figuras de maravillosa grandeza y altura, y de muchas labores esculpidas», le escribirá después Cortés al Emperador en su II Carta.

Los ídolos, cuenta Tapia, «tenían mucha sangre, del gordor de dos y tres dedos, y [Cortés] descubrió los ídolos de pedrería, y miró por allí lo que se pudo ver, y suspiró habiéndose puesto algo triste, y dijo, que todos lo oímos: “¡Oh Dios!, ¿por qué consientes que tan grandemente el diablo sea honrado en esta tierra? Ha, Señor, por bien que en ella te sirvamos”. Y mandó llamar los intérpretes, y ya al ruido de los cascabeles se había llegado gente de aquella de los ídolos, y díjoles: “Dios que hizo el cielo y la tierra os hizo a vosotros y a nosotros y a todos, y cría con lo que nos mantenemos; y si fuéremos buenos nos llevará al cielo, y si no, iremos al infierno, como más largamente os diré cuando más nos entendamos; y yo quiero que aquí donde tenéis estos ídolos esté la imagen de Dios y de su Madre bendita, y traed agua para lavar estas paredes, y quitaremos de aquí todo esto”.

«Ellos se reían, como que no fuese posible hacerse, y dijeron: “No solamente esta ciudad, pero toda la tierra junta tiene a éstos por sus dioses, y aquí está esto por Huichilobos, cuyos somos; y toda la gente no tiene en nada a sus padres y madres e hijos en comparación de éste, y determinarán de morir; y cata [mira] que de verte subir aquí se han puesto todos en armas, y quieren morir por sus dioses”.

«El marqués [Cortés, luego marqués de Oaxaca] dijo a un español que fuese a que tuviesen gran recaudo en la persona de Muteczuma, y envió a que viniesen treinta o cuarenta hombres allí con él, y respondió a aquellos sacerdotes: “Mucho me holgaré yo de pelear por mi Dios contra vuestros dioses, que son nonada”. Y antes que los españoles por quien había enviado viniesen, enojóse de las palabras que oía, y tomó con una barra de hierro que estaba allí, y comenzó a dar en los ídolos de pedrería; y yo prometo mi fe de gentilhombre que me parece agora que el marqués saltaba sobrenatural, y se abalanzaba tomando la barra por en medio a dar en lo más alto de los ojos del ídolo, y así le quitó las máscaras de oro con la barra, diciendo: “A algo nos hemos de poner [exponer] por Dios”.

«Aquella gente lo hicieron saber a Muteczuma, que estaba cerca de ahí el aposento, y Muteczuma envió a rogar al marqués que le dejase venir allí, y que en tanto que venía no hiciese mal en los ídolos. El marqués mandó que viniese con gente que le guardase, y venido le decía que pusiésemos a nuestras imágenes a una parte [la Cruz y la Virgen] y dejásemos sus dioses a otra. El marqués no quiso. Muteczuma dijo: “Pues yo trabajaré que se haga lo que queréis; pero habéisnos de dar los ídolos que los llevemos donde quisiéremos”. Y el marqués se los dio, diciéndoles: “Ved que son de piedra, e creed en Dios que hizo el cielo y la tierra, y por la obra conoceréis al maestro”».

Los ídolos fueron descendidos de buena manera, en seguida se lavó de sangre aquel matadero de hombres, se construyeron dos altares, y se pusieron en uno «la imagen de Nuestra Señora en un retablico de tabla, y en otro la de Sant Cristóbal, porque no había entonces otras imágenes, y dende aquí en adelante se decía allí misa».

Lo malo fue que sobrevino una sequía, y los indios se le quejaron a Cortés de que era debido a que les quitó sus dioses. «El marqués les certificó que presto llovería, y a todos nos encomendó que rogásemos a Dios por agua; y así otro día fuimos en procesión a la torre [del teocali], y allá se dijo misa, y hacía buen sol, y cuando vinimos llovía tanto que andábamos en el patio los pies cubiertos de agua; y así los indios se maravillaron mucho» (AV, La conquista 110-112).

Esa escena formidable en la que Cortés, saltando sobrenatural, destruye a Huichilobos, puede considerarse como un momento decisivo de la conquista de la Nueva España. No olvidemos que Moctezuma era no sólo el señor principal de México, el Uei Tlatoani, sino también el sacerdote supremo de la religión nacional. La primera caída del poder azteca no se debió tanto a la victoria militar de unas fuerzas extranjeras más poderosas, pues sin duda hubo momentos en que los aztecas, fortísimos guerreros, hubieran podido comerse literalmente hablandoa los españoles; sino que se produjo ante todo como una victoria religiosa. El corazón de Moctezuma y de su pueblo había quedado yerto y sin valor cuando se vio desasistido por sus dioses humillados, y cuando la presencia de los teúles españoles fue entendida como la llegada de aquellos señores poderosos que tenían que venir.


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Entrada pacífica en Tenochtitlán

En este tiempo Moctezuma, angustiado por los más negros presagios, se encerró durante días en el Gran Teocali, en ayuno, oración y sacrificios de su propia sangre. Y cambiando de actitud a última hora, envió mensajeros para que invitaran a Cortés a entrar en México. Los embajadores aztecas recomendaron con sospechosa insistencia un camino, pero Cortés no se fió, y en momento tan grave, según escribió después a Carlos I en su II Carta, «como Dios haya tenido siempre cuidado de encaminar las reales cosas de Vuestra Majestad desde su niñez, e como yo y los de mi compañía íbamos en su real servicio, nos mostró otro camino, aunque algo agro, no tan peligroso como aquel por donde nos querían llevar».

Tenochtitlán, la ciudad maravillosa, señora de tantos pueblos, quedaba aislada, como extranjera de sus propios dominios. Allí habitaba Moctezuma, el tlatoani, en su inmenso palacio, con una corte de varios miles de personas principales, servidores y mujeres. Cuando salía al exterior, era llevado en andas, o ponían alfombras para que sus pies no tocaran la miserable tierra, y nadie podía mirarle, sino todos debían mantener la cabeza baja. Tenía recintos para aves, para fieras diversas, e incluso coleccionaba hombres de distintas formas y colores, o víctimas de alguna deformidad que los hacía curiosos. Éste fue el emperador majestuoso que, haciéndose preceder de solemnes embajadas y obsequios, prestó a los españoles una impresionante acogida en Tenochtitlán. Bernal Díaz lo narra con términos inolvidables, en los que admiración y espanto se entrecruzan: «delante estaba la gran ciudad de México; y nosotros aún no llegábamos a cuatrocientos soldados» (cp. 88). Era el 8 de noviembre de 1519.

Cortés y los suyos son instalados en las grandiosas dependencias de las casas imperiales. El tlatoani, discretamente retenido, está bajo su poder, y se muestra dócil y amistoso. Al día siguiente de su entrada en Tenochtitlán, Hernán Cortés visita a Moctezuma en su palacio, y éste, con su corte, le recibe con gran cortesía. El Capitán español está acompañado de Alvarado, Velázquez de León, Ordaz y Sandoval y cinco soldados, entre ellos el que contará la escena, Bernal Díaz (cp.90), más dos intérpretes, doña Marina y Aguilar. Comienza el diálogo y, tras los saludos propios de aquella profunda cortesía tan propia de aztecas como de españoles, Cortés va derechamente al grano.

Cortés empieza por presentarse con los suyos como enviados del Rey de España, «y a lo que más le viene a decir de parte de Nuestro Señor Dios es que… somos cristianos, y adoramos a un solo Dios verdadero, que se dice Jesucristo, el cual padeció muerte y pasión por salvarnos» en una cruz, «resucitó al tercer día y está en los cielos, y es el que hizo el cielo y la tierra». Les dijo también que «en Él creemos y adoramos, y que aquellos que ellos tienen por dioses, que no lo son, sino diablos, que son cosas muy malas, y cuales tienen las figuras [los dioses aztecas eran horribles], que peores tienen los hechos. Que mirasen cuán malos son y de poca valía, que adonde tenemos puestas cruces -como las que vieron sus embajadores [los de Moctezuma]-, con temor de ellas no osan parecer delante, y que el tiempo andado lo verán».

En seguida continúa con una catequesis elemental sobre la creación, Adán y Eva, la condición de hermanos que une a todos los hombres. «Y comotal hermano, nuestro gran emperador [Carlos], doliéndose de la perdición de las ánimas, que son muchas las que aquellos sus ídolos llevan al infierno, nos envió para que esto que ha ya oído lo remedie, y no adorar aquellos ídolos ni les sacrifiquen más indios ni indias, pues todos somos hermanos, ni consienta sodomías ni robos».

Quizá Cortés, llegado a este punto, sintió humildemente que ni su teología ni el ejemplo de su vida daban para muchas más predicaciones. Y así añadió «que el tiempo andado enviaría nuestro rey y señor unos hombres que entre nosotros viven muy santamente [frailes misioneros], mejores que nosotros, para que se lo den a entender». Ahí cesó Cortés su plática, y comentó a sus compañeros: «Conesto cumplimos, por ser el primer toque».

Moctezuma le responde que ya estaba enterado de todo eso, pues le habían comunicado «todas las cosas que en los pueblos por donde venís habéis predicado. No os hemos respondido a cosa ninguna de ellas porque desde ab initio acá adoramos nuestros dioses y los tenemos por buenos; así deben ser los vuestros, y no cuidéis más al presente de hablarnos de ellos». De este modo transcurrió el primer encuentro entre dos mundos religiosos, uno luminoso y firme, seguro de su victoria en la historia de los pueblos; el otro oscuro y vacilante, presintiendo su fin con angustiada certeza.


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Guerra en Cholula

Diecisiete días llevaban en Tlaxcala, y había que ir pensando en continuar hacia México. Pero de nuevo comenzaron las murmuraciones entre algunos soldados, pues les parecía, dice Bernal Díaz, «que era cosa muy temerosa irnos a meter en tan fuerte ciudad siendo nosotros tan pocos». Los más fieles de Cortés «le ayudamos de buena voluntad con decir «¡adelante en buena hora!». Y los que andaban en estas pláticas contrarias eran de los que tenían en Cuba haciendas, que yo y otros pobres soldados ofrecido teníamos siempre nuestras ánimas a Dios, que las crió, y los cuerpos a heridas y trabajos hasta morir en servicio de Nuestro Señor Dios y de Su Majestad» (cp.79). Y emprendieron la marcha.

Los tlaxcaltecas, cuando vieron a los españoles decididos a seguir hasta México, les pusieron muy sobre aviso contra las cortesías y traiciones de Moctezuma, que no se fiaran en nada, y también intentaron persuadirles de que no fueran por Cholula, porque allí «siempre tiene Montezuma sus tratos dobles encubiertos» (cp.79). Sin embargo, el 13 de octubre de 1519 la pequeña armada de Cortés se encaminó hacia Cholula, acompañados por unos 500 cempoaleses y unos 6.000 tlaxcaltecas, que hubieran querido ir muchos más, pues eran enemigos feroces de los cholultecas.

Cholula, con sus centenares de teocalis, venía a ser un centro religioso de suma importancia, y allí estaba precisamente el gran teocali dedicado a Quetzalcóatl. También allí Cortés y los suyos hicieron a su modo las misiones populares acostumbradas. Reunidos todos los caciques y papas, «se les dio a entender muy claramente todas las cosas tocantes a nuestra sante fe, y que dejasen de adorar ídolos y no sacrificasen ni comiesen carne humana, ni usasen las torpedades que solían usar, y que mirasen que sus ídolos los traen engañados y que son malos y que no dicen verdad, y que tuviesen memoria que cinco días había las mentiras que les prometió, que les daría victoria cuando le sacrificaron las siete personas, y que les rogaba que luego les derrocasen e hiciesen pedazos» (Bernal cp.83).

Como otras veces, el mercedario padre Olmedo hubo de moderar los ímpetus de Cortés contra los ídolos, haciéndole ver que «al presente bastaban las amonestaciones que se les ha hecho y ponerles la cruz». Y ahí quedó la cosa, pero no sin antes quebrar y abrir las casas-jaula, «que hallamos que estaban llenas de indios y muchachos en cebo, para sacrificar y comer sus carnes. Les mandó Cortés que se fuesen adonde eran naturales», y amenazó duramente a los chololtecas que no hicieran más sacrificios ni comieran carne humana.

Así las cosas, pronto supieron los españoles que los chololtecas, por mandato de Moctezuma, tramaban una celada para matarles. Reunió entonces Cortés a los caciques, y les mostró que sabía lo que preparaban: «Tales traiciones, mandan las leyes reales que no queden sin castigo». En efecto, el castigo fue una gran matanza.

«Estas fueron -escribe Bernal- las grandes crueldades que escribe y nunca acaba de decir el obispo de Chiapas, fray Bartolomé de las Casas, porque afirma [en la Brevísima Relación] que sin causa ninguna, sino por nuestro pasatiempo, y porque se nos antojó, se hizo aquel castigo… siendo todo al revés, y no pasó como lo escribe». Y añade: «Unos buenos religiosos franciscanos fueron a Cholula para saber e inquirir cómo y de qué manera pasó aquel castigo…, y hallaron ser ni más ni menos que en esta relación escribo, y no como lo dice el obispo. Y si por ventura no se hiciera aquel castigo, nuestras vidas estaban en mucho peligro…, y que si allí por nuestra desdicha nos mataran, esta Nueva España no se ganara tan presto» (cp.83; +J. L. Martínez, Cortés 232-236).

El mestizo Muñoz Camargo, en su Historia de Tlaxcala, al comentar estos sucesos, señala que «tenían tanta confianza los cholultecas en su ídolo Quetzalcohualtl que entendieron que no había poder humano que los pudiese conquistar ni ofender, antes [entendían] acabar a los nuestros en breve tiempo, lo uno porque eran pocos, y lo otro porque los tlaxcaltecas los habían traído allí por engaño [?] a que ellos los acabaran».

La matanza y la destrucción de ídolos tenidos por invencibles hizo «correr la fama por toda la tierra hasta México, donde puso horrible espanto». En tal ocasión todos «quedaron muy enterados del valor de nuestros españoles. Y desde allí en adelante no estimaban acometer mayores cosas, todo guiado por orden divina, que era Nuestro Señor servido que esta tierra se ganase y rescatase y saliese del poder del demonio» (II,5).


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Tlaxcala

Extrañamente los tlaxcaltecas, deponiendo su primera actitud belicosa, pronto vinieron a paz con los españoles, y se hicieron sus mejores aliados, en buena parte porque ya no querían soportar más el yugo de los mexicanos. Los caciques principales le dijeron a Cortés que, de cien años a esta parte, ellos estaban empobrecidos, arruinados y aplastados por el poder mexicano, sin sal siquiera para comer, pues Moctezuma no les daba opción para salir a conseguir nada (cp.73). Y así estaban todas las provincias, tributándole «oro y plata, y plumas y piedras, y ropa de mantas y algodón, e indios e indias para sacrificar y otras para servir; y que es tan gran señor que todo lo que quiere tiene, y que en las casas que vive tiene llenas de riquezas y piedras y chalchiuis [piedras verdes], que ha robado y tomado por fuerza, y todas las riquezas de la tierra están en su poder» (cp.78).

También allí Cortés, después de tranquilizarles, realizó sus acostumbradas misiones populares: exposición de la fe, deposición de los ídolos, instalación de la cruz y de la Virgen Madre «con su precioso hijo», misa, bautismos, y prohibición absoluta de sacrificios rituales y comer carne humana. Y cuenta Bernal Díaz:

«Hallamos en este pueblo de Tlaxcala casas de madera hechas de redes y llenas de indios e indias que tenían dentro encarcelados y a cebo, hasta que estuviesen gordos para comer y sacrificar: las cuales cárceles las quebramos y deshicimos para que se fuesen los presos que en ellas estaban, y los tristes indios no osaban ir a cabo ninguno, sino estarse allí con nosotros, y así escaparon las vidas; y de allí en adelante en todos los pueblos que entrábamos lo primero que mandaba nuestro capitán eran quebrarles las tales cárceles y echar fuera los prisioneros, y comúnmente en todas estas tierras los tenían» (cp.78).

Eran estas cárceles de dos clases: el cuauhcalli, jaula o casa de palo, y el petlacalli o casa de esteras. Con estas acciones Cortés hacía efectivas aquellas palabras que había dicho al cacique de Cempoala: que los españoles habían venido a las Indias «a desfacer agravios, favorecer a los presos, ayudar a los mezquinos y quitar tiranías» (López de Gómara, Conquista 318).


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Murmuraciones y temores en la expedición de Hernán Cortés

Acercándose ya a Tlaxcala, algunos soldados que en Cuba habían dejado haciendas, metidos más y más en el corazón de México, temiendo por sus propias vidas, comenzaron a murmurar en corrillos, recordando que habían ya perdido 55 compañeros desde que iniciaron la expedición. Aunque reconocían que Dios hasta ahora les había ayudado, pensaban «que no le debían tentar tantas veces», sino que convenía regresar a Veracruz y replegarse en el territorio totonaca, al menos hasta que Velázquez les enviara refuerzos. Finalmente, todo esto se lo dijeron a Cortés abiertamente.

«Y viendo Cortés que se lo decían algo como soberbios, les respondió muy mansamente», y después de recordar las grandes hazañas cumplidas entre todos, con él siempre en la vanguardia -lo que era innegable-, les añadió: «He querido, señores, traeros esto a la memoria, que pues Nuestro Señor fue servido guardarnos, tuviésemos esperanza que así había de ser adelante; pues desde que entramos en la tierra en todos los pueblos les predicamos la santa doctrina lo mejor que podemos, y les procuramos de deshacer sus ídolos. Encaminemos siempre todas las cosas a Dios y seguirlas en su santo servicio será mejor… [Él ] nos sostendrá, que vamos de bien en mejor». Por otra parte, si retrocedieran, Moctezuma «enviaría sus poderes mexicanos contra ellos [los totonacas], para que le tornasen a tributar, y sobre ellos darles guerra, y aun les mandara que nos la den a nosotros» (cp.69).

No había otra sino seguir adelante.


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Cempoala y los calpixques aztecas

Llega un día a los españoles una embajada de totonacas, con ofrendas florales y obsequios, enviada por el cacique gordo de Cempoala -así llamado en las crónicas-. El cacique en seguida, «dando suspiros, se queja reciamente del gran Montezuma y de sus gobernadores», y Cortés le responde que tenga confianza: «el emperador don Carlos, que manda muchos reinos, nos envía para deshacer agravios y castigar a los malos, y mandar que no sacrifiquen más ánimas; y se les dio a entender otros muchas cosas tocantes a nuestra santa fe» (Bernal cp. 45).

Pero el cacique gordo y los suyos estaban aterrorizados por los aztecas, y «con lágrimas y suspiros» contaban cómo «cada año les demandaban muchos hijos e hijas para sacrificar, y otros para servir en sus casas y sementeras; y que los recaudadores [calpixques] de Montezuma les tomaban sus mujeres e hijas si eran hermosas, y las forzaban; y que otro tanto hacían en toda aquella tierra de la lengua totonaque, que eran más de treinta pueblos».

En estas conversaciones estaban cuando llegaron cinco calpixques de Moctezuma, y a los totonacas « desde que lo oyeron, se les perdió la color y temblaban de miedo». Pasaron, majestuosos, ante los españoles aparentando no verlos, comieron bien servidos, y exigieron «veinte indios e indias para sacrificar a Huichilobos, porque les dé victoria contra nosotros» (cp.46). Cortés, ante el espanto de los totonacas, mandó que no les pagaran ningún tributo, más aún, que los apresaran inmediatamente.

Cuando lo hicieron, en seguida se difundió la noticia por la región, y «viendo cosas tan maravillosas y de tanto peso para ellos, de allí en adelante nos llamaron teúles, que es dioses, o demonios» (cp.47). Entonces los totonacas, con el mayor entusiasmo, resolvieron sacrificar a los recaudadores, pero Cortés lo impidió, poniendo a éstos bajo la guardia de sus soldados. Y por la noche, secretamente, liberó a dos de ellos, para que contasen lo sucedido a Moctezuma, y le asegurasen que él era su amigo y que cuidaría de los tres calpixques restantes…

El terror que los guerreros y recaudadores aztecas suscitaban en todos los pueblos sujetos al imperio de Moctezuma era muy grande. De ahí que la acción de Cortés, sujetando a los calpixques en humillantes colleras que los totonacas tenían para sus esclavos, fue la revelación de una verdadera libertad posible.


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Primera misa en Cozumel

Cortés y los suyos, llegados a la isla de Cozumel, en la punta de Yucatán, en su primer contacto con lo que sería Nueva España, visitaron un templo en el que estaban muchos indios quemando resina, a modo de incienso, y escuchando la predicación de un viejo sacerdote. Allá estuvieron mirándolo, cuenta Bernal Díaz, a ver en qué paraba «aquel negro sermón»…

Melchorejo le iba traduciendo a Cortés, que así supo que «predicaba cosas malas». Se reunió entonces el Capitán con los principales y por el intérprete les dijo «que si habían de ser nuestros hermanos que quitasen de aquella casa aquellos sus ídolos, que eran muy malos y les hacían errar, y que no eran dioses, sino cosas malas, y que les llevarían al infierno sus ánimas. Y que pusiesen una imagen de Nuestra Señora que les dio, y una cruz. Y se les dijo otras cosas acerca de nuestra santa fe, bien dichas».

El papa, sacerdote, y los caciques respondieron que adoraban «aquellos dioses porque eran buenos, y que no se atrevían ellos hacer otra cosa, y que se los quitásemos nosotros, y veríamos cuánto mal nos iba de ello, porque nos iríamos a perder en la mar». No conocían a Cortés, al decir esto. «Luego Cortés mandó que los despedazásemos y echásemos a rodar unas gradas abajo, y así se hizo. Y luego mandó traer mucha cal, y se hizo un altar muy limpio» donde pusieron una cruz y una imagen de la Virgen, «y dijo misa el Padre que se decía Juan Díaz, y el papa y cacique y todos los indios estaban mirando con atención» (cp.27).

Métodos apostólicos tan expeditivos -¡y tan arriesgados!- se mostraron sumamente eficaces para manifestar a los naturales la absoluta vanidad de sus ídolos, y recuerdan los procedimientos misioneros empleados en la Germania pagana por San Wilibrordo y sus compañeros, cuando, con el mismo fin, destruyeron santuarios paganos y se atrevieron a bautizar en manantiales tenidos por sagrados. Tiene razón Madariaga cuando dice que «no hay quien lea este episodio sin sentir la fragancia de la nueva fe: la madre y el niño, símbolos de ternura y debilidad, en vez de los sangrientos y espantosos dioses» (133). En Cozumel se inició la evangelización de México.


El autor de esta obra es el sacerdote español José Ma. Iraburu, a quien expresamos nuestra gratitud. Aquí la obra se publica íntegra, por entregas. Lo ya publicado puede consultarse aquí.

Parejas de las tinieblas hacia la luz, 4 de 4: Esplendor

[Retiro para familias durante el tiempo de carnaval, en Santa Cruz, Bolivia. Febrero de 2015.]

Tema 4 de 4: Esplendor

  • Las familias renovadas en cristo y en el poder del Espíritu Santo no deben esconder la luz recibida. he aquí el ideal que se nos ofrece:

(1) Familias numerosas.
(2) Familias sólidas, felices, abiertas a la misericordia y el servicio.
(3) Escuelas de Fe: los papás, primeros catequistas.
(4) Con experiencia de evangelización explícita.
(5) En formación permanente.

Parejas de las tinieblas hacia la luz, 3 de 4: Acepta la claridad

[Retiro para familias durante el tiempo de carnaval, en Santa Cruz, Bolivia. Febrero de 2015.]

Tema 3 de 4: Acepta la claridad

  • El cimiento ya está puesto, y es Jesucristo. Algunas frases y pensamientos de los Evangelios iluminan intensamente la vida de pareja y de familia:

(1) No necesitan de medico los sanos sino los enfermos; por consiguiente, negar mi necesidad es perder al auxilio de Cristo.
(2) Cristo no ha venido a condenar el mundo sino a salvarlo; de modo que donde hay humildad, oración y sinceridad siempre hay esperanza.
(3) Cristo es “Uno más fuerte.” Es cierto que el pecado tiene fuerza pero no más fuerza que la gracia que Cristo da a los suyos.
(4) “Con el dedo de Dios”: Cristo no es sólo ejemplo para nosotros; al otorgarnos el Espíritu Santo nos da fuerza interior y transforma lo que nos gusta de modo que el bien tenga poder en nuestra vida.
(5) Cristo nos quiere sabios, unidos y fecundos.

Parejas de las tinieblas hacia la luz, 2 de 4: Recibe el amanecer

[Retiro para familias durante el tiempo de carnaval, en Santa Cruz, Bolivia. Febrero de 2015.]

Tema 2 de 4: Recibe el amanecer

  • Pasamos de la oscuridad a la penumbra y al amanecer cuando nos arriesgamos a cuestionarnos:

(1) ¿Cuáles son mis frutos? ¿Adónde me está llevando este camino? ¿Cómo acaban los que van por donde yo voy? ¿De qué me voy a perder?
(2) ¿Cómo deciden los hijos? ¿Con qué criterios toman sus decisiones? ¿Son capaces de salir de sus intereses y gustos? ¿Les importan los necesitados?
(3) ¿Dónde está mi descanso? ¿Soy descanso y acogida para mi pareja?
(4) ¿Cuál será mi vejez? ¿Me estoy preparando para pasar del protagonismo a lugares más modestos? ¿Tengo presente la eternidad que me llama?
(5) ¿Qué impacto tiene la fe en mis decisiones, horarios y presupuestos?